Selección de prosa de
Jorge Braña
¿Quién soy? 


© Jorge A. Braña
Manuscrito inédito

N. Jersey, USA, 2002

Los Conectados

Jorge Braña


El General en la Maleta

 

  

Martín Beauchamp abrió con cuidado el manuscrito sacado del baúl de tesoros de su madre.  Su amiga, quien se lo había entregado, lo miraba dulcemente.  “Para que veas, tu padre también escribía.  Creo que este relato te va a sorprender.”  Martín apenas levantó la vista.  “Perdona que haya sido curiosa” insistió ella con voz suave, “pero no me pude contener”.  “No importa” contestó él, “estos descubrimientos tuyos son realmente increíbles.  No sabes cuánto los aprecio.”  Ella lo miró con unas crecientes ganas de acariciarlo, de pasarle la mano por la cabellera, de sentir sus labios tibios rozando los propios y cerrar sus ojos y perderse en sus brazos.  “Por un momento” siguió Martín, “me acordé de las palabras de mi padrastro en un café de Ginebra, dos meses después de haberme contado que era hijo adoptivo, cuando a mi me bajó fuerte la curiosidad por saber más de mis padres.  Me advirtió que habían cosas que era mejor no saberlas, pero yo no le creí, y aún no lo creo.  Yo quiero saberlo todo”.  Sus ojos ya atisbaban las primeras palabras del manuscrito, y su mente comenzaba a adentrarse en el texto, recorriendo en su imaginación la avenida Alameda, casi con la misma agitación con que lo hiciese su padre otrora…

 

 Alameda abajo, conduciendo con una prudencia desconocida por la locomoción local, la calle llena de ruidos, todos me tocan la bocina, gesticulan, me insultan, se me cruzan.  Recuerdo a mi abuelo cruzando la calle, interpretando los semáforos al revés, creyendo que la luz verde era para los peatones, cruzando en medio de la marea de autos que se le venía encima, conductores que frenaban y lo llenaban de imprecaciones, mientras él con una sonrisa los espantaba de su lado con un periódico que siempre llevaba doblado en la mano.  A los ochenticinco años todavía caminaba la ciudad entera, para juntarse con otros viejos y conversar cosas de tiempos remotos, pasear por el centro, tomarse un helado de limón en una pequeña heladería descubierta en alguna de sus caminatas.  Cuando era chico, mi abuelo me invitaba a tomar un helado, y yo siempre tenía un momento de vacilación, a pesar de la idea tentadora.  Sabía que ese helado incluía cien bromas encantadoras e infantiles, y doscientas cuadras por entre los rincones de la ciudad, que me dejaban totalmente agotado, con piernas de marioneta.  “¿A dónde, tata?” - “Al centro”, era siempre su respuesta.  El centro estaba a unas veinticinco cuadras, pero la idea de que la línea recta era el camino más corto entre dos puntos tenía sin cuidado a mi abuelo. 

 

 Inocente –pienso- la idea de que hay luces para guiar a los peatones, en una ciudad que no guarda respeto alguno por los que caminan, donde los que conducen se sienten con el derecho de quebrarle los huesos a cualquiera.  Ciudad diseñada como reflejo de la lasaña social que todos llevamos a cuestas, donde los que ‘tienen’ pueden hacer lo que quieran con los que no, con las calles, con la ciudad, con el aire, por contraste a los países verdaderamente civilizados, que protegen a sus ciclistas y a sus peatones y agradecen cualquier esfuerzo por disminuir la contaminación ambiental.  Cada vez que vuelvo me siento preso de mil emociones contradictorias, las caminatas con mi abuelo, mis recuerdos de adolescencia, mis primeros pololeos, pincharse unas chicas con el “pollo”, compañero de travesuras, las cálidas conversaciones con mi querido amigo Andrés, cuya muerte apenas ocho meses después de haberse casado, me dejara un amargo vacío en el alma.  Por otro lado, los bocinazos, el humo negro de los tubos de escape, los escolares saltando de las micros que no se dignan ni siquiera a parar, a veces ni a disminuir, los empujones en el centro, las distancias sociales, los absurdos a los que la gente llega para guardar apariencias.  La ciudad crece sin reparos, más gente, más autos, más edificios, más barrios, más ventas, más apuros y más contaminación.  Pero sé que, dentro de este aparente caos, se esconden sutiles bellezas, hombres y mujeres que se esfuerzan por surgir manteniendo sus valores, hogares que no dejan de sorprenderme con su hospitalidad, almas gentiles que buscan nuevos caminos, como la estrella a cuyo encuentro me dirijo.

 

 Dan la luz verde y sigo, en dirección a la cordillera, sin prisa, mi mente con muchas ideas para darme cuenta de lo que hacen mis pies en los pedales y mis manos en el volante, que responden automáticamente, sin preocuparse por la oleada de vehículos que va y viene a mi alrededor.  Una extraña tranquilidad se ha instalado en mis venas, a pesar de la misión.  Entro al barrio alto por la avenida Providencia, con sus tiendas y restaurantes que pretenden elegancia.  Veo a los escolares con sus uniformes, agrupados de dos o tres, esperando la micro, unos de la mano, otros fumando a escondidas, caminando, mirando las tiendas con un aire deseoso.  Casi me siento parte de ellos, cruzando puentes de tiempo, que me llevan al olor a pan fresco de la panadería a dos cuadras de mi escuela, donde nos juntábamos a comernos unas hallullas recién horneadas en la mañana temprano Paulina y yo, las raras veces en que tomábamos juntos la micro.  A veces llegaba Rubén, con su palta y su jamón, y la cosa se convertía en fiesta.  Entrábamos al colegio con la guata llena, la boca sucia, los dedos pegajosos y el corazón contento. 

 

 Continúo, sin acordarme cuándo dividieron la avenida Providencia.  No me siento ni aceptado ni rechazado, apenas una cierta nostalgia.  A veces me baja un sentido de culpa, la vergüenza de quien que ha sido infiel en forma muy profunda, habiéndole entregado su corazón a otra ciudad, distinta, distante, donde se hablan otras lenguas y se viven otras estaciones, pero que, a pesar de todo, la siente más suya.  Habrá muchos, supongo, a los que les ha de pasar lo mismo.

 

 Me toca roja en la calle Los Leones y veo alejarse una micro hacia abajo.  Me veo allí adentro, con Leoncio y su humor negro, con Paulina que me pone su brazo al cuello y me hace subir la sangre hasta las orejas, con mi abuela que conversa alegremente con algún muchacho.  Miro a la izquierda, allí está el Hospital Militar.  Me acuerdo de Gonzalo, el padre de Marcela, al que nunca encontraron, que alguien dijo que en ese hospital lo habían visto por última vez, desangrándose.  Me da rabia y antes de que den la verde acelero a fondo. 

 

 Voy entrando por Apoquindo, imagino a mi flor que me espera en la terraza, su presencia se hace fuerte en mis venas y sonrío solo.  Me imagino su tacto y mi cuerpo se pone en alerta.  Me calmo.  Hace casi una semana que no nos vemos.  Primero, para calmar la locura de nuestros encuentros furtivos, tomar un poco de distancia, y pensar.  También porque no queremos ser visto juntos justo antes de la misión, no vaya a ser que a alguien se le vaya a ocurrir…  No, no creo.  Nadie se lo imaginará.  Sospecharán de cualquiera, menos de nosotros.

 

 Santiago siempre tiene un efecto particular sobre mí.  Por un lado me hace sentir muchacho, por otro me invade una sensación de extranjero que no puedo evitar, como gota de aceite flotando en un vaso de agua.  Cuando estoy lejos del país a veces brotan, cuando menos lo espero, de alguna parte profunda y esencial de mi interior, las raíces de mi existencia, de mi tierra, y me siento chileno.  Pero en Chile, bastan dos o tres semanas, y ya me siento extranjero.  Siempre me he sentido un poco bicho raro en cualquier parte.  Hubo una época de mi vida en que me molestaba, esto de sentirme foráneo en todas partes.  Ya no, incluso me ayuda a elevarme por sobre las limitaciones de los demás.  Me paseo por todas partes con la misma facilidad y las mismas dudas, me dan lo mismo los barrios, las clases sociales, los esquemas.  Converso con las “empleadas”, con los profesionales, con obreros y con familias tradicionalmente adineradas (“rotos” y “momios”, como se llaman entre sí) con la misma facilidad, y al final a todos irrito un poco, por lo mismo.  Les molesta no poder determinar qué lugar ocupo yo en la lasaña.

 

 Ya entré a tu calle, voy casi llegando.  Tus padres fueron a Valparaíso, tus amigos creen que andas con ellos, por eso tenía que ser hoy.  Te veo salir, caminando como una tigresa, decidida, radiante.  Atisbas, levantas la mano, ya me has visto.  Me bajo y corro a abrazarte. 

 

 “¡Justiniano!” - me gritas.

 

 (Después, un momento de reposo, la misión pasa a segundo plano, nuestros labios se encuentran, mis dedos se topan con los lóbulos de tus orejas, las bocas se invaden, mi mente no puede ni captar un solo pensamiento, nos perdemos en el otro, nos dejamos llevar.  Habíamos dicho que no, que trataríamos de portarnos bien, de frenar nuestra falta de control, de racionalizar nuestros instintos.  Pero es como pasarle una cucharada de manjar por los labios a un niño y pedirle que no se la coma.  Tras el huracán, reposar entre-abrazados, dejar que tu cabeza descanse unos minutos en mi pecho, sentir tu pelo perfumado en mis hombros, regalonearte como a una niña, sentir tus pechos cosquilleando mi vientre, frenar mis deseos que vuelven, y reemplazarlos por ternura.  Te miro, quieta, vulnerable, y se me viene un verso de Neruda a la mente, ‘‘tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo’’.  Cierro mis ojos tratando de compartir tus sueños.  Recuerdo uno de tus versos, ‘‘el tiempo inmóvil / no lo retienen ni mis manos / ni tus sueños, / se nos escapa escurridizo…’’  Paloma adormecida, quién se imaginaría la fuerza de tu convicción.  Te arropo con tus propios versos, ‘‘me envuelvo sobre ti / cubriendo como el manto de la noche / tu rostro imaginario’’.  Pero tu rostro, que descansa suave en mi pecho, no es imaginario, ha cruzado las sombras, ha superado el vacío.  Lo recibo, tibio, frágil.  Me duermo).

 

 Mientras me aseguro el bigote y las barbas postizas, llamas a Leona.  “¿Cómo va la receta?” “El postre ya está listo” te responde.  “Loconorte”, me llamas, con el apodo que habíamos acordado.  “¿Sí, estrella?” “El postre ya está listo” repites, y me miras con tus ojos bien abiertos, llenos de fuerza, de dudas, de locura, como asintiendo y a la vez preguntando.  Te pongo una mano en el hombro, te beso, se me cae el bigote, lo sujeto.  Luces estupenda con tu peluca pelirroja.  Bebemos el último sorbo de café y partimos.

 

 “¿Seguro que hablaste con la embajada?” me preguntas, por enésima vez. 

 

 “¿Cuántas veces te he dicho que sí, chiflada?  Ya todo está preparado, les hice la señal, el avión ya aterrizó, con la excusa de lo de las maniobras, el ‘van’ nos está esperando”.

 

 Te tranquilizas.  Nos miramos.  “¿Y tú, seguro que quieres seguir adelante?” – te interrogo, sabiendo de antemano tu respuesta. 

 

 “Mira”, me dices, “aunque sea lo último que haga en mi vida, tú sabes que no soy de las que me achico en los momentos críticos, eso ya lo sabes bien” contestas, casi enojada.  Arrancamos el motor.  Partimos.

 

 Dos horas más tarde, la captura ya hecha, partimos hacia la Panamericana sur.  Manuel Contrabas, maniatado de pies y manos, y con una venda en la boca, se revuelca en la maleta de nuestro auto.  Cayó mansito, la trampa fue genial.  Su debilidad siempre fueron las polleras.  Casi siempre se aprovechó con carajadas, saliéndose a veces de sus habituales movimientos calculadores.  Como allá por el 82, cuando decidió acostarse con su secretaria (la pobre qué se iba a negar), e hizo cobardemente acuchillar al pololo, haciéndolo parecer un cogoteo.  Después le pidió a ella que lo dejara, para qué andar con un hombre marcado con una cicatriz desde el hombro a la barriga, que más encima andaba metido en peleas de cogoteros.  Los otros oficiales, que olían estas maniobras, le habían advertido en más de una oportunidad que tuviera cuidado, que no perdiera la cabeza.  Ahora, con nuestra trampa magistral, la había perdido, y desde atrás de nuestro vehículo se escuchaban sus ruidos porcinos. 

 

 Si yo antes conducía con prudencia, ahora doblemente, por temor a que nos detengan por asuntos de tráfico.  Hasta las motonetas nos pasan zumbando.  El General no deja de quejarse desde la parte trasera de nuestro vehículo, y nos tiene los nervios quebrados.  Detengo el coche a un costado, nos miramos.  Qué hacer.  Qué ganas de abrir la maleta y aforrarle un buen mazazo en la nuca, para que se quede tranquilo.  Pero ninguno de los dos tenemos experiencia en esto de aforrar mazazos, y se nos puede pasar la mano.  Deberíamos preguntarle a él.  “General, ¿cómo se aforra un mazazo en la nuca, lo suficientemente fuerte para no matarlo ni dejarle una herida detectable, pero suficiente como para que pierda la conciencia?”  O mejor digamos, que pierda el conocimiento.  La conciencia la había perdido hacía mucho tiempo, demás está decirlo. 

 

 “¿Sabes, estrella”, te dije, “es una pena que este animal no pueda ser juzgado en nuestro propio país, que tengamos que entregárselo a los yanquis para que reciba su merecido, no te parece?”

 

 “Más que una pena, es una vergüenza” contestas, tus ojos llenándose de fuego. 

 

 “Qué se le va a hacer, aquí en Chile el gobierno es cómplice, y el día que cambiemos de gobierno los políticos no tendrán agallas para juzgarlo como se debe.  Peor aún, te apostaría cualquier cosa que si el día de mañana vuelve la democracia, y se presenta la oportunidad de condenar a estos tiranos, los gobiernos de turno tratarán de escudarlos detrás de reglas jurídicas.  La ley al servicio de los criminales, que la rompieron cuantas veces les dio la gana, desteñidas excusas de gobernantes cobardes, incapaces de asumir sus responsabilidades de pleno.  Un país no recupera su dignidad hasta no rescatar la verdad, por muy dura que ésta sea”.

 

 Este tipo nos está volviendo locos con sus ruidos bestiales.  Bueno, no hay que perder la cabeza, falta poco para llegar y debemos entregarlo antes de que sus guardaespaldas lo empiecen a buscar.  Por el momento, creen que sigue enredado en una pollera, pero cuando se empiece a demorar mucho, comenzarán a buscarlo, y se darán cuenta que no está ni él ni la supuesta amante.

 

 Aceleramos y al poco rato alcanzamos la carretera Panamericana.  Mi mano derecha y tu mano izquierda se encuentran.  Nuestros dedos se entrecruzan.  Nos empuja una mezcla de sentido de justicia y de aventura, de marcar nuestro encuentro en Santiago con una acción disparatada, apasionante, secreta, demente.  Avanzamos por la carretera a bastante velocidad.  Desde allí observamos las casitas humildes a los costados, los vendedores ambulantes, los niños que juegan, gallinas que pasean sus pollitos, algunos perros.  “Debo reconocer”, recalco, “que la pobreza ya no es tanta como cuando yo era adolescente, estos barrios han mejorado”.  A medida que el tráfico disminuye puedo correr un poco más.  Te sacas el cinturón de seguridad.  Te apunto con el índice, como un cura diciendo un sermón amenazante, a la antigua.  Te lo pones.  Atrás, los rebuznes han cesado.

 

 Hemos andado su buen poco, pero no veo aún la salida por el camino acordado, que sólo yo conozco, puesto que me ocupé del contacto con los gringos.  Tenemos una sed abrasadora, y se nos olvidó traer agua o gaseosas para ir bebiendo.  Veo una casucha donde venden emparedados y gaseosas a la orilla del camino.  “¿Tú crees?”, pregunto.  “No sé tú, Loconorte, pero yo me muero de ganas de tomarme una bebida, y el General parece haberse calmado”.  Nos detenemos.  Nos bajamos a estirar un poco las piernas, y a comprar un par de botellas.  Un niño se acerca, ofreciéndonos pequenes.  Huelen ricos.  Le compramos dos, aunque somos incapaces de comerlos en este momento.  De pronto, se escucha un gemido ronco desde adentro del auto, y el chico abre bien los ojos y me toma del brazo.  Por un segundo no sé que decirle, pero tú me sacas del paso.  “¡Es un cerdo!”, explicas, “que le llevamos de regalo a unos tíos”.  “Lo metimos en la maleta porque es muy diablo, y se puede arrancar”.  El niño sonríe nuevamente.  Se acerca a la maleta y hace burlas “cochino, cochino, oj oj oj, cochino, cochino, oj oj oj”.  Nos reímos.

 

 Seguimos.  Aparecen algunos sauces.  Hay uno que otro hoyo en el pavimento.  Tarareo un tango para pasar el rato.  Tú me miras y ríes, recordando otro viaje, allá en el norte.  Llevamos más de diez minutos desde el boliche, y el desvío del camino aún no aparece.  Tú notas mi nerviosismo y mi búsqueda, que trato de disimular.  “Amor”, confieso finalmente, “no encuentro el desvío, ya deberíamos haberlo cruzado”.  Tus ojos se abren más grandes que los de una lechuza.

 

 “Pero Jus’ alcanzas a decir, antes de que delicada pero decididamente te cubra la boca.  “Cuidado, los chanchos también tienen orejas” te recuerdo.  En ese momento, como si supiera que se refieren a él, el General empieza de nuevo con sus berridos, y de repente da una patada contra la lata.  Cierro mis puños, apenas me aguanto.  No soy una persona violenta, es más, aborrezco la violencia, pero las ganas de aforrarle unos piñazos me corroen las entrañas.  “O tú le aforras, o yo le parto las costillas”, amenazas.  Me acuerdo de tus cursos de karate.  Me agarro la cara con las manos.  No puede ser, me digo.  Me calmo. 

 

 “No, loca, no podemos rebajarnos a su categoría.  No nos queda otra que dejarlo berrear”. 

 

 “Pues me está sacando de quicio”, alegas.  “Tenemos que hacer algo.” 

 

 Me apresto a seguir adelante, cuando tú me miras, ya no con tu cara furiosa, sino con una sonrisa pícara, casi malévola.  Te miro un par de segundos, cuidando no desviarme.  Tu expresión es la de una leona que se apresta a salir de caza.  Tu piel exuda vapor de hembra.  Se ve una senda por la derecha, no es la que ando buscando, que debería estar a la izquierda.  “Métete por ahí, ordenas”.  Te examino, curioso, un instante, y obedezco.  Tu expresión, tu piel, tus vapores, la tonalidad de tu voz, no son como para ser desobedecidas. 

 

 Nos adentramos por la senda, que al poco termina.  Sigo unos metros, suficiente como para esconder el auto detrás de la arboleda.  Afortunadamente no hay reja, lo que es casi un milagro.  “Yo”, me dices, con una mirada penetrante, luego callas.  En un segundo me llenas la cabeza de dudas.  Creo que estás furiosa conmigo, que me vas a dejar plantado en este mismo lugar, con el General en la maleta.  Tal vez no, tal vez lo que quieres es liquidarlo, pero sería absurdo, los gringos lo están esperando; quizás...  “Yo te necesito”, me dices mirándome de arriba a abajo, como una hembra mira a un macho.  Te miro con la boca abierta.  “Pero ahora, justo ahora” reclamo, aunque mi cuerpo ya está alerta.  “Precisamente ahora, o lo liquidamos a él, o me haces el amor en este mismo momento” respondes desafiante.  Una sonrisa de casa de orates se abre en mis labios, la idea me seduce.  Miro para afuera, el pasto está húmedo, debe estar lleno de bichos.  Tú miras también, adivinas lo que estoy pensando.  Nos queda sólo el asiento de atrás, y allí saltamos. 

 

 No puedo decir que es precisamente un momento romántico.  Es más bien una explosión, una chispa en un balón de gas, dos seres paleolíticos llevados por sus instintos más primarios, dos linces salvajes que se han encontrado y que, habiendo descartado la violencia sobre el enemigo como modo de expresión, y sintiéndose sin embargo presa de una agresividad desaforada, deben recurrir a la pasión como única forma de descargar sus explosivas energías.  Nos desvestimos como fierecillas enceguecidas, bramando, murmurando, tirando la ropa, las barbas postizas, la peluca, por todas partes dentro de este universo al que estamos reducidos, encarcelados, mientras las quejas del General van en aumento, se revuelca, se sienten sus patadas, se encuentran nuestros labios, sus rodillazos secos, nuestros brazos que se cierran, sus roncas deprecaciones, nuestras piernas se entrecruzan, un cabezazo en la lata, nuestros sexos se buscan, tus manos en mis nalgas, el General chilla, me aprietas, te aferro, el torturador golpea, dejas escapar un grito, reviento.

 

 Después, el abrazo.  El largo, suave, dulce, tibio abrazo de dos seres que han sobrevivido los arranques primitivos y bestiales de la especie humana.

 

 Nuevamente tuviste razón, con ese sexto sentido femenino que a menudo busca, en formas que a nosotros los hombres nos parecen irracionales, por no tener punto de referencia con que racionalizarlas, solucionar un problema del factor humano.  A partir de ese momento, todo fue simple.  El General se quedó callado, misteriosamente.  Encontramos el camino.  Seguimos al ‘van’, que nos esperaba, por un sendero de tierra al lado de una arboleda, detrás de un cerro, hasta encontrar el avión de los yanquis.  Sus fuerzas especiales nos esperaban. 

 

 Apenas los saludas, con tu peluca mal puesta, y te vas apresurada a sentar al ‘van’ de vidrios oscuros que nos conducirá de vuelta, donde el chofer ya espera.  No quieres estar presente cuando abran la maleta, te da asco.  Pero yo sí, con mi instinto de cazador que quiere examinar su presa.  Lo sacan con cuidado, con sus ojos bien abiertos y su mirada de perro.  Huele asqueroso, sudor y sobaco, mezclado con sus propios orines y defecación.  Pero eso no es nada, el olor verdaderamente terrible es el otro, el que le viene de más adentro, la podredumbre de su alma, olor a sangre y tortura, olor a verdugo.

 

 El ‘van’ nos conduce de vuelta.  Me desvistes, me limpias el sudor con el paño mojado que nos habían dejado a mano, me secas con la toalla, y me vistes con las ropas frescas.  Yo quiero hacer lo mismo, pero no me dejas.  “Me ducho en casa” murmuras, con una voz suave, sonriendo apenas.  Te observo, comprendiendo.  Sabes que me llevan al aeropuerto, que mis maletas están en el ‘van’, que en poco más de una hora partiré de vuelta a Montreal, ciudad que ya extraño.  Tus maletas también están aquí, pero tú no vienes.  Te clavo la vista, te miro de frente, quiero retenerte firme en mi pupilas, en mi cerebro, en mi corazón.  Unas lágrimas idiotas resbalan por mi cara, que tú secas con tus dedos de pluma.  Acercas tus labios y me das un beso tímido.  “No estoy lista todavía”, murmuras.  Te arreglo un poco la blusa, los botones aún sueltos, los mechones que se asoman por los costados de la peluca, que ahora me parece absurda.  Le doy unas indicaciones al chofer, en inglés.  Detiene el vehículo frente a una estación de taxis.  Sacamos los dos unos pesos del bolsillo.  Un abrazo, ahora breve, unas lágrimas que se aguantan, nuestras manos que se superponen suavemente.  Sonrisa mutua.  Adiós.

 

 Más rato, mirando nuestras hermosas montañas desde el aire, preso de una alegría justiciera y una congoja en el corazón, por fin suelto las lágrimas, y las imagino rodando cuesta abajo por las cumbres nevadas.