Selección de prosa de
Jorge Braña
¿Quién soy? 


© Jorge A. Braña
Manuscrito inédito

N. Jersey, USA, 2002

Los Conectados

Jorge Braña


Las Alhajas del Recuerdo

 

 

La Revuelta

 

 

Años atrás, en un pequeño país de la península árabe, tan pequeño y aislado que en otras regiones del mundo generalmente sólo los coleccionistas de estampillas saben de su existencia, se produjo una pugna interna de poder que afectó para siempre la vida del lugar.

 

Esta tierra, que mejor que país podría caracterizarse como un principado, había sido por generaciones gobernada por los descendientes de una familia en particular, la familia El Hamamsy.  Dentro de esta familia, habían habido reyes sabios y generosos, así como otros déspotas y agresivos.  Nunca había gobernado una mujer, siendo el descendiente siempre un varón, el mayor.  No se había dado nunca el caso de que un rey no tuviera hijos varones, como le pasó a Enrique VIII en Inglaterra.  De haber sucedido, igual era poco claro que hubiesen dejado gobernar a una mujer, porque la cultura definía de manera muy formal los roles del hombre y la mujer en la sociedad.

 

A medida que el siglo XX avanzaba, sin embargo, la presión por redefinir los procesos de gobierno se iba haciendo cada vez más fuerte, y muchos pensaban que ya no era época para monarquías.  Otros valoraban la tradición por encima de los conceptos avanzados, y defendían el reinado. La discusión no giraba, como históricamente lo había hecho en otras partes del mundo y de la historia, en torno a la economía y los medios de producción, porque el país era pequeño y contaba con una gran riqueza petrolera, suficiente para mantener a todos mucho más arriba de la pobreza.  Cada ciudadano recibía, por el sólo hecho de haber nacido allí, un pago mensual equivalente al doble del salario mínimo en Estados Unidos.  Los niños también percibían una entrada, aunque menor, lo que permitía a las familias ahorrar, invertir, y tener casi siempre cuentas y asuntos de negocios en el extranjero.  El país mismo producía muy poco fuera del petróleo, porque no tenía necesidad, importando prácticamente todo. 


 

En este país, o principado, habían disputas internas entre las familias poderosas, y entre los que querían acabar con el reinado de Mohammed El Hamamsy se encontraba la poderosa familia Khattar (pronunciado “Jatar”), encabezada por el magnate Atif Khattar, quien, escudado, como hábil político que era, en la necesidad de modernizar el país, empezando por el sistema de gobierno, apoyaba el descontento de los grupos más avanzados.  Estudiantes, profesionales, y algunos inmigrantes, pedían el fin de la monarquía.   Muchos inmigrantes, sin embargo, temían inmiscuirse en los asuntos internos del país, pues llegaban a aplicarse castigos atroces a los foráneos que lo hicieran con poco tacto.  Fresco en la memoria de todos estaba el caso de un adolescente de Oklahoma que había hecho declaraciones a la prensa extranjera en contra del rey y del sistema judicial, y que más tarde había sido descubierto pegando panfletos en las escuelas.  A pesar de los aparentes reclamos del Departamento de Estado de Estados Unidos, que ni tan grandes habían sido, por primar la diplomacia sobre la necesidad de proteger al muchacho, acabaron cortándole el pie derecho y la mano izquierda, y obligándolo a abandonar el país.  Un primo de Atif Khattar había sido uno de los jueces, por lo que la prensa extranjera, haciendo muestra de gran inocencia, había llegado a creer que al joven de Oklahoma lo podrían haber dejado libre, por la rivalidad de Atif con el gobierno del lugar, sin darse cuenta que Atif en persona le había pedido a su primo que lo condenara, pues lo menos que deseaba era la intromisión extranjera en los asuntos internos del país, como tampoco le interesaba llegar verdaderamente a una democracia.  Lo que la familia Khattar realmente buscaba era sacar al rey del poder, para reemplazar la estructura de gobierno por una manejada por ellos, bajo la apariencia de una modernización y democratización del país.  Por si acaso, Atif tenía bien infiltrado todos los movimientos que apoyaba, para no perder control por ningún lado.

 

Fue dentro de este clima político que una gran manifestación de estudiantes y profesionales se lanzó a las calles para pedirle a Mohammed El Hamamsy que dejara el gobierno y llamara a elecciones.  Mohammed, que no era tonto, se daba cuenta de que no tenía grandes opciones.  Por un lado, si renunciaba, la familia Khattar se tomaría el poder, y Atif tenía todas las características de un déspota.  Por otro, dispersar por la fuerza a los manifestantes aumentaría la presión y el descontento contra su gobierno.  Como al cabo de varios días no se le ocurrió nada, la manifestación continuó, hundiéndose el país en un clima de inestabilidad.  La confrontación alcanzó su punto crítico cuando los infiltrantes, por orden de Atif, provocaron a los guardias del palacio, quienes en un momento de tensión cometieron la burrada de disparar, matando a cuatro estudiantes.  A las pocas horas un comando militar bien armado, encabezado por un general que tenía negocios con la familia Khattar, llegó al palacio gritando consignas en contra del rey, siendo recibido con gran alegría por el público, obligó a la guardia a rendirse, tomó prisionero a Mohammed, y declaró que el reinado se había acabado para siempre.  Se produjo una gran fiesta colectiva, expresada más que nada en bailes y rezos multitudinarios en la calle, que duró casi una semana.  Al quinto día fue ejecutado el rey, lo que a alguna gente le pareció excesivo, dado que, después de todo, no había
sido nunca un tirano.  Al sexto fueron ejecutados los consejeros reales y todos los oficiales leales a la monarquía, lo que fue considerado definitivamente excesivo por muchas personas, que comenzaron a pedir explicaciones.  Al séptimo se le pidió a los dirigentes profesionales y estudiantiles que se dispersaran, volvieran a sus ocupaciones habituales, y se dejaran de pedir explicaciones, y al octavo fueron aprisionados o ejecutados todos los que entre ellos no habían cumplido con el pedido.  La fiesta se había acabado. 

 

Atif apareció en televisión diciendo que él, en persona, hablaría con los generales para apaciguarlos y hacer menos dolorosa la transición, y explicó a la gente que no se podían construir los cimientos de una democracia con tanto alboroto, por eso es que se habían tenido que tomar algunas medidas que, a simple vista, parecían drásticas, pero que a la larga serían para mejor. 

 

Mientras tanto, Nabil El Hamamsy, el hijo de Mohammed, cursando su segundo año universitario en Francia, seguía los eventos de sus país con horror, y con la ayuda de algunos ministros y embajadores del gobierno de su padre se preparaba para montar un gran golpe de opinión pública.  Muchos en el principado ya clamaban que Nabil, siendo el descendiente de Mohammed, debía jugar un rol importante en la reestructuración del nuevo gobierno, por motivos de continuidad.  Atif Khattar, creyendo poder controlarlo, lo invitó a entrar, pero Nabil y sus consejeros, sospechando, exigieron garantías para hacerlo.  La negociación no era fácil, porque los generales que apoyaban a Khattar veían la presencia de Nabil con malos ojos, como una potencial debilidad del nuevo régimen, y aconsejaban el rechazo de casi todas las garantías.  Como Nabil seguía tratando de presionar a través de contactos diplomáticos y de la prensa internacional, los generales decidieron liquidarlo, acribillándolo a balazos a la salida del museo del Louvre, en pleno día, hiriendo a varios transeúntes y a dos guardias franceses.  Medida brutal, que atrajo la atención de la prensa extranjera más que cualquier cosa que el mismo Nabil hubiese podido hacer.  Los generales creyeron poder deshacerse del propio Atif, a quien pusieron en arresto domiciliario, y tomarse ellos el poder.  El nuevo gobierno cerró las puertas al extranjero, cortó temporalmente relaciones diplomáticas con el mundo entero, y dispuso una serie de medidas draconianas, comunicadas a través de bandos militares, en el típico estilo de los gorilas que brotaran como cáncer por el mundo a fines de la década del sesenta y comienzos del setenta.  “Derramar sangre es a veces necesario en una democracia” declararon por televisión, inspirados en las palabras de un general sudamericano con complejos napoleónicos.

 

Pero el mundo ya había entrado en otra fase, y las dictaduras no eran tan bien vistas como antes por las potencias occidentales, menos aún si el país tenía petróleo.  Las grandes corporaciones hablaban de “abrir mercados”, de privatización, de estabilidad, de sociedades globales.  Hasta los más conservadores comenzaban a poner en duda la política de la “zanahoria y el garrote” que se impusiera durante casi un siglo desde Estados Unidos para asegurar la conformidad de los países en vías de industrialización.  El incidente a la salida del Louvre, filmado por la cámara portable


de un turista japonés, aparecía una y otra vez en las pantallas de televisión occidentales.  Los partidos de oposición en todas partes clamaban que era el colmo que su respectivo gobierno no hiciera nada, y pronto se empezó a hablar de un posible bloqueo económico.  En vista de la tormenta internacional que se avecinaba, los generales decidieron rápidamente reintegrar a la familia Khattar al gobierno, negociando con ellos el rol de cada cual en el poder, a cambio de ayuda diplomática para rehacer poco a poco las relaciones externas, no fuera que a los bancos occidentales se les ocurriera empezar a congelar fondos como medida de descontento.  Atif Khattar fue nombrado “Jefe de Estado”, mientras se trataba de redactar una constitución y establecer una especie de parlamento con civiles y militares.  A la larga, la estructura gubernamental se convirtió en una especie de monarquía republicana, con Khattar a la cabeza, un invento local que desconcertó hasta a los políticos más eruditos.  

 

El regreso del grupo Khattar al poder, por ser civiles y reconocidos hombres de negocios en esferas internacionales, calmó la desconfianza de los grandes inversionistas.  A las pocas semanas el gobierno ya había conseguido negociar con los capitales norteamericanos y japoneses, que estuvieron de acuerdo en criticar mesuradamente al nuevo gobierno frente a las cámaras de televisión, para no echar a perder su imagen ante el público, pero apoyarlo en privado, a cambio de suculentas inversiones comunes en las áreas de exploración y transporte del petróleo.  Las otras potencias rápidamente siguieron los mismos pasos, y el país volvió paulatinamente al anonimato histórico de siempre.

 

 

 

 

 

Una Tarde en Nueva York

 

 

Completamente ajeno a todo este embrollo, Justiniano del Monte caminaba tranquilo una tarde por Greenwich Village, un barrio bohemio de la ciudad de Nueva York.  A Justiniano le gustaba venir de vez en cuando al ‘Village’, con sus calles llenas de restaurantes y cafés, de joyerías con alhajas de plata o de fantasía traídas del oriente, con sus músicos y magos callejeros, sus locales de jazz, sus tiendas con objetos extraños o eróticos, un barrio rebosante de actividad.  Había cenado temprano, con sus compañeros de trabajo, y no deseaba quedarse en ningún lugar en particular por mucho tiempo.  Sólo caminar, admirar el zoológico humano que paseaba por las calles, investigar si había un espectáculo interesante para el día viernes en la noche, sentarse unos minutos a tomar una cerveza o un café.  Echó un vistazo al Blue Note, pero no conocía el cuarteto que estaba anunciado, y el precio era demasiado alto para un grupo que ni conocía.  Examinó también el Village Vanguard y el Small Café, sin convencerse.  Camino a la plaza denominada ‘Washington Square’, donde solía ir a reír un poco con los hippies, punks, malabaristas y bromistas callejeros, vio un póster anunciando Stanley Turrentine en un bar de la calle Columbus, y decidió que allí iría la noche del viernes.  Justiniano no se hubiera imaginado nunca que años más tarde iba a recorrer esas mismas calles nuevamente en compañía de una coterránea chilena que esa tarde era apenas una joven adolescente, una tal Clara de la Fuente, que se convertiría en el gran amor de su vida, encontrándola en Manhattan en un viaje de paso hacia la provincia de Quebec, cuando ella viniese a visitarlo secretamente.

 

No había querido unirse al grupo de ingenieros que habían tomado un tour alrededor de la ciudad en esos buses de dos pisos, porque él la conocía bastante como para mamarse uno de esos tours y no quería pasar toda la tarde hablando sobre asuntos de trabajo.  Todavía andaba un poco caído por los derrumbes de sus relaciones, y vagar por las calles le hacía bien.  Hacía poco había dejado a Feiruz, su mujer libanesa, con la cual se había llevado estupendo mientras no vivían juntos, pero les había sido imposible llevar una vida de hogar debido a las amarguras que ella acarreaba de su adolescencia y de la relación con su padre, y poco antes Camila, la madrileña, lo había dejado a él, al descubrir a Feiruz, y marchado a Europa con las mellizas, sin tragarse la explicación de Del Monte de que técnicamente no era bigamia por ser el otro un matrimonio musulmán, ni siquiera registrado legalmente en Canadá.  Por eso había aceptado el traslado por un año a Nueva York, para tomar distancia un poco y desahogarse en tierras nuevas.  Los primeros meses había estado a punto de caer en una honda depresión, pasando noches enteras sin dormir, fumando, lo que no era su costumbre, descuidando su trabajo, que llegó hasta a disgustarle, y llamando a menudo para decir que estaba enfermo, sólo para quedarse el día entero en cama, mirando las reflexiones de la luz en el techo, examinando su vida y preguntándose hacia donde diantres se dirigía.  En esos días, no valoraba ninguno de sus logros, y sus fracasos le parecían gigantescos e insuperables.  La ciencia, pasión de su juventud, le daba lo mismo, habiendo terminado su tesis de mala gana, sin dejar de trabajar.  Pensaba que de haber tenido sólo una esposa en lugar de dos al mismo tiempo quizás hubiese podido formar un hogar como soñaba tenerlo, pero el examen hacia el pasado lo llenaba de dudas, puesto que su relación con Camila, la más larga de las dos, había estado llena de altos y bajos desde que se habían visto forzados a salir de Chile después del golpe, sin un peso, debiendo ambos trabajar y estudiar al mismo tiempo, sin tener casi nunca tiempo para dedicarse el uno al otro.  Cuando Camila, también profesional, había comenzado a hacer largos viajes y dejarlo semanas y hasta meses solo, había terminado encontrando a Feiruz y teniendo una hija con ella.

 

Menos mal que había logrado que la empresa le asignara un departamento familiar, porque así pudo arrendar las dos piezas desocupadas y no estar completamente solo.  Una la había arrendado una pareja de africanos de Costa de Marfil, quienes la tomaron sólo por seis meses, mientras completaban un seminario en la universidad, y hacía dos meses se habían marchado.  La otra estuvo más de un mes libre, no porque no hubieran candidatos, que llegaban como hormigas y le ofrecían el oro y el moro por la pieza, sino porque a Justiniano no le gustaba ninguno, por razones intuitivas.  La espera fue una bendición, porque una noche, mientras escuchaba unos tangos de Astor Piazzola, llegó Ruperto Di Pietro, argentino que venía ese mismo
día de separarse de su mujer, con las lágrimas aún en la cara, a preguntar por la pieza, convirtiéndose casi en forma instantánea en uno de los grandes amigos de Justiniano.  Entre las conversaciones de sobremesa y las salidas con Ruperto, la música de Bach y Piazzola, y una nueva costumbre nocturna, fue saliendo poco a poco del hoyo anímico.  La nueva costumbre surgió como necesidad de desahogar sus angustias cuando le bajaba el insomnio, y consistía en irlas pasando de su pecho al papel.  Difícilmente al comienzo, pero cada vez con mayor facilidad, pronto descubrió que la costumbre no sólo le servía para sacarse las angustias, sino también para soñar, putear el destino, inventarse otras vidas, y jugar con su lengua natal.

 

Ahora, mientras caminaba por Washington Square en dirección al tren subterráneo, se daba cuenta que estaba llegando el momento de deshacerse de las piedras interiores, regresar definitivamente a Montreal, su querida ciudad, a la que había dedicado su tesis, y entregarle cariño a Yanún, su hija árabe, como la llamaba él, pues la madre había ido a Beirut a dar a luz, y a sus queridas mellizas cuando vinieran a pasar el verano con él.  Con un poco de convicción, pensó, tal vez podría hasta convencer a Camila de que le enviara las mellizas por un año o dos.  Poco después se dio cuenta de que la convicción por sí sola no bastaba, debiendo ser reforzada por un buen abogado, aunque en ese momento, caminando por la Séptima Avenida en Manhattan, este tipo de batallas era lo último que podría haber pasado por su mente.

 

Caminó otro rato tranquilamente, observó sonriendo como un fulano hacía trucos con naipes en una mesa callejera, mientras sus secuaces le sacaban cuidadosamente la billetera a los mirones desprevenidos que se juntaban a su alrededor, se tomó un jugo de tamarindo con guanábana en un boliche naturista caribeño, y se metió al tren subterráneo para volver a su departamento.

 

 

 

 

Un Detalle Femenino

 

 

En una pequeña sala de reuniones en el palacio presidencial de un país de la península árabe, tres hombres examinaban unos documentos en una mesa redonda.  Era la sala privada de los consejeros de Atif Khattar, el Jefe de Estado de la recientemente establecida monarquía republicana.  Fuera de los cuatro guardaespaldas que vigilaban la entrada con metralleta en mano, nadie sabía que la sala estaba en uso a las cuatro de la mañana, y pocos hubiesen imaginado el descubrimiento que estaba siendo discutido.  Atif en persona examinaba los documentos sin dejar de mover la cabeza y fruncir el ceño.

 

El general Gassan, jefe de la policía secreta, a quien se le atribuía ser autor intelectual del atentado que acabara con la vida de Nabil El Hamamsy e hiriera a

varios franceses frente al Museo del Louvre, intercambiaba miradas graves con Khattar.  Con su reputación de hombre misterioso, ladino, y despiadado con sus enemigos, hasta el propio Khattar le temía.  Sentado entre ellos, un tipo alto y delgado, de tez blanca y pelo café claro, al que conocían sólo bajo el nombre de ‘Roberts’.  El gringo tomó su maletín negro, marcó la combinación del cerrojo con el maletín en su falda, para que los otros no la observaran, extrajo unas fotos y las puso sobre la mesa.  Roberts, de mirada seca y pocas palabras, disfrutaba por dentro del efecto que su material producía en los árabes.  Después de años de trabajar como oficial de inmigración en la oficina de Los Angeles, California, en el departamento de deportaciones, había por fin logrado conseguirse un puesto en la CIA, que le parecía notablemente más interesante.  Cansado de deportar mexicanos y maltratar inmigrantes, durante años buscó a través de contactos que la Central se interesara en él, lográndolo finalmente por casualidad, al identificar entre sus detenidos que esperaban deportación a un terrorista que la Central buscaba.  Ahora había sido enviado al lugar con el resultado de una investigación clasificada altamente secreta.  Lo que ni Roberts ni Gassan sabían era que el mismo Atif Khattar había iniciado esa investigación, a través de viejos contactos en la CIA.  Khattar sabía de antemano el resultado, pero necesitaba montar la operación sin aparecer como responsable, para poder lavarse las manos si el asunto llegaba a salir a luz.  Después de todo, al siniestro Gassan ya le atribuían varios asesinatos, uno más no sorprendería a nadie.

 

A pesar de todo, Atif apenas podía mirar las fotos.  Un remordimiento le recorría la espalda y le quemaba la boca del estómago al ver la cara de la joven mujer que en más de una oportunidad hubiese sentado de niña en sus rodillas.  Gassan lo miraba con desprecio, interpretando su malestar como vacilación.  Roberts se moría de ganas de cruzar las piernas y mascarse unas gomas, pero su unidad lo había entrenado en lo que se refiere a las costumbres locales, con énfasis en lo que no se debe hacer.  Atif dejó que Gassan examinara todo en silencio, y por fin le dijo “tú eres el experto en estos asuntos, lo dejo en tus manos”.  E inmediatamente después, mirando a Roberts, “de aquí en adelante tratará directamente con el general Gassan y su equipo, él sabrá lo que se hace y tomará las decisiones del caso.  Yo a usted no lo conozco”.  Roberts, a pesar de que debió haber previsto el resultado de la reunión, se sintió un poco sorprendido.  Gassan lo tranquilizó, dándole cita para esa tarde en su cuartel.

 

 

 

 

 

Una Noche Particular

 

 

El viernes por la tarde, Ruperto y Justiniano se afanaban por terminar la traducción de la semana.  Como trabajo complementario, los amigos traducían algunas tiras cómicas, un consultorio sentimental, y el horóscopo semanal para la empresa United  Media, lo que les proporcionaba una fuente fácil de dinero extra.  La empresa utilizaba las traducciones para el mercado latinoamericano.  El envío de los artículos se hacía los viernes, por computador, y los hombres dejaban siempre para última hora el horóscopo, que era lo más simple y entretenido.  En lugar de traducir los textos insípidos destinados al mercado norteamericano, inventaban sus propias predicciones, dictando uno y escribiendo el otro, salpicándolas con la pimienta característica de los latinos.  La editora, una simpática cubana que coqueteaba con los dos hombres, hacía la vista gorda, aprovechando que su jefe no entendía español.

 

“¿Y ché, a quién le toca dictar hoy?

“A mí, tú dictaste la semana pasada.”

“Entonces qué esperás, loco.  A ver, Capricornio…”

“Sus problemas sentimentales alcanzarán su punto cúlmine esta semana…”

 

En un par de horas ya tenían listos todos los signos para los siete días de la semana.  A las seis y media, Justiniano del Monte y Ruperto di Pietro salieron contentos de casa, con destino a una función de jazz del tenor saxofonista Stanley Turrentine, “Mister T”, que curiosamente tocaba en un bar de la calle Columbus en lugar del Blue Note en Greenwich Village, donde aparecía generalmente.  Columbus no sólo quedaba más cerca del departamento que Justiniano y Ruperto compartían, los lugares allí eran además generalmente menos caros que el famoso local del Village.  Salieron con bastante anticipación, dispuestos a caminar las cincuenta cuadras cortas y dos cuadras largas necesarias para llegar al lugar.  Habían hecho reservación, la noche estaba apenas fresca, estrellada y tranquila, tenían tiempo de sobra.  Prometía ser una noche decididamente agradable.

 

Caminaron por la calle Broadway, frente a la Universidad de Columbia, y se detuvieron en un café italiano a tomarse un capuchino.  Siguieron hacia abajo, cruzaron por la 81 hacia Columbus, y se sentaron en un banquillo cerca del Museo de Historia Natural.  Ya no les quedaba mucho por andar y todavía faltaba casi una hora para la función.  Las calles norte-sur en Manhattan se caminan rápido.  A lo lejos se sentía una sirena policial, lo que no era desacostumbrado en la maraña de ruidos que constantemente pueblan la ciudad de Nueva York.  Siguieron conversando tranquilamente hasta que faltaba poco más de media hora.  “Vamos, Justo, mejor llegar un poco antes”, dijo Ruperto, levantándose.

 

Se adentraron Columbus abajo.  La primavera estaba empezando, los árboles estaban brotados, se apreciaban algunas flores.  Columbus, un barrio típicamente anglosajón a esa altura, estaba lleno de restaurantes extranjeros, algunos que ya empezaban a sacar mesas y sillas a la vereda, pequeñas tiendas de ropa de moda y de novedades, mucha gente caminando a ambos lados.  Ruperto, más alto, caminaba a grandes pero parsimoniosos trancos, Del Monte a pasos cortos pero más rápidos.  Las sirenas, porque ahora parecían dos en lugar de una, se iban acercando.  Algunos automóviles empezaban a detenerse a un costado, los taxis aprovechaban para apurarse y pasar adelante.  Los autos policiales llegaron por fin, con sus luces rojas girando sobre el techo.  El ruido se hizo fuerte por unos segundos y luego disminuyó.  La gente y los vehículos siguieron su camino.  Pero no por mucho, porque para sorpresa de todos, a las tres cuadras los patrulleros se detuvieron, bloqueando el tráfico.  “Vaya, Ruper, parece que hay un jaleo un poco más allá, espero que no vengan a estorbar el paso y nos arruinen la noche”.  “No, ché, no creo que…” iba diciendo Di Pietro, cuando de pronto, salidos de quién sabe donde, cuatro vehículos policiales más se detuvieron a una media cuadra de donde iban ellos.  Uno más llegó del oeste por la calle transversal, y otro más del este.  El tráfico quedó enteramente bloqueado, y muchos transeúntes comenzaron a darse la vuelta.  Pero Ruperto y Justiniano continuaron, empecinados en llegar al concierto.  Una cuadra más abajo, sin embargo, empezaron a salir policías a pie, algunos con revólver en mano, azuzando a la gente a salirse del camino.  Algunos choferes y pasajeros se bajaron corriendo para cualquier lado, los comensales sentados frente a las mesas callejeras se levantaron, los transeúntes se apretujaron y pronto todo se convirtió en un tumulto de gente desconcertada.  Dos oficiales armados llegaron corriendo frente al grupo donde estaban los dos amigos, gritando que se salieran del camino, y en la confusión Justiniano corrió para un lado y Ruperto para el otro, perdiéndose entre la gente.  “Qué mierda es este circo” fue lo último que Ruperto alcanzó a escuchar de boca de su amigo antes de perderlo de vista.

 

Justiniano se unió a un pequeño grupo que se alejaba por una calle pequeña hacia el este, acercándose al Central Park.  Había coches policiales hasta la entrada misma del parque, y era imposible seguir bajando hacia el sur y acercarse al lugar del concierto.  De mala gana Del Monte entró al parque, donde estaba por fin despejado, maldiciendo a la policía por causar tanto barullo.  Sin perder aún las esperanzas comenzó a bajar por dentro del parque mismo.  Estaba oscureciendo.  A pesar de su paso presuroso, casi corriendo, alcanzó a ver de reojo una sombra que parecía caer a su derecha, bajo un arbusto.  Creyendo que una señora o una muchacha se había tropezado, Del Monte se volvió con la intención de ayudarla.  Pero al llegar al lugar no vio a nadie.  Asombrado, comenzó a dar vueltas alrededor del arbusto.  Casi se le salta el hígado por la boca cuando de pronto una mano lo agarró del brazo izquierdo y le dio un tirón hacia abajo.  Cayó en su rodilla izquierda y apenas alcanzó a poner la otra en el suelo, para equilibrarse.  Las palabrotas, sin embargo, se le quedaron en la garganta, porque sintió el caño helado de una pistola en su sien.  A pesar del barullo en las calles, Del Monte no escuchó ni sus propios latidos por unos segundos, que le parecieron interminables.  Si no hubiese ido al baño en el café, la escena hubiese sido aún peor.  Sin saber por qué dijo, “me rindo”, con un deje de broma en el tono.  Entonces escuchó lo que le pareció una persona exhalando un suspiro de exasperación, y el caño se distanció unos centímetros, lo suficiente como para que Del Monte, de reojo alcanzara a ver a la mitad de la silueta de quien lo tenía cautivo.  Era una silueta femenina.

 

A unas cinco cuadras de allí, Ruperto no conseguía salir del cerco policial que ahora rodeaba todas las calles.  Los uniformados daban instrucciones a la gente, de irse para acá o para allá, pero tarde o temprano los peatones se topaban con alguna barrera.  Los bares y restaurantes habían cerrado sus puertas por precaución y no dejaban entrar a nadie, salvo a la policía.  Aunque al comienzo muchos gritaban o se tiraban al suelo, después de un rato de no escuchar ningún disparo ni percibir una pelea, la gente empezaba a mirar a los uniformados con suspicacia y a adoptar un aire rebelde.  “Seguro que viene el alcalde u otro cabecilla político” decían algunos.  Las barreras empezaron a ser franqueadas, salvo hacia el sur, que seguía bloqueado.  De mala gana, Di Pietro caminó hacia el norte, dando por perdido el concierto, hasta que logró salir a terreno libre.  Allí, resignado, llamó a un taxi y se volvió a casa.  Justiniano no había llegado y no había ningún mensaje en la respondedora.

 

Mientras tanto, la mujer y su prisionero habían logrado intercambiar algunas palabras, con cautela.  Del Monte se sentía un poco menos incómodo al notar que la mujer, que parecía tener no más de veintidós o veintitrés años, no daba la impresión de ser una criminal empedernida, y se veía más bien nerviosa e indecisa.  El arma no era más que una pistola de bolsillo, de caño corto.  Justiniano trataba de convencerla de que no iba a hacerle daño, y que ella no ganaba nada apuntándolo con el arma.  En un momento dado se empezaron a escuchar pasos y carreras, cada vez más cercanos, y la joven a sentirse cada vez más confusa, sin saber qué hacer.  Aprovechando, Justiniano le dio un manotón a la pistola y se la quitó, segundos antes de que los pasos se sintieran encima.  La joven dio un pequeño grito de alarma, y parecía que iba a estallar en un sollozo.  Del Monte, casi sin pensarlo, escondió el arma bajo su propio cuerpo y la abrazó.  Dos policías, con arma en mano, dieron vuelta una rama y los vieron.  Pero como andaban buscando a dos mujeres y no lo que les pareció una pareja de enamorados haciendo diabluras en el parque, siguieron inmediatamente su camino, sin hablarles siquiera.  Justiniano y la mujer se quedaron así unos minutos, por si acaso.  Después él le dijo, “mira, no tengo idea lo que has hecho o por qué te andan buscando, pero yo te voy a ayudar a salir de este embrollo, sólo por esta vez.”  Al poco rato, poniéndose de pie, “quédate aquí, no te muevas”.  Se metió la pistola en un bolsillo y se marchó.  La mujer, aterrada, se quedó quieta bajo el arbusto.

 

Desde una cabina telefónica, Del Monte llamó a casa, sintiendo un gran alivio cuando Ruperto contestó.

 

“Oye Ruperto, no adivinarías nunca lo que está pasando, así es que ni trataré de explicarte, pero necesito tu ayuda.  Vente en un taxi por Central Park West, tómenla bien arriba para evitar las barreras, y espérame en la esquina de la setentisiete.  Tardaré un par de minutos después de verte, para estar seguro, no se vayan a ir.  Disculpa, pero no puedo hablarte más”.

 

Veinte minutos después un taxi se detenía en la esquina indicada.  Después de unos minutos Ruperto vio, con gran sorpresa, a su amigo del brazo de una mujer.  Al llegar al vehículo Del Monte se dio cuenta de que su acompañante, en un descuido suyo, había recuperado la pistola.  Antes de subirse le susurró “guarda eso y disimula, no ganas nada con hacer otra cosa”.  “¡Hola!” le dijo Ruperto a la mujer, que no respondió.  Volvieron en silencio.

 

Una vez en el departamento, Ruperto insistió, preguntándole esta vez a su amigo, “¿quién es?”  Para sorpresa de Del Monte, sin embargo, ella misma respondió, seria y con un cierto aire orgulloso, “Yumana”.

 

 

 

 

 

La Mañana del Sábado

 

 

Yumana El Hamamsy durmió como un tronco toda la noche y gran parte de la mañana en el tercer cuarto, el que habían dejado hacía dos meses los africanos y ahora Ruperto y Justiniano usaban de estudio.  Los hombres la dejaron dormir, daba la impresión de estar agotada.  La noche anterior, antes de darse una ducha y acostarse, Yumana había devuelto la pistola a Justiniano, en un momento en que Ruperto no los veía, y Del Monte la había descargado y escondido en un cajón del escritorio, envuelta en un pañuelo, detrás de libros y papeles.  Sabiendo que no tendría muchas oportunidades de escapar por sí sola, la joven prefería entregarse a las manos de estos dos extraños, en quienes veía por lo menos una posibilidad de ayuda.  El hecho de que hablaran otra lengua entre ellos, que sin poder asegurarlo le pareció ser la lengua española, le daba esperanzas, por razones intuitivas.  En sus años en Estados Unidos había aprendido que, al revés de los descendientes de europeos, los latinoamericanos y los negros no se largan a llamar a la policía al menor inconveniente, y a menudo desconfían más de los uniformados que de los mismos delincuentes.  De alguna forma el departamento le daba una impresión de calidez, los hombres no parecían peligrosos, y estaba tan cansada que no tenía ganas de seguir batallando.  Habiendo recuperado su orgullo, les dijo que quería darse una ducha y dormir, y dejar las explicaciones para el otro día. 

 

Justiniano le contó a su amigo que la había encontrado escondida bajo un arbusto en un rincón del Central Park, y decidido a ayudarla sin saber muy bien por qué.  Lo de la pistola ni se lo mencionó, para no asustarlo. 

 

“¿No te imaginás ché que todo el barullo sería por ella? ”.

“No, no creo.  A mi no me parece más que una muchacha asustada”.

“Y sí, es sólo una piba, pero uno nunca sabe”.

 

Esa mañana Ruperto fue a comprar una botella de jugo al boliche de los jugos sabrosos, a dos cuadras, mientras Justiniano preparaba el desayuno.  Tomaron desayuno y especularon un rato sobre el personaje que dormía como un lirón en la otra pieza.  Como las horas pasaban, empezaron a meditar sobre otros detalles de orden práctico.

 

“Helen no llega hasta el mediodía, ¿cierto?”

“Ah, sí ché, tenés razón.  ¿Qué le decimos?”

“Bueno, dile que es mi amiga.  ¿Es celosa?”

“Digamos, no creo que yo le dé razones.  Pero estamos recién saliendo y vos sabés, las mujeres son siempre celosas.  Y si es tu amiga, ¿por qué está durmiendo en el tercer cuarto?”

“Ah, qué se yo.  Somos amigos no más”.

 

Pero Helen llegó como a las diez y media.  Yumana aún dormía.  Los hombres no le dijeron nada por el momento, esperando la ocasión.  Ruperto tenía un televisor en su cuarto y los invitó a ver las noticias de la mañana.

 

“¿Seguro que no quieren privacidad?”

“No, Justiniano, todavía no” dijo Helen casi riendo.  “Tal vez un capuchino”.

 

Con su pelo rubio cortado a lo ‘Robin Hood’, su sonrisa ancha y su dulzura habitual, Helen era el prototipo de la amabilidad y la simpatía.  Mientras preparaba el capuchino con un aparato giratorio manual para revolver la leche caliente,  traído de Montreal, Del Monte pensó que su amigo había tenido suerte de encontrarse relativamente pronto a una potencial compañera como ella.  A pesar de que rara vez veía televisión, que más que placer le causaba dolor de cabeza, Justiniano se sentó junto a la pareja a ver las noticias y tomar café.  Las noticias apenas las escucharon, porque entre sorbo y sorbo se pusieron a charlar de cualquier cosa.  El aparato sonaba a trasfondo.

 

“¿Y cómo estuvo el concierto?  Lamento haber tenido turno en el trabajo anoche y no haber podido acompañarlos” dijo Helen de pronto.

 

Los hombres se miraron y se produjo un silencio.  Helen se quedó esperando una respuesta, sorprendida.  En el silencio, se escucharon las voces del televisor, los dos se voltearon, y quedaron con la boca abierta al ver la calle Columbus, los autos patrulleros y la gente arremolinada.

 

“No pudimos llegar, ché”

“¿No digas?  ¿Y por qué?”

“Por eso, Helen” contestó Justiniano, apuntando a la pantalla.

 

Las imágenes mostraban parte del embrollo.  Entre un grupo de gente, con cara de disgusto, el propio Ruperto.

 

“Pero mirá, si soy yo”.

“De veras, y qué carota tienes”.

“Ah, es que nos echaban de un lado para otro, como ovejas”.

“¿Y Justiniano, no andaba contigo?”

“No, es que, a ver, ¡shhh!  Dicen algo”.

 

“A pesar de cerrar un radio de seis cuadras y tres avenidas donde habían sido divisadas, la policía fue incapaz de atrapar a las dos terroristas, que debieron seguramente escapar en el tumulto.  Veamos que nos dice nuestra corresponsal Sarah Feinstein desde la calle Columbus, donde entrevistó al Sargento de la unidad”…

 

“Bah, si son las mismas noticias de anoche”, interrumpió Helen, restándole importancia.  “Así es que por eso no pudieron llegar, ¿eh?, y qué hicieron”.

 

Pero los dos hombres estaban lívidos.  Ruperto se agarró la cabeza. 

 

“Estee, bueno, ché…”

“Helen, disculpa lo mal educado, pero tengo que pedirte un favor” dijo Justiniano, atravesando a Di Pietro con la mirada, “sabes, viene una amiga, debe estar por llegar, y bueno, me da un poco de vergüenza decirlo, pero la privacidad, tú sabes”.

“Ah, parece que hay buenas expectativas, Justito” soltó Helen, sonriendo.  “No hay problema, Ruperto y yo salimos a caminar, el día está tan lindo de todas maneras, como para quedarse encerrados.  ¿Vamos?”

“Estee… Justiniano, ¿estás seguro de que no necesitás ayuda?”

“¡Ruperto!” exclamó Helen.

“No, digo yo, puede ser peligroso”.

“¡Ruperto!  Ya, no lo embromes más”.

 

Justiniano y Ruperto intercambiaron una mirada capaz de freír un huevo en el aire.  De mala gana Di Pietro se echó al hombro su saco liviano, mientras Helen le daba un beso de despedida a Justiniano.  Un minuto después Ruperto volvió solo, “a buscar la billetera”, a pesar de que ya la tenía en el bolsillo.

 

“Ché, no puedo dejarte solo, con la nena esa, capaz que regreso y te ha partido la nuca en dos” - le dijo en voz baja.

“¿Y qué quieres, que Helen se dé cuenta?  Mira, anda tranquilo, y no se te ocurra decir una palabra, porque quizás seamos cómplices de quién sabe qué.  De todas maneras, la tipa no parece peligrosa.  Quizás ni sea una de las que andan buscando.  En serio.  Llévate a Helen al barrio chino, o al Soho, no se aparezcan por un buen rato”.

 

 

 

 

Secretos de Estado

 

 

A la once y media, el ascendiente calor de un medio día primaveral y el olor a café fresco rescataron por fin a la mujer de su profundo sueño.  Justiniano la esperaba con un pote de café recién hecho y pan recién horneado, que generalmente hacía los domingos, pero se había puesto a hacer ahora para ocuparse en algo mientras la esperaba.  Yumana se levantó confundida, pero con ganas de conversar.  Mas le bastó una mirada a Del Monte para darse cuenta de la desconfianza del hombre.  Después de asearse un poco se sentó a merendar.  Pan, queso brie, jugo, café, los olores eran demasiado tentadores como para ponerse a dar explicaciones.  Del Monte se sirvió un pan con queso y un café y la dejó servirse lo que quiso y desayunar en silencio.

 

“Esta mañana escuchamos las noticias” dijo por fin.

 

Yumana lo miró con desesperación, comprendiendo el por qué de su desconfianza.  “Yo no soy lo que ellos dicen” fue lo único que atinó a decir.  Al tomar nuevamente la taza de café para llevársela a sus labios se quedó con la mano a medio camino, y brotaron las lágrimas.  Se notaba que hacía un esfuerzo por contenerse, pero no podía.  Justiniano la miró sorprendido, sin saber bien qué hacer.  Mientras la había esperado, cien ideas locas le habían pasado por la cabeza, y hasta había escondido un martillo en un recodo de la mesa en caso de que la mujer lo atacara.  Ahora le quitó suavemente la taza de la mano antes de que se derramara el café, y ella largó el llanto. Después de calmarse, ella le preguntó,

 

“¿el nombre El Hamamsy, te dice algo?”

“No.  Disculpa, pero no me dice nada”.

“Mi padre, Mohammed El Hamamsy, era el rey de un país en la península árabe, de…”

“Ah, sí, ahora me acuerdo.  Ahí donde hubo todo ese jaleo, el tipo que mataron en París…”

“Nabil, mi hermano”.

“Lo lamento”, dijo Justiniano, después de un silencio.  Como el silencio continuara, Justiniano decidió interrumpirlo y darle ánimo.

 

“Mira, Yungana, yo…”

“Yumana”

“Disculpa, Yumana.  Yo vengo de Chile, y también me tocó vivir hace unos años una tormenta política de gran magnitud, cuando era adolescente.  Algunos de mis amigos terminaron en prisión o desaparecidos, generalmente sin motivo alguno, y muchos debieron irse a otro país, acabando repartidos por todo el mundo.  Lo que te quiero decir es que no soy ajeno a este tipo de circunstancias.  Reconozco sí que mi familia no fue, quiero decir…”  Recién entonces Del Monte comprendió la tragedia de la mujer, y las palabras se le secaron en la garganta.  Después de unos segundos le tomó una mano con las dos suyas, diciéndole “ya-ala tajírac”.  La muchacha abrió bien sus grandes ojos y se quedó mirándolo.

 

“¿Cómo sabes, hablas árabe?” balbuceó. 

“Bueno, no mucho, sólo unas palabras.  Tengo una hija árabe”.

“¿Tú?”

“Sí, bueno, es una larga historia”.

“Pero, ¿de dónde, cómo?  Cuéntame”.

 

Del Monte le contó un poco de su vida, el éxodo de su país, sus enredos amorosos, sus hijas.  La mujer se fue calmando. 

 

“Bueno, ahora cuéntame tú.  Por qué te anda buscando la policía norteamericana, por qué dicen que eres terrorista, quién es la otra mujer a la que andan buscando”.

“¿Andan buscando, cómo, no la han tomado todavía?”

“No, de acuerdo a las noticias, andan buscando a dos mujeres”.

 

Yumana levantó sus manos al cielo, exclamando, “ala, shukrán, ala, shukrán” y después, pidiendo un vaso de agua, “kebeit mai, amel maaruf”.  Del Monte se lo pasó, acomodándose luego para escucharla.

 

“Cuando yo nací, mi padre me escondió de la vista pública, a causa de una profecía.  Un profeta de fines del siglo pasado había vaticinado que el primer rey que tuviera una mujer antes que un hombre sería el último rey que gobernaría el país, siendo él y toda su familia asesinados por sus enemigos.  Temeroso de la superstición popular, mi padre me hizo criar por mi tía, una prima de mi madre.  Sin embargo sus amigos, consejeros, y familias cercanas al gobierno sabían exactamente quien era yo.  Entre ellos la familia Khattar, con quienes aparentemente se llevaba bien en ese entonces.  De hecho Atif, quien eventualmente fraguara el golpe contra mi padre, me tuvo varias veces en su casa y hasta en su falda.  Como mi hermano Nabil había nacido dos años después, la descendencia al trono estaba determinada, y al llegar a la adolescencia nos enviaron a mi tía y a mí a vivir a Francia.  Pero hace dos años, cuando Nabil decidió ir a hacer sus estudios universitarios en París, mi padre pensó que era peligroso, pues Nabil y yo nos queríamos mucho y de seguro íbamos a querer juntarnos.  Para no arriesgar que fuésemos vistos juntos y se empezaran a atar cabos, me enviaron a seguir mis estudios en Estados Unidos.  Entré al Wellesley College, en Massachusetts, ¿lo conoces?”

“Sí, mi hermano me llevó a visitarlo cuando vivía en Boston.  Es un college privado, con un campus muy lindo, fuera de la ciudad”.

“Claro, ahí estaba un poco recluida del mundo.  Mi tía también vino, aunque yo ya no la necesitaba, pero todo debía hacerse según se designara.  Entré allí con nombre y papeles falsos, naturalmente.  No te imaginas lo que sentí al saber la muerte de mi padre.  Pero el golpe realmente devastador vino con el asesinato de Nabil en París.  Con algunas compañeras y una profesora, decidimos organizar una sesión de denuncia en la universidad.  Desgraciadamente fui obligada a guardar silencio, porque la familia mandó de inmediato a dos primos que me prohibieron estrictamente hablar de lo que estaba pasando con un extraño, mucho menos en público, por razones de seguridad, y comenzaron a cuidarme y vigilarme día y noche.  Me tenían asfixiada.  Utilizando el computador de la universidad, seguí comunicándome con mis amigas, testaruda como soy, y logramos reorganizar la sesión un mes después.  Pero cuando ésta finalmente se llevó a cabo, el balance político ya había cambiado, los militares habían dejado a Khattar y su familia a la cabeza del gobierno, y los capitales petroleros de los países occidentales firmado acuerdos económicos con ellos.  En la sesión había mucha gente sacando fotos, hombres de traje y corbata que contrastaban con los estudiantes y profesores invitados.  Una semana después, mi profesora, de quien me había hecho amiga, me dijo en privado que una organización de gobierno había llamado esa mañana a la dirección del college, diciendo que yo era una terrorista árabe matriculada con nombre falso, pidiendo datos acerca de mi habitación en el campus y advirtiendo que vendrían a la mañana siguiente para arrestarme.  Esa misma noche uno de mis primos recibió un llamado de mi país advirtiendo que el general Gassan, jefe de la policía secreta, me quería asesinar, y que estaba trabajando con un grupo de la CIA.  Las dos abandonamos inmediatamente Massachusetts y nos vinimos a Nueva York.  Pero Gassan y los suyos fabricaron pruebas falsas de que mi tía y yo éramos miembros de un comando terrorista árabe preparando un atentado en Estados Unidos, y se aseguraron de hacerlas distribuir a todos los organismos policiales del país.  Nuestras fotos salieron hasta en la televisión.  La otra noche un mesero nos reconoció y llamó a la policía.  Debimos arrancarnos por la cocina del restaurante, y por desgracia tuve que encañonar a uno de los cocineros que trató de atajarme”.

 

“¿Le hiciste daño?”

“Yo no le hice nada, fuera de darle un susto, sólo le apunté y lo obligué a dejarnos salir.  Una vez en la calle decidimos separarnos.  Más tarde me topé contigo, en el parque”.

 

Se produjo un largo silencio, quedando ambos pensativos, inmóviles.  Del Monte quebró la tensión bebiendo un sorbo de café de la taza de la muchacha, y sonriéndole después.  Finalmente le dijo, “mira, yo no sé en qué enredo me estaré metiendo, pero te voy a ayudar.  Dime tú cómo, porque yo no tengo idea de lo que podemos hacer.  Digo, te puedo esconder todo lo que tú quieras, pero, ¿y después?  ¿Tienes alguna idea de lo que quieres hacer, o a dónde quieres ir?”

 

Nuevo silencio.

 

“No estoy muy segura.  Por el momento quiero tener tranquilidad para pensar, y de a poco ir contactando algunas personas.  Pero no puedo ni salir a la calle sin correr riesgos.  Si tú y tu amigo me pueden albergar unos días, creo que sería un punto de partida”.

“No creo que Ruperto objete, hablaré con él”.

 

Al cabo de una hora Ruperto llamó por teléfono, tal como Justiniano había previsto.  Quedaron de juntarse en la tarde, solos, en un café del Village.

 

 

 

 

Renovada Apariencia

 

 

Con dificultad, Justiniano logró convencer a Ruperto de proteger a la mujer.  Pero de la conversación fueron saliendo ideas.  Para empezar, llevarían a Yumana donde Shareen, vieja peluquera del Harlem, una negra de unos ochenta años que se estaba quedando ciega, pero seguía atendiendo clientes en una pequeña sala del subterráneo de su casa.  Hacía cinco años, cuando ella comenzó a perder público por su lentitud, su marido, que era alrededor de quince años más joven, había cerrado la peluquería y dividido el subterráneo en dos, una sala grande y una sala chica.  En la casa vecina, apareada a la de ellos, vivían tres hermanos dominicanos con sus padres viejos.  Aliados con los hermanos, inventaron una sala de juegos en la sala grande, que administraban entre los cuatro.  Se jugaba naipe y dominó por dinero, cobrándose una entrada de dos dólares por persona, y los ganadores tenían que contribuir con el diez por ciento de sus ganancias.  En la puerta había siempre uno de los hermanos vigilando.  Los hermanos no permitían la entrada a ningún borracho y las armas estaban estrictamente prohibidas.  Si se acercaba un policía o un desconocido, bastaba un chiflido o una seña y todo lo que oliera a dinero desaparecía rápidamente de la vista.  A menudo venían de visita los nietos y bisnietos de la pareja, y contribuían a vigilar.  El ambiente hogareño había convertido el lugar en una sala de juegos más bien tranquila, donde no se apostaba mucho dinero y la mayoría de los jugadores eran viejos o retirados, casi siempre negros o latinos.  El negocio bastaba para mantener a las dos familias y nunca había habido un altercado policial.  La sala chica estaba reservada para Shareen, que casi no tenía trabajo, pero aún atendía, a pedido, a sus clientes más fieles, quienes se negaban a ir a otra peluquería.  Tanto Justiniano como Ruperto, después de algunas sesiones casuales de naipe y dominó en la sala grande, se habían hecho amigos de Shareen, y hecho atender por lo menos una vez por ella.  Shareen no sólo cortaba el pelo, además emparejaba barbas y bigotes, hacía manicuras y pedicuras, pintaba cejas y pestañas, empolvaba caras, y hasta teñía canas.  Hacerse tratar por ella era una verdadera ceremonia, podía tranquilamente demorarse dos horas o más, procedía con una parsimonia y delicadeza que bordeaba en lo místico, intercalando anécdotas y largos silencios en forma impredecible, mientras sus largas y arrugadas manos se movían con sutil sensualidad sobre la piel o cabellos del cliente, en la ejecución de sus tareas.  No toleraba a las personas que hablaban mucho, y le gustaba que los clientes hablaran sólo para responder a sus preguntas.  Cobraba menos de la mitad de lo que cobraban las otras peluquerías, y no aceptaba propinas en dinero, pero sí regalos, que los clientes entregaban antes de iniciarse la ceremonia.  Jamás atendía más de tres clientes en un día, y raramente más de dos.

 

Shareen y Yumana se amistaron a los cinco minutos de verse.  Yumana, aconsejada por Ruperto y Justiniano, llegó con el cuento de que acababa de terminar amargamente una relación, y quería cambiar su apariencia y renovar su espíritu.  Shareen le hizo saber que después de una sesión con ella quedaría lista para una nueva vida.  En dos horas y media cambió radicalmente la apariencia de Yumana.  Le cortó los cabellos desde la parte baja de la espalda, donde los tenía, hasta los hombros.  Las cejas gruesas se estilizaron.  Las pestañas súbitamente parecían ser el doble de largas.  Los ojos adquirieron un leve toque oriental.  Las uñas, que eran un desastre, quedaron todas parejas y pintadas rosa pálido.  Shareen alabó la costumbre de Yumana de pintarse las uñas de los pies, que necesitaron poco trabajo, y en premio le limó cuidadosamente hasta las callosidades más leves y le hizo un largo masaje en los pies. 

 

Tras la renovación a manos de Shareen, los hombres la llevaron a comprarse bluyines, zapatillas y blusas estilo occidental.  A Yumana, quien a pesar de vivir afuera guardaba un aire tradicional en el vestir, casi le dio un ataque al mirarse en el espejo, pero se resignó al pensar en las circunstancias.

 

Como Yumana expresara su deseo de establecer correspondencia con ciertos contactos en Boston y en París, Justiniano abrió una casilla de correo a su nombre, entregándole luego la llave a ella.  La mujer escribía una o dos cartas todos los días.  Del Monte le dio además una clave telefónica que él usaba para negocios de su empresa, para que pudiera llamar sin dejar registrada la llamada en la compañía local.

 

La primera prueba de su nueva apariencia fue con Helen.  Justiniano la presentó como su amiga “Anne, quebecoise”.  Yumana hablaba bien francés y su acento en inglés, casi imperceptible, podía pasar por el de una persona de habla francesa.  Mientras vivía en Massachusetts, había visitado una vez Montreal y la ciudad de Quebec, que le había encantado, y podía hablar casualmente de los lugares.  Helen la recibió con su amabilidad de siempre, sin poner su historia en duda ni por segundo, y de tanto en tanto le guiñaba un ojo a Del Monte.  Yumana se dio rápidamente cuenta y, siguiendo el juego, casualmente dejaba caer su mano sobre el brazo de Justiniano, o se le acercaba como si fuese un amigo íntimo.  La velada sirvió para devolver a Yumana la confianza en sí misma.

 

La próxima velada fue en casa de Domingo y Cecilia, él ecuatoriano, ella colombiana, una joven pareja que vivía en un estudio en la calle Broadway.  Domingo estudiaba arquitectura en la universidad de Columbia, Cecilia escultura en un instituto privado de arte.  El lugar donde vivían era de un ambiente, en forma de rectángulo, largo y angosto.  Una cocina diminuta seguida por una sala con un sofá cama.  Al fondo un baño, también diminuto.  La pieza principal servía de sala y de estudio de arte durante el día y de dormitorio durante la noche.  A pesar del reducido espacio, típico en Manhattan, se las arreglaban para pasarlo bien y recibir invitados a menudo.  Domingo era alto y de buena figura, con un bigote de aspecto divertido, bueno para conversar y con un humor levemente cínico.  Cecilia más bien baja, muy bonita, de mirada inteligente y pocas pero certeras palabras.  Su cara parecía siempre la de una niña, tanto que un día, en un viaje a una playa de Nueva Jersey, donde cobraban entrada a los mayores de doce, la muchacha que atendía había mirado hacia dentro del vehículo donde iban ellos y preguntado, “¿ella también paga?” ante la risa general de todos.  Esa noche a Yumana le costó un poco más, porque se distrajo y a veces no respondió ante su supuesto nombre, y porque Domingo se empecinó en tratar de conocer los detalles de la relación entre ella y Justiniano, y Yumana se vio obligada a inventar en el momento una pila de fantasías.  De todas formas, ninguna persona llegó ni remotamente a imaginarse que la muchacha era una de las supuestas terroristas buscadas por la policía.

 

Pasaron seis semanas sin grandes cambios.  Dos o tres veces la joven volvió del correo con sobres misteriosos.  Tanto Ruperto como Justiniano se deshacían de curiosidad por saber de qué se trataba esa correspondencia, pero Yumana no se daba por aludida en lo más mínimo.  Una tarde Ruperto, sin poder aguantarse más, le dijo, aparentando espontaneidad, “¿Y qué tal las cosas, avanzan?”.  “Estudiando posibilidades”, fue la única respuesta de la mujer, alejándose hacia la cocina al hablar, antes de que naciera una conversación.  Esa noche Di Pietro le habló a Del Monte. 

 

“Ha recibido ya dos o tres sobres, pero no dice ni pío acerca de qué se tratan”.

“Ya sé, ya sé.  Me muero de curiosidad por saber qué pasa.  Supongo que tarde o temprano nos irá a contar”.

“Mirá, yo pienso que debemos exigirle que nos explique.  Uno nunca sabe lo que está tramando esta nena.  Además, las cartas están en árabe y no se entiende nada”.

“Ruperto, no me digas qué…”

“Bueno y qué querés, ché.  Esta no es una situación normal.  Acordate que hay todo un embrollo político detrás de ella.  De pronto, loco, qué sé yo, pasa algo y vos y yo estamos con el barro hasta las orejas”.

“Bueno, pero hasta ahora no nos ha causado ningún inconveniente”.

“Sí, no niego, pero no podemos albergarla para siempre, ¿no crees?  Además, acordate que en dos semanas llega tu madre”.

“Ah, caramba, tienes razón, cómo puede habérseme olvidado.  Deberíamos resolver esta situación lo más pronto posible.  Yumana tiene que darnos alguna pista.  ¿Qué te parece si le pregunto mañana?

“Sí, preguntale, Justiniano, a lo mejor a vos te cuenta”.

 

 

 

 

Los Versos y el Vino

 

 

Al día siguiente, después del trabajo, Justiniano llegó con un par de botellas de buen vino chileno, encontradas en una de las tantas botillerías en N. York que lo traían.  Esa noche Helen vendría a comer.  Desde que Yumana había llegado, Ruperto, discretamente, se las había arreglado para ser él quien se quedaba a veces en el departamento de Helen, en lugar de lo contrario, para no dejar en evidencia que la muchacha estaba quedándose allí, y ocupando el tercer cuarto.  Yumana escribía otra carta, sentada en el sofá-cama del cuarto, donde dormía.  Dos sobres recién abiertos descansaban en el velador.  Del Monte anduvo rondándola por un rato, sin molestarla.  Veinte minutos más tarde le ofreció un vaso de vino.  La muchacha aceptó.  Del Monte se lo trajo y se sentó a su lado, dispuesto a hacerle preguntas.  Ella lo miró de reojo y siguió escribiendo.  Justiniano, en lugar de hablarle, como había querido, la observó.  Vestía una blusa rojo ocre, de apertura ancha, circular, que dejaba ver el cuello de la mujer desde más abajo de su base, y el comienzo de sus hombros.  Se había hecho una partidura al medio, con el pelo tomado en un moño atrás, dejando las orejas completamente a la vista.  Abajo una falda de algodón con un diseño persa, que más que falda parecía un gran pañuelo de seda, en tonos verde oscuros, sus bordes rojos haciendo juego con la blusa, con un cierre al costado y anudado adelante, bajo el vientre.  Como la blusa era de tres cuartos de cuerpo y manga, dejaba al descubierto el ombligo, y los brazos hasta un centímetro más arriba que el codo.  Cuando ella le echó otra mirada, Justiniano, levemente ruborizado, subió la vista hacia su cara, suavemente mate.  “Algunas mujeres pasan semanas al sol”, pensó, “tratando de adquirir este tono de piel, y ella lo lleva siempre, en forma natural”.  Mientras Yumana le mantenía los ojos clavados, él admiró sus aretes de plata, largos, con una figura estilo azteca, su nariz corta, levemente ancha, su boca pequeña de labios marcados, y sus ojos de un bello color miel casi transparente, con la característica profundidad del pueblo árabe bajo la frente.  Esbozando una sonrisa, los dos separaron lentamente la vista.

 

Del Monte fue incapaz de preguntarle nada.  La mujer, escribiendo sentada, parecía una enorme flor de colores cálidos, flotando como planta de loto en el cuarto gris.  El aroma del vino, la luz del atardecer que daba justo a esa ventana.  Era demasiado para ponerse a hacer preguntas.  Con dificultad, Justiniano se retiró, mordiéndose los labios.

 

Al poco rato llegaron Helen y Ruperto con comida china para cuatro.  Apenas escuchó sus voces en el pasillo, Yumana salió del cuarto y cerró la puerta.  En cinco minutos estuvo puesta la mesa, sin un cubierto (todos sabían manejar los palillos chinos), pero con cuatro copas de buen tinto.  Comenzó el festín.

 

“Sabés, ché”, le dijo Ruperto a Del Monte en español, aprovechando un momento en que las mujeres conversaban entre ellas, “hoy desinfectaron el edificio de Helen.  Dicen que en la noche ya estará habitable, pero acabamos de estar allí y el olor es como para desinfectarle las tripas a cualquiera.  Queremos quedarnos aquí”.  Helen, que poco a poco entendía más el idioma, interrumpió su conversación con Yumana y repitió más o menos lo mismo en inglés. 

“Claro, por supuesto” se apresuró Del Monte a contestar.

“Yo también me quedo, y así no hay nadie solo” agregó con toda naturalidad Yumana, haciendo sonreír a Helen pero intercambiar una mirada de inquietud a los dos hombres.  La comida estaba deliciosa, sin embargo, y entre bocado y bocado se bebieron una botella y media de vino.

 

Esa noche Justiniano, después de cerrar la puerta de su cuarto, separó el colchón del somier de su cama, y lo tendió en el espacio libre que quedaba en el suelo, junto a una pared, armándole a Yumana una segunda cama, al estilo japonés.  La mujer entró, después de la ducha, con un libro en la mano, envuelta en una especie de kimono persa de seda.  No se le veía nada pero se le adivinaba todo.  Del Monte casi se desmaya al verla entrar.  La mujer sonrió al ver la segunda cama, y se sentó en ella a leer.  Al volver del baño con un pijama rojo de lino, Justiniano le preguntó si deseaba algo.  Yumana, leyendo, sin mirarlo, le preguntó si quedaba vino.  “Sí, por supuesto”, balbuceó él, y partió a buscar dos copas y la media botella que iba quedando.  Le entregó la copa y, fingiendo interesarse en el libro, se sentó a su lado.

 

“¿Qué lees?”

“Mira” le contestó ella, volteando apenas el libro, obligándolo a acercarse.

 

Era un libro de poemas y refranes, con texto árabe en las páginas de la derecha y francés en las del frente, a la izquierda.  Del Monte leyó, haciendo inicialmente un esfuerzo para concentrarse.  El texto rápidamente lo cautivó.  Los poemas y refranes, una selección de reflexiones sobre la vida, el amor, y la muerte, de escritores persas y árabes, eran hermosos, tristes, profundos.  Yumana, que había visto al hombre escribiendo ocasionalmente cuentos en castellano en un rincón del espacio común de escritorio del departamento, había adivinado que estos escritos podrían despertar su interés.  Justiniano los alabó.  Aún traducidos eran buenísimos, y tenían una cierta musicalidad. 

 

“Son muy buenos” le dijo, “y además parecen tener un cierto ritmo sonoro”.

“Sí, en francés, pero más aún en nuestros idiomas.  Escucha”.

 

Yumana comenzó a recitar unos poemas breves de Omar Khayyam en farsi, el idioma persa, que también hablaba.  Justiniano escuchó con detención.  Este idioma, que Del Monte ya había escuchado a través de amigos en Montreal, tenía un sonido entre árabe y francés.  El poema se escuchaba casi como una canción de cuna para adultos.  Justiniano, a pesar de no entender casi nada, la miraba con una mezcla de sorpresa, agradecimiento y deseo.  “Ese era en farsi”, dijo ella, “ahora uno en árabe”.  El nuevo poema era largo, penetrante, como una canción antigua, resonando adentro como los repiques de un campanario a la distancia, o un coro de lamentos haciendo eco en las montañas.  Del Monte apenas entendía una que otra frase, pero cautivo por la melodía de las palabras, la miel en los ojos, los pechos redondos calcados en la bata, el carmesí de las uñas en pies que parecían oscilar al ritmo de las palabras, el aire de drama de los labios sutilmente coloreados, y un misterioso aroma a lavanda, almendra y piñón, se emocionó tanto que llegó a soltar una lágrima.  Yumana, notando su embrujo sobre el hombre, se la secó con una caricia, dejando su mano suspendida entre su cuello y su hombro, rozándolo apenas.  Desde hacía unos días ella lo deseaba, se sentía atrapada por la mirada entre triste y desafiante de Del Monte, por su voz placentera, sus brazos velludos, su cabellera cobre oscuro, casi siempre desordenada, y su negra y redonda barba.  Él no la había mirado como ella deseaba hasta esta tarde sobre el sofá, pero ahora que estaba a su lado, el aroma del vino flotando aún desde su boca, con ese absurdo pijama rojo oscuro, dejando inconscientemente en evidencia sus deseos en el montículo que iba creciendo subterráneamente por debajo de la tela, mirándola hipnotizado recitar los versos de sus poetas, hubiese sido un crimen dejar pasar el momento.  Sus ojos se encontraron, y muy lentamente se fueron acercando, y cerrando.  En la oscuridad, la humedad de sus labios, las lenguas juguetonas, el roce de sus piernas, las manos partiendo en exploración.  Para sorpresa del hombre, ella lo desnudó primero, lanzando sus labios como marea por sobre todas sus orillas.  La tormenta, con sus descansos untados en ternura, los mantuvo despiertos la mitad de la noche.

 

 

 

 

La Visita Materna

 

 

Cuando por fin despertaron, era casi el mediodía.  Helen y Ruperto ya no estaban.  Justiniano muerto de hambre, la invitó a tomar desayuno.  Yumana, en lugar del desayuno, le propuso quedarse en cama desnudos, leyendo versos y comiendo cerezas – ella había comprado un gran paquete.  Total, era sábado y no había necesidad de levantarse ni de comer.  Pasaron el día entero en cama.  Al caer la tarde, Justiniano no aguantó más el hambre y se levantó a hacerse una omelette.  Yumana no comió, pero se sentó a su lado para acompañarlo.  Entonces Del Monte aprovechó para preguntarle:  “¿Tienes un plan?”

 

La mujer guardó silencio un par de minutos.  Después, mirándolo de frente, le dijo:  “hay uno que comienza paulatinamente a tomar forma, pero necesito todavía unas tres semanas.  No quiero imponerme ante ustedes…  pero no tengo a dónde ir…  en el fondo, dependo de la buena voluntad de ti y tu amigo”.

 

“No te preocupes, yo hablaré con Ruperto.  Lo que me preocupa a mí un poco es que viene mi madre de visita, llega en dos semanas.  Pero bueno, te presentaré como mi novia.  Ella probablemente no está enterada del embrollo tuyo y de tu país, y si lo estuviese, se pondría de tu lado, no tienes que preocuparte por eso”.

 

“Confío en tu criterio”.

 

Del Monte tuvo una larga conversación con Di Pietro, y entre otras cosas le confesó que Yumana comenzaba a interesarle como mujer.  Ruperto estuvo de acuerdo en que, dado que no les causaba problemas, no había nada de malo en esperar.  Pero concluyó la conversación con una frase en tono de picardía: “ahora que, lo del interés, ya me lo venía figurando”.

 

Las dos semanas que siguieron Yumana y Justiniano fueron de a poco forjando una relación íntima.  Cuando llegó Amelia, la madre de Del Monte, ya se trataban como novios.  La señora no se sorprendió, aunque no tardó en nacer una creciente rivalidad entre las dos mujeres.  Como su visita era sólo por dos semanas, Del Monte no se preocupó demasiado, pero advirtió a Yumana:  “mi madre no ha aprobado nunca ninguna de mis elecciones de pareja, ni siquiera de aventuras, desde que tengo uso de razón, así es que te imploro que tengas un poco de paciencia”.

 

La rivalidad, sin embargo, no pasó a mayores, porque como Justiniano y Ruperto tenían más obligaciones durante el día, fue justamente Yumana la que entretuvo más a Amelia, recorriendo juntas casi toda la isla.

 

Una noche, al concluir la primera semana, Amelia confesó que estaba muy intrigada con lo que Ruperto y Justiniano escribían entre los dos algunas tardes.  Los hombres le contaron sobre las traducciones.

 

“Ahá, pero a mí no me engañan.  Anoche vi como se dictaban el horóscopo sin siquiera mirar el texto en inglés.  No me digan que están inventándolo…”

“Ah, Ame-lita” – contestó Ruperto, cariñosamente – “y de algo hay que entretenerse en la vida”.

“Pero si yo tengo un par de amigas que poco menos que planean su día en base al horóscopo, si supieran… ah no, tienen que dejarme inventar algunos a mí”.

 

Los hombres se miraron.  “¿Y por qué no?  Yo doy exámenes la próxima semana, y Justiniano tiene las manos llenas, entre el trabajo y…”

“Sí, ya, de acuerdo”, interrumpió Del Monte, “mamá, la semana que viene, son todos tuyos, y el pago que les corresponde también”.

 

Así, Amelia alternó su tiempo entre las caminatas por la ciudad, las conversaciones nocturnas y las “traducciones”, inventándole la vida a familiares y amigos con ahínco, subiéndoles el ánimo a unos y vengándose de otros.  En eso estaba el jueves en la tarde, acabando la semana de predicciones, entretenidísima, cuando se encontró sola en la casa.  Yumana la había invitado a que la acompañara al correo y a comerse un pastel en un boliche húngaro, una picada de los estudiantes que había descubierto en la calle Amsterdam, pero hacía un calor endemoniado y Amelia prefirió quedarse al abrigo de la sombra del departamento, instalando un enorme ventilador cuadrado frente al escritorio y abriendo la puerta que daba al patio trasero, para que circulara el aire.  Después de un rato se paró al baño, y al volver se encontró con un mulato enorme examinando el escritorio con atención.

 

“¿Y usted quién es?” –dijo ella, en tono serio pero no agresivo.  No obtuvo respuesta, el extraño la miraba de arriba a bajo.

“Bueno dígame, ¿qué quiere?”

“Estee… yo… me mandaron de abajo, de la construcción -¿no escucha el ruido?- a buscar un ventilador, que lo necesitan”.

“Ah, bueno, podría habérmelo dicho.  Las cosas hay que pedirlas, usted sabe.  A ver, déjeme ayudarlo…”

 

Amelia se agachó para desenchufar el aparato.  Mientras tanto, el sujeto la observaba, tratando de decidir cuál era el mejor momento para darle un empellón y deshacerse del único impedimento que le quedaba para desvalijar la casa a sus anchas.  A su lado, la mujer parecía un alfeñique, con un buen apretón podría torcerle el pescuezo sin dificultad.  Pero el enchufe estaba atascado, y escuchó la voz de la mujer llamándolo: “ya pues, ayúdeme, no ve que está atascado”.  El hombre, sin saber bien lo que hacía, se agachó a ayudarla.  Entre ambos lograron desenchufarlo.  Entonces, Amelia, con toda tranquilidad, le pasó el ventilador.  “Ahí tiene, apenas lo desocupen me lo trae de vuelta” –le dijo.  El hombre, con el aparato colgando de una mano y la boca abierta, la miró unos segundos más, dio media vuelta, y partió.  Como a la media hora aún no volvía, la mujer salió a averiguar, y se dio cuenta de que en la construcción del frente nadie conocía al mulato ni había pedido ventilador alguno.  Uno de los mismos obreros, un negro viejo del que Amelia acabó haciéndose amiga, la tomó del brazo y le dijo: “señora, cuénteme, qué santo la protege, porque esta misma noche dejo el mío y adopto el suyo”.  A instancias de él mismo, Amelia llamó a la policía.  Los gendarmes no daban en sí de asombro.

 

En eso estaba cuando Yumana entró alegremente al departamento, y al ver a los uniformados se paralizó de espanto.  Pero como nadie corría tras ella, se metió rápidamente al baño, presa de retortijones, y después de botar el pastel por el excusado decidió darse una ducha.  Se duchó la media hora entera que sintió a los policías conversando con la madre de Justiniano, y diez minutos más, por si acaso.  Cuando salió, Amelia la retó:  “tú ahí feliz en la ducha y yo tiritando aquí afuera.  ¿No sabes que podrían haberme desnucado?.  Sufro de presión baja, pero ahora está por las nubes, y siento como los sesos me laten en el cerebro…”  Yumana no entendió nada, pero intuitivamente se acercó a calmarla y a escuchar su historia.

 

Al rato llegaron Ruperto y Justiniano, que se habían encontrado después de los exámenes y el trabajo, respectivamente, a tomarse un café turco y conversar un rato.  Con horror, vieron a Amelia tendida en la cama, con los brazos colgando, mientras Yumana le ponía compresas de agua fría en la frente.  Pero después del susto inicial, al escuchar el relato de la mujer, los dos se calmaron.  Media hora después apareció Helen, y Amelia aprovechó para volver a contar lo sucedido.  Durante la cena de esa noche, al calor de unas copas de vino, el mulato ya no sólo era grande, sino que tenía que agacharse para no topar con el techo.  Antes de acostarse ya todos echaban la historia a la risa, haciéndola adquirir el carácter anecdótico con que la familia habría de recordarla a partir de entonces.

 

El sábado, Del Monte llevó a su madre al aeropuerto, habiéndose despedido de los otros en el departamento.  En el viaje aprovechó para aconsejarlo:

 

“Justito, escuche…”

“Ay mamá, sabes que me carga que me llamen así, ¿para qué me dieron un nombre si nunca lo usan?”

“Pero Justito, mijo, no se enoje.  Lo que te quiero decir es que esa árabe, aunque debo reconocer que fue simpática y cariñosa conmigo, tiene costumbres muy raras.  Fíjate que el día en que me asaltaron, cuando los policías hacían el reporte y a mí apenas me salía la voz, ella se metió a la ducha y estuvo cuarenta minutos bajo el agua… ni tú, que te das unas duchas tremendas de largas… más encima en ese momento, ¿te das cuenta?  Y yo a punto de desmayarme.  Además, usa unos sostenes muy apretados y unas blusas casi transparentes, y eso que en su país probablemente tiene que andar con velos.  Llegan al extranjero y se sueltan las trenzas”.

“Pero mamá, qué importa…”

“Es que ésa es la punta del témpano no más, después van apareciendo otras sorpresas.  Mira, hijo, lo que tú tienes que hacer es conseguirte una buena chilena, y dejar de experimentar con extranjeras”.

“Aquí somos todos extranjeros, madre…”

“No embromes, tú sabes a qué me refiero.  ¿Por qué no te vienes a dar una vueltecita por tu país y te eliges una coterránea?  En Chile tenemos las mejores mujeres… sin nada que envidiarle a las extranjeras.  Un profesional como tú, necesita una doña mujer.  No me mal interpretes, lo digo por tu bien.  Después de todo soy tu madre, y madre hay una sola”.

“¡Menos mal!” – No, no te ofendas, lo digo en broma.  Está bien, madre, lo pensaré, no hablemos más del asunto.  ¿Y tú, no has pensado casarte de nuevo?”

“La verdad, para andar cuidando viejos, prefiero estar sola. A mi edad, hay que fijarse bien con quién se echan las canitas al aire”.

“¡Jo-jo-jo!  Bueno, cambiando de tema, ¿cómo lo pasaste?”

“Ah, estupendo, hijo, lo pasé estupendo.  Y me muero de ganas de verles las caras a mis tías solteronas cuando lean sus signos del zodíaco en el periódico”.

 

Una hora y media después se dieron el abrazo de despedida.  Del Monte se tomó un café, para no quedarse dormido en la ruta, y llegó de vuelta a la medianoche.

 

 

 

 

El Plan

 

 

Al acostarse, Yumana le contó su plan. “Tengo que regresar a la península árabe”, le dijo.

 

“¿Y cómo?  ¿Para qué?”

“No sé aún cómo, quizás tú me puedas ayudar”.

“Pero, ¿a dónde vas, y para qué?”

 

Yumana lo miró y soltó una risita. 

 

“¿Por qué preguntas? ¿No quieres que me vaya?”

“Bueno, si pudiera elegir, preferiría que te quedaras.  Pero, cuéntame lo que está pasando”.

“No pasa nada, sólo que tengo familiares en la península y sería más fácil para mí”.

 

Yumana desvió la vista y se produjo un silencio.  Del Monte lo quebró.

 

“Mentirosa”.

“¿Cómo?”

“Llevas más de dos meses enviando correspondencia a diario, haz hecho varias llamadas con la clave que te di para que no queden registradas, y has recibido por lo menos dos o tres sobres.  En la península corres casi tanto o más peligro que aquí, y súbitamente quieres irte.  No soy tan babieca como para tragarme que no pasa nada”.  Justiniano clavó la vista en esos dos penetrantes ojillos color miel.

 

“Sí, han pasado algunas cosas”, confesó la mujer.  “Desde hace algún tiempo se viene redactando una especie de constitución, pero como nunca fue la intención de Atif Khattar llegar a una democracia, su administración le agregó todo tipo de cláusulas extrañas, tratando de mantener el poder centralizado.  Sin embargo, al tratar de validarla sin necesidad de un referéndum que pudiera ponerlo en vergüenza, se enredó.  Trató varias veces de formar cuerpos ratificadores, sin llegar nunca a la fórmula ideal, que hubiese sido un grupo aceptado por la gente y a la vez que le diera el gusto a él.  Sus dos tendencias contradictorias le han hecho difícil el camino.  Por un lado, desea el poder sin oposición; por otro, quiere pasar a la historia como el mesías que acabó con la monarquía y modernizó el país.  La ratificación de la supuesta constitución ha causado debate, y en el debate han nacido grupos de oposición que, débiles al comienzo pero paulatinamente mejor organizados, han puesto una presión democratizadora sobre el proceso.  Hace unas semanas se aprobaron una serie de cláusulas de base, la médula del documento, si se quiere, pero hay otras que acabaron por ser dejadas a un referéndum.  En él, la gente elegirá opciones en una docena de cláusulas que, en su conjunto, son muy importantes, y podrían conducir al país a dos extremos opuestos.  Los profesores, estudiantes, profesionales, la gente en general, exigieron que se formaran grupos representativos que expliquen sus puntos de vista en un debate abierto.  El gobierno, a regañadientes, accedió.  El referéndum se hará en seis meses”. 

 

Del Monte escuchaba con atención, pero las manos de Yumana empezaron a jugar con los vellos de su pecho, haciéndolo perder la concentración.  Se las puso suavemente a un lado.

 

“Todavía no entiendo tu papel en este embrollo”.

 

“Entre los grupos que encabezan el debate, uno representa al gobierno, otro a los profesionales y académicos, y un tercer grupo representa la posición de la antigua monarquía.  Vale decir, de mi padre. 

 

“Veo que a la mayoría de la gente se la meten al bolsillo”.

 

“¿Y qué esperas, una democracia, una revolución popular?  No me interrumpas.  Cada grupo debe nombrar, dentro de las próximas tres semanas, a su respectivo vocero, que pasará a formar parte del parlamento.  Dos de los tres ya lo han hecho.  El tercero está esperando dar una sorpresa”.  Los dedos de Yumana bajaban por la cintura del hombre mientras iba diciendo esto.

 

“¿No me digas que tú eres la sorpresa?”

 

Pero Yumana no miraba exactamente los ojos de Justiniano, ocupada, como estaba, del efecto de sus manos ondulatorias sobre la extremidad a la que se iban aproximando.

 

“Disculpa que te pregunte esto tan crudamente”, dijo él, tratando de darle seriedad a la conversación, a pesar del juego de la mujer, “pero, ¿qué diantres quieres lograr?  Yo entiendo lo de tu padre y tu hermano, y estoy de acuerdo en que esas barbaridades deben denunciarse, pero no veo cómo puede sostenerse una posición monárquica en el mundo actual, además…”

 

“Idiota”, interrumpió Yumana, mientras lo apretaba con sus dos manos, casi hasta el dolor, “quién dice que voy a proponer una monarquía como forma de gobierno, tendría que estar mala de la cabeza.  Todo lo contrario, quiero acelerar el proceso de democratización, que el control se le escape de las manos a Atif Khattar, hacerlo irreversible, que el sacrificio de mi padre y de mi hermano y…”, vaciló la mujer un segundo, “que valga la pena, que tenga un propósito, que no haya sido en vano, ¿entiendes?”, clavándole la vista.  Se produjo un silencio.

 

“Sí, creo que entiendo, pero, digo, tú… qué va a pasar”

“Shhh”, interrumpió nuevamente ella, mientras sus piernas se acercaban.  La conversación de las cuerdas vocales cesó, cediendo el turno al resto de sus cuerpos. 

 

Al caer la tarde despertaron con un apetito apenas tolerable.  Yumana se ofreció para preparar una cena árabe para cuatro, anticipando la llegada de Helen y Ruperto.  Antes de partir a comprar los ingredientes, Yumana le susurró, “sácame de este país, yo me ocupo del resto”.

 

Mientras la mujer compraba, Justiniano hizo unas llamadas por teléfono a Canadá. Yanún estaba tan contenta de saber que vería pronto a su padre, que no tuvo reparo en hacer lo que Del Monte le pedía.  Su padre le aseguró que antes de acabar el mes, se estarían dando un abrazo. 

 

“Ni una palabra a tu madre, por supuesto”.

“Se te ocurre, papi, no soy tonta.  Baba, anna behevac”.

Anna behevic, cookie, ya-ala tahirac”.

Ya-ala tahirac”.

 

Una hora más tarde, mientras Yumana terminaba los preparativos para la cena, sonó el teléfono.  La mujer escuchó a Del Monte saludar efusivamente a alguien en español, y salir al minuto siguiente a llamar de vuelta desde una cabina pública.

 

Esa noche, durante la cena, Justiniano anunció que llegaría de visita una amiga de Canadá, y que a los pocos días Yumana y él partirían por una semana a Montreal, aprovechando la vuelta de su amiga.

 

“Pero ché, qué interesante, justamente Helen y yo teníamos ganas de conocer Montreal.  ¿Hay lugar para nosotros?”

 

Del Monte lo miró, sorprendido.  “Por supuesto, pero, ¿estás seguro que quieren venir?”

 

“Claro, loco.  De esa forma es un viaje, como te diría, de un grupo de amigos, casi en familia.  Se comparte la responsabilidad del viaje, ¿no crees?”

 

“Pero qué estupenda idea”, agregó Helen, “aprovechamos el descanso en la universidad y regresamos renovados, y como dice Ruperto, se reparte la responsabilidad”.

 

 

 

 

El Viaje

 

 

A la primera oportunidad que tuvo, Justiniano encaró a su amigo.

 

“Tú estás loco, si nos atajan nos dejan adentro a los cinco”.

“Mirá vos, si hemos llegado juntos hasta aquí, es justo que demos juntos el paso que va quedando.  Supongo que tenés todo arreglado, digo, la frontera canadiense?”

“Sí, está arreglado”.

“Bueno, en ese caso, ¿cuál es el problema?”

“Pero Yumana pasará con documentos falsos, naturalmente.  ¿No crees que Helen pueda meter la pata?”

“No, no lo hará, no es tonta”.

 

Del Monte abrió bien los ojos.

 

“Justamente de eso te quería hablar.  Vos sabés cuánto me gusta Helen, y yo a ella.  Estamos haciendo planes”.

 

“Pero hombre, qué buena noticia, los felicito.  Claro que eso no tiene nada que ver con este asunto”.

 

“Sí, Justiniano, tiene que ver en un sentido.  Si pensamos hacer una vida juntos, no voy andar escondiéndole las cosas, ¿no te parece?”

 

“¡Le contaste!”

 

“Sí, por supuesto.  Como locura tuya, se entiende”.

 

“¿Y qué dijo?  Se debe haber espantado”.

 

“Y, si ya te conoce”, soltando una carcajada.

 

El sábado siguiente, Justiniano se encontraba temprano en la mañana en Pennsylvania Station, esperando el tren que llegaba de Montreal.  Nervioso, se paseaba de un extremo a otro de la estación.  Al llegar el tren se paró al lado de la escalinata trasera de la estación, donde habían quedado de encontrarse.  Tenía la impresión de que iban a bajar cientos de personas, tal vez por lo que veía de los trenes que llegaban de Nueva Jersey, pero de éste, que venía de Montreal y del norte del estado de Nueva York, apenas bajaron poco más de una docena.  El último pasajero en salir, sin apuro alguno, fue Luz del Prado.  Con su paso calmado, casi invisible, y una sonrisa interior a punto de escaparse, se acercó a la escalinata, haciéndose la que no lo veía, para moverle la cabeza de lado a lado cuando se suponía que lo hubiese divisado.  A Justiniano se le acabó todo el nerviosismo al verla.  Del Prado, una bella catalana que vivía hacía años en Canadá, parecía siempre andar flotando sobre una nube, con el aire de dulzura e inocencia de una mariposa en vuelo, que hacía a la gente correrse suavemente a un lado para dejarla pasar sin molestarla.  Pero bastaban unas pocas palabras para derribar en un segundo esa impresión.  De voz ronca, pronunciación precisa, timbre profundo y agradable, era una mujer de pocas pero precisas palabras, que antes de acabar la primera frase ya había llegado al grano.  Del Monte la había conocido en Montreal hacía más de diez años, presentada por su amigo Sétimo durante el fulgor de la actividad política de denuncia a la dictadura en Chile, cuando los grupos chilenos en Canadá atraían el apoyo de otros inmigrantes y de algunos canadienses.  De largos y relajados silencios, era también capaz de desenmascarar sin miramientos a un hipócrita en dos minutos.  Luz del Prado tenía ese curioso y cautivante contraste entre la dulzura que emanaba de su silencio y su risa, y la directa y punzante inteligencia de sus palabras.  Heredado tal vez de su padre, un famoso escritor de Barcelona a quien nadie le pasaba gato por liebre, Del Prado era de armas tomar cuando pillaba a alguien cometiendo una injusticia, menoscabando a una mujer, o mostrándose indiferente al sufrir de las gentes sencillas.  Aún guardaba contactos personales con gentes que habían sufrido persecuciones por sus ideas, y Del Monte no se equivocó al pensar que ella lo podía ayudar.

 

“Hola Justo, te ves de buen talante.  No sé en que lío andará esa tía a quien albergas, pero le tengo los papeles listos, sólo falta agregarle la foto, que no es gran problema”.

 

“Hola Luz, estás más guapa que nunca.  Sabía que me ibas a ayudar.  Ya te explico”.

 

“Vale, mientras sea por una buena causa.  Pues mínimo una copa de buen vino chileno, y un concierto de jazz.  Los honorarios primero”.

 

“Sí, por supuesto”, riendo, “y si tenemos tranquilidad, podemos terminar nuestra obra de teatro”.

 

“No me digas, dale con ‘La Pepa’ famosa, que no avanza para ningún lado.  Esa no la terminamos nunca, eh.  ¿Te has liado con esta tía?”

 

“Tan directa como de costumbre.  Un poco.  Vamos, te invito un café, para que rompas tu dieta naturista, y no me vengas con que vas a pedir una manzanilla”.

 

Tomaron desayuno y caminaron un rato.  Del Monte se enredó entero explicando las circunstancias, y Luz estuvo a punto de mandarlo al diablo y tomarse el primer tren de vuelta a Montreal, pero acabó por ceder y seguir adelante, más que nada por la confianza que se había desarrollado entre ambos con el correr de los años”.

 

“Si me vieran mis amigos, algunos que se pasaron la vida luchando por acabar con la monarquía en España, ayudando a una representante de la realeza árabe, caería inmediatamente en desgracia.  Yo quiero hablar con esa tía a solas un rato, ¿vale?”

 

“Ni la más mínima objeción de mi parte”.

 

Cuando llegaron Yumana los estaba esperando.  Vestía una falda de tela suave y una especie de toga como blusa, y estaba descalza.  Apenas Luz la vio le echó una mirada de picardía y desconfianza a Del Monte.  Tras las presentaciones, el hombre, tomando el toro por las astas, le dijo abiertamente a Yumana que Luz quería conversar un rato a solas con ella.  No quería que la desconfianza se alargara hasta un punto irrecuperable.  Las dos mujeres se fueron a encerrar al tercer cuarto, y no salieron hasta una hora y media más tarde.  Justiniano bien sabía que de esta conversación dependía la ayuda, porque si Del Prado no se convencía de los méritos del caso, no habría ser en el mundo capaz de evitar que se marchara sin entregarle los documentos.  Las dos salieron sonriendo, intercambiando palabras casuales.  Del Monte se tranquilizó. 

 

“Partimos dentro de los próximos días, yo no tengo tanto tiempo, debo irme al Gran Norte la próxima semana”.

 

Cenaron temprano, en compañía de Helen y Ruperto, planeando con entusiasmo el viaje en auto a Canadá, a través de la ruta que cruzaba la hermosa región montañosa de los Adirondacks.  Del Monte los invitó a todos a salir al Village después de cenar.  Ruperto y Helen se excusaron, ya tenían planes.  Sorpresivamente, Yumana también se excusó, fingiendo una correspondencia que debía completar sin espera.  La mujer intercambió una mirada con Justiniano, y el hombre comprendió.  Quedaban cosas por hablar entre Luz y él, y Yumana les abría el espacio necesario.

 

Efectivamente, esa noche Del Prado y Del Monte se caminaron la isla, en viva conversación sobre el caso El Hamamsy y el papel de Yumana en el embrollo.  Ambos estuvieron de acuerdo en la sinceridad de la mujer.  Luz concluyó confirmando, sin embargo, los temores de Justiniano, que él se empeñaba en negárselos a sí mismo.

 

“¿Te das cuenta que probablemente la van a liquidar?”

“¿Tú crees?”

“Jodé, desde cuándo la inocencia”.

“Pero, digo… Se dará cuenta ella, me imagino”.

“No sólo se da cuenta perfectamente, lo ve como una especie de mal necesario en el cumplimiento de su rol histórico.  Una tía muy valiente, hombre”.

 

Fue lo último que hablaron del tema.  Caminaron un rato en silencio, y después conversaron de literatura.  Del Prado escribía poesía, y Justiniano – que admiraba la sutileza de sus versos - de a poco le había ido enviando sus propios cuentos, iniciando una asidua correspondencia de intercambio literario entre los dos.  Casi a la medianoche entraron a escuchar un concierto de jazz al Village Vanguard.  Justiniano consiguió relajarse con la música y unas copas de Pernaud.  Se sintió atraído más que nunca hacia su amiga, a pesar de guardar ambos una cierta prudente distancia defensiva.  Descargaron parte de la energía riendo.  La mezcla contradictoria de su preocupación por Yumana, los deseos de volver a Montreal, la sensualidad de su amiga, el goce del momento y la música, que estaba fenomenal, produjeron una tensión interna tan fuerte en el hombre, que sintió un gran deseo de exteriorizarla, de lanzar un grito, y como un antojo salido de la nada, se subió a una silla y se puso a bailar, al ritmo de la pieza de jazz que en ese momento tocaban.  Su baile hizo moverse un cenicero desde el otro lado de la mesa, cayendo en la falda de Luz.  Ella miró a todos lados furiosa, creyendo que alguien lo había empujado, pero nadie parecía sospechoso y lo depositó nuevamente en la mesa, al otro extremo.  Del Monte se dio cuenta, y siguió moviéndose al compás de la música. El cenicero volvió a correr de un lado al otro a lo largo de la mesa.

 

“¡Coños, este cenicero se mueve solo!”.

Justiniano se largó a reír.  “No, lo muevo yo”.

 

Después de la última pieza, como a las tres de la mañana, regresaron, nuevamente caminando.  Al llegar, vieron que Yumana dormía en la cama de Justiniano.  Luz le dio un beso de buenas noches a su amigo y se acomodó en el tercer cuarto.  Tres días después partieron los cinco a Canadá.  El viaje fue agradable, a pesar de la tensión, y por esas ironías de la vida, en la frontera les hicieron dos o tres preguntas y los dejaron pasar sin siquiera examinarles los documentos.

 

 

 

 

El Adiós

 

 

Entraron a Montreal por el puente Champlain, al sudoeste de la isla, a medida que la oscuridad de la noche se iba acentuando en el horizonte.  Al cruzar por sobre el río Saint-Laurent, ancho y navegable, despreocupado del hielo que vendría a cubrirlo en el invierno, se divisaron dos o tres islas más pequeñas en medio del agua, y las luces de la ciudad, con sus edificios altos y nuevos del centro en evidencia.  Al salir del puente tomaron la autorruta Ville Marie, bordeando la orilla sur, que los depositó en la calle University, en pleno centro.  Contrario a la mayoría de las grandes ciudades del mundo, el centro de Montreal no daba muestras de esa tensa agitación que caracteriza a los transeúntes y automovilistas en las metrópolis.  El ambiente era tranquilo, fresco, acogedor.  Los grandes edificios no reflejaban un aire de cansancio y encierro.  Luz del Prado había propuesto alojarlos a todos en su departamento, pero Helen y Ruperto ya habían hecho reservaciones en un albergue y deseaban la privacidad.  Los fueron a dejar a ellos primero. 

 

El albergue quedaba en el Viejo Montreal, la parte antigua de la ciudad, cerca del puerto.  Aprovecharon la parada para ir al baño, refrescarse, y caminar todos juntos un rato por las callejuelas de piedra.  A pesar de que era tarde, había un buen número de gente en las calles, y se notaba un ambiente casi de fiesta.  Bajaron por el paseo peatonal frente al gran edificio municipal, imponente en su bello y macizo estilo del siglo pasado.  Un acordeonista tocaba unos viejos valses franceses, y tres o cuatro artistas se ofrecían para dibujar, pintar o caricaturizar a los transeúntes.  En una terraza se tomaron un capuchino y engulleron un pastel de manzana al estilo bretón.  Después Ruperto y Helen se retiraron a su hospedaje, y el trío restante se instaló en el departamento de Luz, en un barrio de inmigrantes donde prevalecían los griegos y las comederas de gyros y souvlakis.

 

Al llegar la mañana Del Prado les dio una copia de su llave, les deseó buena suerte, y tomó un bolso con ropa, eficientemente preparado en quince minutos, para partir al gran norte, donde la esperaba una tribu de nativos Crí con quienes hacía un trabajo relacionado con la salud.  Un amigo la pasó a buscar a las ocho para llevarla al aeropuerto.  No se supo más de ella hasta que Justiniano, ya de vuelta en N. York, recibió el poema y el chiste recortado de una tira cómica que dieron comienzo a un sabroso intercambio literario, junto a la primera de ochenta y dos cartas que Luz le escribiría en el año próximo.

 

Yumana y Del Monte caminaron por el barrio de Outremont, a unas pocas cuadras del departamento de Del Prado.  Subieron paso a paso por la calle Bernard hasta la heladería Bilboquet (el “Emboque”), que también ofrecía croissants, café, y otras cosas aptas para un buen desayuno.  Los helados del lugar eran tan buenos que Fiorina y Sabina, las mellizas, eran capaces de perder su vuelo en avión cada vez que regresaban de Montreal a Alemania, con tal de ir a saborearlos por última vez antes de partir.  Con el tiempo, la calle Bernard se había ido llenando de boutiques, cafés y pequeños restaurantes, predominantemente franceses, pero también judíos e italianos.  Las familias de la secta hebrea ortodoxa, numerosa en el barrio, se veían pasar apuradas a sus rituales encuentros, las mujeres con peluca, elegantes, con una escalera de niños a su lado, los hombres vestidos de chaquetón negro y zapatones, con su gorrita al medio de la nuca y rizos colgando frente a las sienes.  Los niños varones, de camisa blanca y pantalón negro, iban tan formales y rizados que parecían actores de un teatro infantil de comienzos de siglo.  Contrastaban los adolescentes francófonos, vestidos con una mezcla del estilo informal norteamericano y algunas costumbres francesas.  Muchachas de chomba larga, falda plegada y medias azules, o bluyines y zapatillas, a veces con boinas de lana tejidas a mano, junto a sus amigos de camisa de un solo color o poleras variadas, caminando tranquilamente por la vereda.  Tras el tazón de chocolate caliente, la pareja se fue al parque Outremont, simple y bello, que a Justiniano le traía a la memoria escenas de sus hijas y sus sobrinos Lourdes Piadosa y Caupolicán jugando chiquitos en la arena y los columpios mientras él saboreaba los perfiles y las sombras de los árboles.  Allí Justiniano y Yumana sostuvieron la última conversación sobre asuntos políticos, acordando no hablar más de esas cosas durante los dos días que quedaban para que la familia El Hamamsy pasara a buscar a su joven líder.  El resto de ese par de días y noches se dedicaron a hacer vida de pareja, tratando de actuar como dos turistas enamorados, descubriendo rincones en la ciudad, siendo en realidad dos amantes encontrados en un rincón inesperado del gran camino, cuya partida era ahora dolorosamente inminente.

 

La última noche Justiniano decidió por fin preguntarle si pensaba que el rol que había determinado para sí misma, ex-princesa luchando por democratizar un pequeño país controlado por unas pocas y poderosas familias, acabaría por costarle la vida.  Yumana no contestó, jugando con los puntos sensuales de Del Monte, como lo hacía siempre que quería escapar del diálogo serio con él.

 

“Ya, no te evadas, que el dolor me lo estás causando de todas formas, y prefiero tener por lo menos un toque a fondo contigo antes de que desaparezcas para siempre de mi vida”.

 

“Bueno, si quieres que te diga lo que tú ya sabes…”  “Dime”.  “Cueste lo que cueste, tengo que hacer lo que me corresponde.  Mi papel en este embrollo es más importante que mi seguridad personal.  En cierta forma, la historia de mi país me ha otorgado una oportunidad que no puedo desaprovechar.  Yo sé que tú entiendes, y que en mi lugar obrarías de la misma manera”.

 

Del Monte, sin contestar, reposó su cabeza sobre los senos de la mujer.  Ella lo dejó así, tranquilo un rato, escuchando sus latidos, compartiendo el sudor íntimo de la última noche.  Antes de quedarse dormidos, ella le relató una breve anécdota.

 

“Mientras estaba en Francia, ¿me escuchas?”

“Sí, estoy escuchándote”.

 

“En Francia me hice amiga de una artesana joyera, de padre algeriano y madre francesa, una mujer en sus cuarenta, madre soltera de un hijo de diez años.  Por razones que son muy largas de explicar, la familia del padre del muchacho, un hombre francés fallecido hacía dos años, estaba tratando de quitarle la custodia del niño.  Parte de su problema era que hacía casi un año había perdido su empleo en una conocida compañía de París y desde entonces sólo conseguía trabajos esporádicos haciendo artesanías, lo que apenas le alcanzaba para una vida muy frugal.  Con ella pasé momentos muy agradables, y me ayudó a conocer detalles de la vida local que nadie más se molestaba en mostrarme.  Con ayuda de mi hermano Nabil y otros representantes del gobierno de mi padre, logré conseguirle un empleo diseñando alhajas de fantasía en otra firma, justo unas semanas antes de presentarse a la corte, y le tomé por cuenta mía un buen abogado.  La corte falló en su favor.  Antes de venirme a Estados Unidos, salimos a cenar en el barrio árabe, en las afueras de París.  Al despedirnos, dijo que me tenía un regalo: no es nada muy sofisticado – me aclaró – porque yo soy una mujer de escasos medios”.

 

“Me ofreció una cartera con unas alhajas de fantasía, que tenían un toque de comienzos de siglo, diseñadas por ella, diciéndome:  quiero que las lleves como símbolo para que me recuerdes, por lo que has hecho conmigo, y que algún día se las des a tu hija, o si sólo tienes hijos, a tu nuera preferida, y le expliques su origen.  De esa forma el recuerdo se irá perpetuando a través del tiempo, y llevará encerrada la marca del amor maternal.  Sus palabras no se me han olvidado”.

 

“Qué historia tan linda, Yumana.  Supongo que todavía las tienes, aunque probablemente guardadas en alguna parte.  Qué ganas de verlas”.

 

“Las tengo, sí, y de hecho las tengo aquí a mi lado”.

 

Yumana estiró la mano hacia el suelo por su costado de la cama, y puso frente al hombre una pequeña cartera.  Al abrirla, salieron unos montoncitos de papeles de seda, blancos.  Justiniano los fue desenvolviendo uno por uno, encontrando las joyas de fantasía, pulseras, aros, collares.  Simples, pero bonitas.  Los dos admiraron un poco las joyas y las envolvieron nuevamente.  Yumana las guardó en la carterilla.

 

“¿Qué te parecen?”

 

“Me encantan, no sólo porque son lindas, sino también por lo que tú me has contado”.

 

“Qué bien, porque ahora son tuyas”.

 

“¿Mías?  Pero si se supone que…”

 

“Shhh, no.  Escucha.  Mañana me embarco en un viaje que no creo tenga retorno.  Por decisión propia he puesto ciertas prioridades en mi destino, y realistamente hablando, no espero llegar a conocer la maternidad.  La vida no es una receta, me lo has dicho tú mismo, y cada persona va abriéndose sus propios caminos”.

 

“Pero…”

 

“No, no pero.  Calla y escucha.  Si en este momento decidiera cambiar de planes y pensara echar niños al mundo, lo que no ha de suceder, y te prohibo que exhales una palabra tratando de convencerme de lo contrario, hay una persona con la que intentaría antes que nadie.  El destino me señala otros rumbos.  Para alargar el recuerdo de esa mujer y su niño, y mantener el simbolismo que ella quiso darle a estos objetos, esto es lo que quiero que hagas.  Yo sé que a ti te agradaría tener hijos otra vez, y formar familia de manera más tradicional que en el pasado, porque me lo has dicho.  En el corazón de cada persona hay intuiciones ocultas que sólo salen a la superficie cuando se presenta el momento.  De seguro en tu vida has de conocer más de una mujer, porque aunque eres tímido y presentas un aire pragmático y escéptico ante el mundo – de iconoclasta, como tú lo llamas – en el fondo eres un romántico incurable.  De esos futuros romances, hay cosas que han de quedar y otras que han de partir.  Pero tarde o temprano, el duende de la intuición se presentará con una fortaleza insospechada.  Recuerda, todo está escrito en algún verso del tiempo.  Lo que quiero es que estas alhajas se las ofrezcas a esa mujer especial en tu vida que te gustaría fuese la madre de tus próximos hijos.  No me pertenecen, me las ofrecieron en tránsito de un símbolo que he decidido no seguir, y las traspaso ahora a la persona con la que pudiese haberlo seguido, para que él las otorgue a su vez a la mujer que ha de seguirlo.  Nosotras, las árabes, creemos en estas cosas.  Ah, y dáselas en un día especial, que represente algo, guiado más por la intuición que por la cabeza.  No tienes que contarle el simbolismo en el mismo momento, pero en algún momento, cuando la intuición haya poblado la razón y ya no tengas ni una duda, escríbele uno de tus cuentos y se lo explicas”.

 

Del Monte clavó sus ojos húmedos en los de la mujer, y recibió celosamente su tesoro.

 

Esa noche la pareja apenas durmió, enganchados en pequeñas conversaciones sobre la vida, el amor, la muerte y el destino.  Justiniano recordaría esas palabras, de ropaje trivial y tranquilo, muchas veces en su vida. 

 

A las cinco de la mañana sonó el timbre.  Una anciana de cabellera blanca estaba en la puerta.  Se tapó los ojos al ver a Justiniano en su bata desgarbada.  Yumana corrió a abrazarla, y la hizo pasar.  Hablaron en árabe, tan rápido que Del Monte no entendió nada.  El encuentro estaba acordado para las seis, en un lugar que Yumana no podía revelar.  La anciana partió a los quince minutos.  Veinte minutos después, Yumana tomó en sus manos el rostro de Justiniano, lo apretó, y con un breve beso en la boca se despidió.  Partió sólo con una cartera y un bolso de cuero colgando de un hombro.

 

Los cambios no se produjeron fácilmente en el lejano país, pero se desataron con fuerza once meses más tarde, en parte como reacción al violento asesinato de la última representante política de la antigua familia real. 

 

Durante años, las alhajas del recuerdo permanecieron guardadas, esperando el despertar del duende de la intuición.