Selección de prosa de
Jorge Braña
¿Quién soy? 


© Jorge A. Braña
Manuscrito inédito

N. Jersey, USA, 2002

Los Conectados

Jorge Braña

 

El Duelo

   

 

The cry I bring down from the hills
belongs to a girl still burning
inside my head.

--Yusef Komunyakaa

 

 

  

Se rumorea, aunque pocos han llegado a saberlo a ciencia cierta, que Justiniano del Monte y César Aguilasanta se batieron a duelo a los pies del cerro El Roble.  No ha sido posible comprobarlo oficialmente, porque tanto los supuestos testigos como los pocos familiares que habrían presenciado la disputa han negado rotundamente que ésta se hubiese llevado a cabo.  Con motivo del proceso al que fueron sumados los principales responsables del hipotético evento, la juez sumariante, con evidente irritación, emitió el siguiente veredicto:

 

 

“Éste ha resultado ser uno de los casos más particulares y más frustrantes de mi carrera.  Por un lado, no existe ninguna prueba fehaciente en contra de los acusados, por cuanto ninguno de los supuestos testigos oculares y otros involucrados, incluyendo familiares, han afirmado que los sucesos en los que se fundan las acusaciones de este caso hayan ocurrido.  Por otro, el país entero sabe que el duelo sí ocurrió, y que fue organizado y llevado a cabo por los acusados, sobresaliendo el rol de los padrinos, don Oscarino Ruzi y don Carlos Aguilasanta, los que, sabiendo que la confrontación ponía en peligro la vida de su amigo y su familiar, respectivamente, y que era penada por la ley, no alertaron a las autoridades, y acabaron facilitando el lamentable evento, aún en la presencia de menores, lo que aumenta la severidad de la transgresión.  Sin embargo, como ya he dicho, no existen pruebas fehacientes, a pesar de haber sido transmitido en vivo, de creer los rumores públicos, directamente a Canadá, Alemania y Filipinas, sin que esta corte haya podido determinar por qué, ni quiénes lo presenciaron.  No me queda más remedio que sobreseer a los acusados, pero lo hago bajo las siguientes condiciones y advertencias…”


 

Los abogados defensores de las respectivas partes presentaron inmediatamente una queja a la corte superior, porque no había precedente legal de que una corte declarara sobreseído a un acusado bajo “condiciones y advertencias”.  Los cargos debían levantarse incondicionalmente.

 

La consecuencia tal vez más significativa de los acontecimientos fue convertir de un día a otro a Clara de la Fuente en personaje público.  Aunque a la larga le convino, pues sus poemas y reflexiones se vendían como pan caliente, inicialmente este hecho le trajo sólo dolores de cabeza.  Su tercer novio, a quienes todos apodaban “el loco”, decidió suicidarse tirándose del campanario de la iglesia de San Francisco, en pleno centro de la ciudad, pero desistió a último minuto y se marchó al Tíbet a convertirse en monje budista.  Sus padres se dieron de inmediato a la tarea de buscarle un novio burgués y decente, según ellos, que trajera rápidamente equilibrio y nietos a sus vidas, por lo que a Clara no le quedó más remedio que marcharse de su casa.

 

Leona de la Villa no tuvo problemas en recibirla, pero como los periodistas andaban como locos detrás de Clara, no tardaron en encontrarla, asediando tanto a Leona como a Clara cada vez que salían o entraban a casa.  Después de todo, hacía muchas décadas que no se sabía de dos galanes que se batieran honorablemente a duelo por el amor de una moza en Chile, costumbre que, sin embargo, no era tan desusada hacía un siglo.  Al tercer día las dos convinieron que, dado que no habían pasado ni seis meses desde cumplir la misión, estar juntas bajo el escrutinio de la prensa podía ser peligroso.

 

“Tú deberías haberte ido definitivamente al norte”, la reprendía Leona, “y quedado allí, en vez de incitar a Justiniano a volver a Chile”.

“Yo no lo incité, él volvió solito”.

“¿Y qué iba a hacer, enamorado de ti hasta los huesos, quedarse en Canadá mientras César y el loco te seguían cortejando?”

“Ah, de qué sirve llorar por el agua derramada.  Yo no me siento responsable de que estos dos chiflados se hayan agarrado a tiros”.

“Pero estás de acuerdo en que es peligroso que nos sigan sacando juntas los trapitos al aire, no vaya a ser que en una de esas nos lleguen a asociar con la desaparición del General y ahí sí que nos llega el agua al cuello”.

“El agua es lo de menos.  Una soga es la que nos puede llegar”.

 

Al cuarto día, Clara, empecinada en no ver todavía a nadie que le causara emociones fuertes, mucho menos a uno de los canallas causantes de su embrollo actual, por mucho que lo amase, se escabulló a las cinco de la mañana por la puerta de atrás, con su cartera, su mochila, y todos sus ahorros.  Llegó al amanecer a la estación de trenes, y apenas abrieron la ventanilla correspondiente tomó un boleto de primera a Puerto Montt, muchas horas más al sur.


 A los pocos minutos se durmió, con el vaivén del tren.  “Corre que te pillo, corre que te pillo, corre que te pillo...”  Su sueño vagó entre lo profundo y lo extraño. 

 

(Había otra mujer, lejana en el espacio, pero unida a ella de manera incomprensible.  Veía campos llenos de flores, frutas deliciosas, riachuelos.  Soplaba una brisa suave, llevando aromas indefinidos, pero que le agradaban.  El cielo exudaba colores liláceos, gradientes azules claroscuras.  Muchas lunas de distintos tamaños giraban alrededor.  Sin duda otro planeta.  Un planeta lleno de belleza, pero también de silencio.  Esa mujer, flotando del brazo de un hombre cuyo rostro no alcanzaba a adivinar, sentía y ella sentía, movía una mano y a ella le tiritaba un músculo, se reía y un vértigo suave le cruzaba la espalda.  Por unos momentos quiso zafarse, desligarse, ser independiente de aquella criatura lejana, no podía aceptar esa subordinación, esa sujeción a otra persona, a otro mundo.  “Yo soy única, libre, dueña de mis acciones” le gritaba, pero la otra, sin alarmarse, giraba hasta mirarla, y le sonreía como sonríe una fuente, manando su sonrisa como una callampa de agua, descendiendo suave y transparente hacia ella, inundándola, seduciéndola a la idea de que, más allá de su comprensión, los tentáculos del tiempo-espacio cruzan las vidas de la gente en forma misteriosa). 

 

“Corre que te pillo, corre que te...”  “Helaíto, el chupete helao.  Lúcuma, naranja, limón el cremoso al rico chocolito, dos por cien que ya se acaban dama caallero niña muchacho solteras casaas gordas flacos pelaos rejresca igual sin miramientos”.  Clara, semi-recostada en dos asientos, se enderezó.  “¿Un chocolito señorita?” le preguntó el vendedor ambulante, un tipo bajo, gordito y semi-calvo, parado frente a ella con una enorme caja plástica que debía pesar más que él, mirándola de arriba a abajo, una mirada entre humilde e irrespetuosa, que no deja curva femenina sin observar. 

 

“Bueno, ya, deme uno” dijo Clara, más dormida que despierta.  “No, mire, ¿no tiene un chirimoya alegre, mejor?”

“Chis, pu’ claro, señorita.  Especial pa’ despertar los ánimos, pus” contestó el vendedor, sacando el helado brillante de color y entregándoselo, mientras Clara le pagaba.  Después, gritando a viva voz mientras se iba, “esta señorita sabe lo que es güeno, no ven, al rico helaíto, chirimoya alegre, limón al cremoso al chocolito pa’ los flacos pa’ los gordos pa’ quital el hamble y rejrescar...” y su voz se fue paulatinamente confundiendo con el taca-taca del tren.

 

Clara miró por la ventana.  Ya estaba en pleno campo, había dormitado un buen rato.  Poco a poco el paisaje iba tomando la nostalgia del otoño, que comenzaba.  Casi no se veían flores.  El sol pegaba en ángulo, sin alcanzar a quemar como hace un mes atrás.  Se veían algunos ponchos temprano en la mañana, como ahora, y en las noches, cuando soplaba el viento.  Algunos árboles soltaban hojas y empezaban a tomar tonos grises. Pero en el valle central el cambio de estación era muy paulatino,


no se veían los contrastes reflejados en los colores de las hojas, como en el sur del país, hacia donde se dirigía.  Ah, unos días en la isla de Chiloé, qué bien le iban a venir.  Por la ventana, a lo lejos, se adivinaban los sandiales, que invitaban a ser asaltados en busca de la generosa fruta rojo pálido, que en esta época alcanzaba su mejor sabor.  La zarzamora trepaba por todas partes.

 

Todo había sucedido tan rápido.  Hacía apenas dos semanas, a los pocos días de llegar Justiniano a Santiago, César, en el taller de pintura, le comentaba sus planes para la nueva exposición.  Clara casi se fue de espalda cuando vio con horror a Justiniano entrar al taller.  Habían acordado encontrarse nuevamente al día siguiente, y hacer un viaje a Paine juntos.  Salvo Leona, nadie entre sus amigos ni en su familia sabía que Justiniano estaba en Chile.  Jamás se le hubiera ocurrido que él se iba a aparecer en el taller, pero ahí estaba, saludando a todos con gran naturalidad.  Recorrió el lugar entero antes de acercarse a saludar a Clara, sentada en un banquillo junto a César, a la espera de un intercambio verbal.  Dudaba que hubiese una pelea, Justiniano no era del tipo de hombres que se va a las manos, y además sabía que Aguilasanta era un experto en las artes marciales del lejano oriente y la lucha cuerpo a cuerpo de los navajos, por lo que no le convenía provocarlo.  César, que no lo había visto nunca en persona, lo miró ir y venir con la misma despreocupación con que miraba a la docena de pintores, aficionados, y amigos que circulaban por la sala, sin darse cuenta de la expresión de pánico en la cara de Clara.  Finalmente lo vio acercarse.

 

“Hola Clara.  Tú debes ser César Aguilasanta, ¿verdad?”

“Efectivamente, mucho gusto”.

“Encantado, Justiniano del Monte”  y antes de que César, a quien el color le estaba entrando velozmente a las mejillas, pudiese reaccionar, “me gustaría hablar unas palabras en privado contigo” mirando de reojo a Clara, que se había puesto de pié y meneaba la cabeza en señal de negación.

“Por supuesto”, fue la respuesta.

“¿Creen ustedes que esto es necesario?” balbuceó Clara.

“No te preocupes, ya venimos” dijo uno de los dos, aunque Clara, mareada, ni supo quién.

 

Pasaron unos interminables minutos, que no supo bien si fueron veinte o veinte mil, hasta que por fin volvieron, charlando alegremente de pintura. 

 

“Estrella mía, ya está decidido, será en dos semanas” dijo Justiniano.  Clara paseó la mirada entre los dos.  Ambos sonreían de manera sumamente sospechosa.

“Del Monte, tú, y yo, por supuesto” agregó César.

“¿De que diantres están hablando?” lanzó Clara por fin, enojada.

“De la exposición, pequeña, de qué otra cosa iba a ser” explicó César.  “Fue una idea de Justiniano, y me parece excelente.  Una serie temática de pinturas, diez o doce de mis cuadros; al costado de cada uno, un poema tuyo.  En medio de la exposición se apagan las luces y se inicia una exposición de diapositivas, con las
mismas pinturas y el texto sincronizado de un cuento de Justiniano.  ¿Qué te parece?”

“Tendremos que conseguirnos un narrador con buena voz, de más está decirlo” agregó ahora Justiniano, quien nunca estuvo muy contento con su voz.

“¿Y de eso se pasaron hablando dos horas? les dijo Clara, entre tranquila y decepcionada.

 

El resto de la tarde había transcurrido en un ambiente aparentemente relajado, aunque ella nunca dejó de sospechar.  Como tampoco dejó de sospechar a medida que las días fueron transcurriendo, con los dos rivales trabajando mano a mano en organizar la exposición acordada.  Lo más extraño era que cada dos días se alternaban en salir a cenar o a pasear con Clara, sin que el que quedara solo reclamara en lo más mínimo.  Menos mal que el loco, el tercer novio, al que Clara apenas veía en estos días, y que no sabía que Justiniano estaba en Chile, se había ido en excursión de alpinismo al Norte Chico con un grupo de amigos y no tenía idea de lo que estaba pasando en Santiago.

 

Afortunadamente, llegó a pensar Clara, tanto César como Justiniano son tipos tranquilos en su accionar diario, que no se andan dando de machos por ahí, a pesar de que de tanto en tanto les baja la chifladura, particularmente a Del Monte, a quien le gusta inmiscuirse en embrollos políticos.  Aguilasanta, mezcla de italiano, español y nativo americano, tenía, verdaderamente, muchas características en común con Del Monte.  Su habilidad para la ciencia y la tecnología lo había dirigido hacia esos rumbos como manera de ganarse la vida, al igual que a su rival.  Pero con el paso de los años le cargaba pasarse la vida preocupado de la administración, los proyectos empresariales, las computadoras y esas vainas, siendo su verdadera pasión la pintura, para la cual tenía gran talento, pero le faltaba siempre tiempo.  A veces tocaba la viola, pero cuando lo hacía se ponían a maullar todos los gatos del vecindario y si no se detenía pronto su ventana era regada por una lluvia de huevos y tomates de los vecinos.  Como la música, la pintura y la buena comida le llenaban su lado europeo, y la sociedad chilena, con su profundo racismo en contra de los pueblos indígenas, le impedía desarrollar su sangre nativa, había optado por meterse en programas de artes marciales desde joven, que enfatizaban la armonía y serenidad interior, como lo hiciesen sus ancestros.  Secretamente, también, se entrenaba en las artes de la lucha cuerpo a cuerpo de los navajos, con dos hermanos de esa tribu que tenían una pequeña academia en Maipú, un sector en los alrededores de la capital, donde se habían instalado desde que llegaron arrancando de Estados Unidos, país donde habían liquidado a mano a cuatro miembros del Ku-Klux-Klan que tuvieron la mala idea de ir a quemar cruces frente a su rancho.  Aguilasanta también era divorciado, padre de dos muchachos adolescentes, un niño y una niña, más o menos en el mismo rango de edades que las cuatro hijas de Justiniano.  Del Monte y Aguilasanta tenían prácticamente la misma edad.


 Clara se preguntaba a veces por qué tendría ella esa tendencia a salir con hombres varios lustros mayor que ella.  Pero se daba cuenta de que no era la única en Chile.  Como los machos del país crecen generalmente bajo la atención y el mimo de las mujeres de la casa, se demoran varias décadas en madurar.  Siempre está por ahí la mamá, la abuela, la tía, la empleada, las hermanas, preparándoles el desayuno, recogiéndoles el desorden, planchándoles las camisas, haciéndoles la cama.  Para qué hablar de la cocina, la mayoría es incapaz de prepararse un huevo.  Cuando por fin terminan sus estudios, les hace falta una mujer que los siga malcriando y les siga haciendo todo lo que no han aprendido en esos años.  “Cualquier chilena inteligente y con un poco de ambición, como yo”, pensaba Clara, “busca un hombre, y no un niño, como compañero.  Para andar cambiándole pañales al marido, mejor seguir soltera”.

 

El evento fue un éxito.  Una gran sala con luz tenue, cada cuadro y su respectivo poema iluminado independientemente, con música de jazz de trasfondo.  Hartos bocadillos y vino tinto.  Dos aparatos de diapositivas, para ir haciendo los cambios de cuadro a cuadro en forma gradual.  Un primo lejano de Justiniano, que era locutor de radio, narró el cuento, un cuento con un aire de tragedia sin llegar a serlo, lleno de señas misteriosas, que fascinaron al público pero sólo Aguilasanta y Del Monte verdaderamente comprendieron. 

 

Esa noche, sin embargo, ninguno de los dos quiso invitar a Clara, despidiéndose de ella en forma casi formal.  Clara quedó sorprendida.

 

De vuelta en casa, el sopor del vino bebido en la tarde le impidió concentrarse y leer, pero también la salvó de la avalancha interna de inquietud que poco a poco se iba gestando.  Se acostó como a las once, extremadamente temprano para sus costumbres sabatinas.  Como a las once y media sonó el timbre en su casa, sacándola en bata de su cama.  El culpable de aquella osadía, más encima, tocaba y tocaba. 

 

“¿Quién es el maleducado” gritó Clara.

“Abre, que ni te imaginas lo que se está fraguando” le contestó Leona de la Villa desde la puerta.

 

Clara abrió y dejó entrar a su amiga, que venía sumamente excitada.  El sopor, el sueño y el cansancio de la velada se le fueron de un viaje.  Puso la tetera para servirse un agüita de paico, algo que las mantuviera despiertas sin subirles más la adrenalina.

 

Desde el teléfono de una vecina, para que no escuchara su madre, la hija de Aguilasanta había llamado a Leona, cuyo teléfono había averiguado después de varias llamadas infructuosas a distintas personas.  A riesgo de que su padre la retara severamente, había dicho, tenía que contarle lo que estaba a punto de suceder, y rogarle que le fuera a contar a Clara,  cuyo teléfono daba siempre con una grabación,
a ver si Clara podía hacer algo para impedirlo.  Casi haciendo buches, la muchacha había relatado la versión de la conversación entre Del Monte y Aguilasanta, que su padre venía a la vez de relatarle a ella, para aprestarla a participar en el duelo, a instancias de Del Monte, que había convencido a César de que, si uno se iba a despachar honorablemente, como podía sucederle a uno o a ambos pronto, sus hijos tenían el derecho de presenciarlo.  Justiniano lo había propuesto más o menos así:

 

“Mira, César, para qué andarse con huevadas, yo sé que a ti te interesa Clara, y tú sabes que a mí también.  Yo no voy a ceder sin dar batalla, y por lo poco que sé de ti, me imagino que tú tampoco.  Te propongo una solución muy simple.  Un duelo.  Nos batimos a duelo en dos semanas y un día, en la mañana temprano, a los pies del cerro El Roble.”

“¿Quién elige las armas?” interrumpió César.

“No seas fresco, si peleamos cuerpo a cuerpo me haces papilla.  Tampoco me atrevería a desafiarte con lanza o arco y flecha, ya me he informado un poco.  Si yo fuera fresco te propondría jugar un partido de ajedrez, el perdedor se toma un vaso de cicuta”.

“Ya veo, buscas un método imparcial”.

“Así es.  Propongo la manera más común, una pistola.  Me cargan las armas de fuego, y hace años que no tomo una, a pesar de que hay ocasiones en que debería haberlo hecho.  De adolescente, sin embargo, iba a cazar al campo, donde vivía mi abuelo, y tenía excelente puntería, para qué te voy a engañar”.

“La mía no es nada de mala tampoco”.

“Lo sospechaba”.

“Mira, para que te voy a engañar yo.  Yo creo que hay otras formas de solucionar la situación, pero la idea de un duelo me atrae.  Objetivamente, creo poder liquidarte, y así te saco de encima de una vez por todas.  Lo lamento por tus hijas, he oído que tienes cuatro”.

“Deja a mis hijas tranquilas, que si de algo se han de lamentar, es que su padre haya liquidado a otro hombre, en contra de sus principios”.

“Es decir, tu puntería es casi tan buena como la mía.  ¿Cuántos tiros?”

“Yo pensaba uno cada uno, pero es cosa tuya”.

“Bueno, ahí veremos.  Mi hermano tiene una colección de pistolas antiguas, de caño largo.  Puedes ensayarlas todas libremente, y escoger la que te plazca.  El será mi padrino.”

“El mío será un amigo, don Oscarino Ruzi, mi hermano está a muchas millas de distancia y temo que se niegue por asuntos de familia que sería muy largo explicar.”

“¿Por qué en El Roble, tramas algo?”

“No tramo nada.  Por un lado, me trae buenos aires, allí tenía mi abuelo su casa y una hostería, en un poblado llamado Caleu.  Esa parte me favorece.  Por otro, allí falleció mi abuela, la que menos conocí de mis cuatro, y si he de parar las chalas, que mejor lugar del planeta que en esos cerros”.

“Bien pensado.  No tengo objeción”.


 Leona sorbió un trago de su taza e hizo una pausa.  Clara era incapaz de beber.  Se daba vueltas de un lugar a otro en el sofá”.

 

“No sé que más, pero algo así, parece que fue lo que se dijeron”.

“¿Pero cómo, no puede ser, si después andaban de lo más amigos, preparando la exposición, poco menos que del brazo” reclamó Clara.

“Ah, sí, esa parte me olvidaba.  Después los dos coincidieron que no había razón para andar tensos, insultarse, vigilarse, o tener ataques de celos.  En quince días se decidiría la cosa de todas formas, qué asunto tenía hacerse mala sangre entretanto.  Justiniano le alabó las pinturas y le propuso hacer la exposición en conjunto.  A César le pareció buena idea, para ocupar las energías de los tres, incluyéndote a ti, en forma positiva y no andar nerviosos con la afrenta.  También acordaron que, para no andarse disputando tu atención, alternarían sin chistar de dos días por vez”.

“Pero claro, que idiota soy, no podía ser tanta amistad” concluyó Clara.  “Voy a impedirlo, por supuesto.  A los hombres, la niñería si no les sale por un lado les sale por otro.  Se creen El Zorro y El Llanero Solitario.   ¿Cuándo sería el mentado enfrentamiento?”

“El primer amanecer después de la exposición”.

“¡¿Cómo?!  ¡Pero si la exposición fue esta tarde!”

“Así es, lesa.  O por qué crees que voy a estar sacándote de la cama a media noche”.

“Mierda, hay que hacer algo de inmediato” exclamó Clara.

 

 Clara, en contra de lo que hubiera hecho normalmente, decidió contarle el enredo a su padre.  Recordaba que de pequeña su padre la había llevado a Caleu, a examinar un sitio que supuestamente iba a comprar.  Pero el resto de la familia se había desilusionado al encontrarse con el caserío desparramado sobre los cerros, donde lo único que parecía sobresalir eran la belleza del pequeño cementerio y la vieja hostería, después que el padre les había ido recalcando que iban poco menos que al paraíso terrenal.  Clara había estado fascinada con las flores otoñales al pié del cerro, revolcándose en ellas, con tan mala pata que se había enredado en las ramas de un litre, y enronchado hasta las orejas.  Ahora por lo menos él la podía conducir nuevamente al lugar.

 

“Leona, hazme un favor.  Llámate a la hija de César, aunque la madre te insulte, y dile que vas a ir en taxi a raptártela, que te espere a escondidas.  Hay que agujerear el plan de estos locos de todas las formas posibles.”

 

Ambas llamaron, y el resultado fue un desastre.  La madre de la muchacha, después de gritarle a Leona que se fuera a freír monos, acabó diciendo que no podía hablar con su hija porque el chiflado del padre la había pasado a buscar hacía quince minutos para partir de viaje a no sé donde por el día, y se había llevado también al muchacho, y que ella de puro medio dormida que estaba no había sido capaz de atajarlos, y que poco menos que estaba pensando llamar a la policía, aunque mejor se iba a dormir, que falta le hacía.  Leona acabó por cortarle. 


Por otro lado, el padre de Clara respondió que le parecía muy respetable que sus pretendientes solucionaran el impase con un duelo, que así se hacía en los buenos tiempos, que como noticia era sensacional, y que si le daba los detalles los haría publicar en la primera plana del diario El Mercurio.  Clara le rogó, lo amenazó, lo insultó, y hasta le lloró, hasta que por fin, más por la expectativa de ser testigo ocular del evento que de salvarlos, él accedió a llevarla.

 

Pero dos horas más tarde, cuando llegaron al lugar, todo estaba tan calmo como siempre, la gente dormía tranquilamente y salvo el canto de los sapos y la brisa del viento, no se escuchaba un alma.  Leona los había acompañado, mientras dos amigos en Santiago veían si es que desde allí se podía hacer algo.  Entre llamadas que van y llamadas que vienen, la ex-mujer de César acabó por enterarse del supuesto duelo, y dio aviso a los carabineros, preocupada por los muchachos.  El sargento de turno, después de preguntarle cuatro veces cuánto había bebido esa noche, le pidió que fuera a la comisaría a llenar una solicitud, junto a dos testigos adultos más, y le dijo que a primera hora de la mañana alertarían a los cuarteles de la zona.  A Leona, Clara y su padre no les quedó más remedio que quedarse en la hostería, a dormir lo poco que faltaba para el amanecer, con la esperanza de encontrarse con la comitiva duelista al salir el sol.  Clara estaba segura de que solamente ella era capaz de evitar el disparate y no pudo dormir un minuto.  Pero, a pesar de levantarse estando aún oscuro afuera, ninguno de los tres pudo dar con una pista que los condujera a los duelistas:  en el pueblo nadie estaba enterado de nada, ni había oído rumor alguno.  Los carabineros de la zona los creían locos, y no hicieron más que un mínimo esfuerzo por buscar a los hombres. 

 

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Mientras tanto, al otro lado del cerro, en un faldeo remoto y de difícil acceso, unas maniobras casi impensables para la zona se estaban llevando a cabo.  Los duelistas dormían en sus respectivas carpas, Justiniano solo, César en compañía de sus hijos.  Vigilados por Oscarino Ruzi y Carlos Aguilasanta, los padrinos, los técnicos instalaban las filmadoras, los cables, la antena parabólica y los controles.  Justiniano había contratado una empresa estadounidense para hacerse cargo de las instalaciones, la que había enviado al grupo de especialistas con los equipos hacía ya algunos días, convencidos de que se iba a filmar una película.  Durante la "filmación", todo quedaría a cargo de un ingeniero, que había viajado desde Montreal y era amigo personal de Del Monte.   El evento tenía que ser filmado en vivo y transmitido en las bandas que él indicaría, pero no grabado.  Los arreglos le habían costado un dineral, pero valían la pena.  Sus cuatro hijas ya habían sido advertidas de que pasaría algo sumamente significativo ese día, y que estuvieran listas para ser pasadas a buscar una hora antes, en sus respectivos países. 

 

A las cinco de la mañana hora chilena de otoño, eran las cinco de la mañana también en Montreal, las once en Alemania, las seis de la tarde en Filipinas.  Tres limosinas se detuvieron con órdenes precisas.  Las cuatro muchachas, Yanún, nacida en Beirut, viviendo ahora en Montreal; Fiorina y Sabina, nacidas en Montreal, ahora en Mainz; y Gracias en Manila, su ciudad natal, fueron transportadas a las salas privadas desde donde podrían observar a su padre batirse a duelo, de lo que se vinieron a enterar recién al llegar a la sala misma, donde las esperaba una carta de Justiniano.  Debido a los horarios, tanto Yanún como las mellizas en Alemania pudieron participar sin intervención ni conocimiento materno.  Gracias, sin embargo, que era la menor y su madre no le despintaba el ojo, no pudo, y tuvo que hacer el viaje en compañía de ella.  Se fue reclamando todo el camino, que era el colmo que aún a los siete años no la dejaran participar sola de una actividad organizada por su padre.  “Veremos.  Con tu padre, nunca se sabe lo que te aguarda” era la única respuesta de la madre.  Al llegar al lugar, sin embargo, la madre se encontró, para su sorpresa, con el Rey Chú, que gobernaba un principado en Mindanao y era presidente de la empresa donde ella trabajaba en Manila, íntimo amigo de Justiniano y el único en toda Filipinas capaz de atajarla.  Del Monte le había pedido el gran favor personal de permitir que su hija entrara a la sala sin su madre.  Así, Gracias también pudo presenciar los sucesos sin prohibición.  En los tres países, las salas quedaron con llave.  Al encenderse la pantalla, que cubría dos tercios de una pared, lo primero que vieron fueron a sus respectivas hermanas, en tres cuadros pequeños en la parte superior.  Las cuatro intercambiaron rápidamente información, tratando de entender un poco más que bicho le había picado a su padre.  El rectángulo grande no se encendió hasta las cinco y cincuenta.

 

En el faldeo empinado del cerro El Roble, lejos de toda civilización, en una de las pocas partes donde había un plano lo suficientemente largo como para dar los pasos correspondientes, una mesa con un mantel blanco mostraba dos pistolas de esas bien antiguas, cada una con una bala al costado.  A su alrededor, Oscarino Ruzi conversaba con un ingeniero gringo, mientras Carlos Aguilasanta trataba de consolar a sus sobrinos al otro lado.  César y Justiniano no se veían.  En una pequeña pantalla al costado, cuatro cabezas de niña lo escudriñaban todo.  Fiorina y Sabina, las mellizas canadienses, eran las únicas que conocían a Oscarino y que hablaban fluidamente el Castellano, así es que apenas lo divisaron empezaron a bombardearlo con preguntas.  Yanún, la muchacha árabe, pedía que le tradujeran al inglés o al francés, pero como no lo hacían, se puso a insultarlos a todos en árabe.  “Jalah.  Sharmuta.  Jala kelp.  Tuz jaset forún.  Kis-imac sharmuta” y Gracias, por no ser menos, en tagalog.  Los hijos de Aguilasanta, sin entender las palabras, pero comprendiendo las intenciones, también se agregaron a la campaña insultoria, mezclando el castellano con viejas maldiciones navajas aprendidas del abuelo, y las mellizas, ya que todos insultaban, comenzaron a lanzar palabrotas en alemán.  Más que insultarse unos con otros, insultaban lo que estaba pasando, que no les gustaba en lo más mínimo y sobre lo cual se sentían impotentes.  Por algunos minutos se escucharon deprecaciones en cinco idiomas y dos dialectos.  En un momento, Ruzi se paró frente a la filmadora y pidió calma.  La pelotera no se calmó hasta dos minutos más tarde, sin embargo, cuando César y Justiniano, salidos de quién sabe donde, se aproximaron a la mesa.  Entonces todos callaron y se produjo un silencio general.

 

“Hijas, nos batiremos por el amor de una mujer” dijo brevemente Justiniano a sus niñas,  “no quiero que le guarden rencor a Aguilasanta si me mata, ni que me desprecien a mí si acabo con él.  Hace más de un siglo mi bisabuelo se enfrentó en Bío-Bío por las mismas razones, y de no haberlo hecho ninguna de ustedes existiría hoy”. 

César mientras tanto abrazó a sus hijos.  Después les dijo a todos,

 

“Del Monte y yo convinimos en que esto es un acto sumamente privado, podría decirse, íntimo.  Fuera de los aquí presentes o ya en conocimiento, no tiene nadie por qué saber.  Esa es nuestra voluntad y espero que sea respetada.”

“Completamente de acuerdo”, agregó Justiniano.

 

Ambos hombres se acercaron a la mesa, escogieron su pistola, y cuidadosamente le introdujeron la bala.  Habían acordado hacerlo con una bala cada uno, teniendo ambos confianza en su puntería, y guardando las costumbres de antaño para con este ritual.  Los padrinos verificaron que las armas estuvieran cargadas y listas para el uso.  El punto medio del plano estaba indicado con una estaca, y ambos caminaron tranquilamente hasta ella.  Se hicieron una breve reverencia y se pararon de espalda, con el arma apuntando al cielo, a la espera de la señal de partida por parte de los padrinos.  El sol se adivinaba asomándose al costado este del cerro, sin llegar a verse, aunque la claridad era suficiente como para ver bien.  Aún se oían algunos sapos entre los arbustos.  A lo lejos cruzaba una bandada de tórtolas.  Soplaba una brisa muy ligera, que apenas movía las hojas de los árboles.  Suave luz de amanecer.  Frescura.  Segundos alargados.  La imagen de Clara en ambas cabezas.

 

“¡Adelante!” – el grito, preciso, irreal, de ambos padrinos.

 

“Uno, dos, tres...” los pasos de los rivales. 

 

Los nueve testigos con la vista clavada.  Sabina cerró los ojos, los ocho pares de ojos restantes se mantuvieron.   Los puños se apretaron, las respiraciones se hicieron mínimas, las bocas mudas, los deseos intensos, los temores profundos. 

 

Veinte pasos, diez cada uno.

 

Vuelta, una mano apunta, la otra sujeta.  Los dos apuntaron a la cabeza.  Aguilasanta disparó primero.