Selección de prosa de
Jorge Braña
¿Quién soy? 


© Jorge A. Braña
Manuscrito inédito

N. Jersey, USA, 2002

Los Conectados

Jorge Braña


El "Loco"

 

 

Cerro Santa Lucía

  

Bajando las escaleras del bello cerro Santa Lucía, incrustado en pleno centro de la ciudad, venía un hombre con un paso tan ligero y zigzagueante, que parecía un reptil dando pequeños saltos.  Firme, seguro, con aire de casanova, bajaba el cerro mirando los faldeos, en busca de una presa.  Ronaldo Zepeda, entrando en sus cuarenta, sabía que su facha entre apacible y bacana todavía despedía un aura seductora sobre su persona, quizás ya sin la fortaleza de la juventud, pero con la tranquilidad que da la experiencia.  En sus años mozos, aprovechando su encanto masculino, había sido el único capaz de desafiar de igual a igual a un bello flautista de aires melancólicos en el arte de conquistar mujeres por el solo placer del logro.  El desafío consistía en ver quien lograba seducir a más muchachas en un plazo determinado, breve, una o dos semanas, a lo más un mes.  Para darle variación al juego, usaban cualquiera de tres sistemas, la lista, la ruleta, o la ruleta marcada.  La “lista” consistía en hacer una lista de cinco o seis amigas o conocidas por ambos, quienes pasaban a ser el blanco común del desafío.  En ese caso, luchaban por el mismo conjunto femenino.  En la “ruleta”, en cambio, cualquier mujer era presa potencial, conocida o desconocida.  Como ambos sistemas presentaban sus inconvenientes, nació la idea de la “ruleta marcada”, que al fin y al cabo era el preferido por los dos cazadores.  Como en la ruleta, cualquier mujer era presa potencial, pero había excepciones: algunas damas eran respetadas por razones diversas. 

 

Las apuestas hechas al calor del vino, que a menudo involucraban a otros amigos, incluían fuertes sumas de dinero.  Como el ganador no era siempre el mismo, los amigos se fijaban mucho en el estado de ánimo de cada cual antes de arriesgar dinero en favor de uno o del otro.  A veces, sin embargo, ambos se desafiaban en secreto por los favores de alguna dama especial.  En ese caso lo único en juego era el orgullo. 

 

Pero el juego era en sus años mozos, antes de que el músico hubiese partido al extranjero en busca de mejor vida.  Sin él, la cosa había perdido gracia, porque no quedaba en todo Chile otro macho capaz de hacerle la pelea, pensaba Zepeda.  Con el tiempo se había aburrido de la banalidad de sus pesquisas, sin la atracción adicional de las apuestas, pero de vez en cuando, como ahora, miraba hacia sus años mozos con nostalgia, y se paseaba por Santiago con el mismo aire de aquellos tiempos.  A Ronaldo, Santiago le atraía enormemente, pero también lo fatigaba.  Después de un par de meses en la capital, cansado del ruido de los autos, la contaminación del aire, los apuros y la pretensión de la gente, volvía a su casa en Valdivia, a respirar aire puro, comer mariscos y relajarse en el andar provinciano de la pequeña ciudad sureña.  Pero al poco tiempo ya extrañaba la actividad de la metrópolis, los cafés nocturnos, la variedad de restaurantes y de mujeres.

 

En más de una ocasión sus afanes le habían traído mala disposición entre los integrantes de su propio sexo, como era de esperarse.  Siendo cinturón negro en karate, deporte que practicaba desde pequeño, sólo los más despistados se le iban encima. Cuerpo a cuerpo era capaz de vérselas con un oso, pero en más de una ocasión lo amenazaron con pegarle un balazo. Muchas damas también lo buscaban sin intenciones particularmente cariñosas, habiendo sido expuesto a una docena de escenas públicas vergonzosas en cafés y restaurantes de la ciudad.  Para escapar de sus logros y dar tiempo a que creciera la próxima generación de potenciales conquistas, se había ido a perfeccionar su deporte a Japón.  En Asia se había tranquilizado, aprendiendo algunas de las costumbres culturales del continente, poniéndose más selectivo en sus romances, y especializándose en una rama particular de karate.  De vuelta en Chile había anunciado su “transformación”, abriendo una escuela de karate en Santiago y otra en Valdivia, dedicando su energía al deporte y los negocios. 

 

La escuela de karate le había traído numerosas satisfacciones.  Por un lado, se ganaba la vida haciendo lo que le gustaba, desarrollando su pasión por las artes marciales.  Se mantenía en buena forma, sano y de buen físico, y le gustaba ser respetado y temido por sus alumnos.  Por otro, a medida que las mujeres se fueron interesando en el deporte, y sus clases se fueron haciendo mixtas, la selección, aunque reducida, podía hacerla con más tranquilidad.  Había contratado otros instructores, pero ninguno con el desarrollo avanzado que él poseía en este deporte, manteniéndose como el entrenador “supremo” dentro de su escuela.  Los otros instructores y los estudiantes hombres lo saludaban con respeto tanto en el gimnasio como en la calle, haciendo la venia correspondiente a una persona de su rango.  Las estudiantes mujeres, por otro lado, le sonreían y le coqueteaban, atraídas no sólo por su rango, pero también por el aire de calma y seguridad varonil que lo caracterizaba.  Había logrado crearse un universo cotidiano que satisfacía sus objetivos personales a la perfección, su pequeño “jardín terrenal”. 

 

Con el paso del tiempo, sin embargo, fue sintiendo la falta de un elemento en su vida.  Ya no le interesaba tanto la conquista, lo que necesitaba era algo más profundo, y no estaba seguro de encontrarlo dentro de su jardín.  Comenzaba a sentirse solo.  Súbitamente, las conquistas cesaron, no por falta de oportunidad, sino más bien de ganas.  Durante unos meses se puso más introvertido que de costumbre, caminando a menudo sólo por orillas del Calle-Calle y dedicándole más tiempo a la lectura.  En  este estado de ánimo se encontraba cuando una muchacha de mirada coqueta pero inteligente se integró al grupo de estudiantes en Santiago.  Cristina, como casi todas las alumnas, se sintió atraída por su instructor supremo a los pocos días de integrarse.  Ronaldo se fijó en ella, y guiado por una intuición inexplicable, la invitó a salir.  Cupido no tardó en lanzar sus flechas.  Zepeda decidió que esta vez la cosa iba en serio.  La fortuna finalmente le había sonreído, quizás, pensaba, como premio a su nueva templanza.

 

Al comienzo la relación había sido idílica, y el hombre, para sorpresa suya, no había sentido necesidad de seguir buscando aventuras.  Su determinación era cumplida sin esfuerzo alguno.  Al acercarse el año de salir con ella, Ronaldo se sentía feliz y atrapado por sentimientos que no creía haber tenido nunca antes.  Pero la vida no tardó en dejar en evidencia su complejidad.  Desde hacía dos meses la relación se había ido poniendo tirante a causa de los ataques de celos de la mujer ante las miradas coquetas de las otras alumnas.  En cada viaje de Ronaldo al sur, si por alguna razón ella no podía acompañarlo, Cristina se imaginaba a su hombre engañándola con otra mujer.  Si por casualidad alguna otra alumna faltaba, por enfermedad o por cualquier motivo, cuando Zepeda estaba en Valdivia, Cristina montaba en desesperación y acababa llamándolo cada dos horas e interrogándolo acerca de sus actividades del momento.  La ironía es que sus celos explotaban justo cuando Ronaldo, rompiendo su tradición de vida, le era fiel.  Poco a poco las discusiones y peloteras habían ido en aumento, pero como esta mujer era su puerta hacia el amor, sentimiento que Ronaldo se negaba a dejar perecer sin dar batalla, el hombre se afanaba por calmarla y recuperar la magia.

 

La noche anterior la pareja había tenido una de sus discusiones más ácidas, porque Cristina debía partir al fundo de unos tíos por asuntos de familia, y era incapaz de calmar su inseguridad sobre las potenciales actividades del hombre, haciéndole mil preguntas sobre dónde iba a ir y con quién se iba a encontrar.  Ronaldo, que no tenía ningún plan particular en mente, pasó mala noche, apenas pudo dormir, y se levantó “picado” por la desconfianza de su compañera y cansado por las discusiones cada vez más frecuentes.  Al salir de su casa se encontró con un hermoso domingo de primavera, fresco, despejado, liviano.  Las calles empezaban a llenarse de flores, las enredaderas trepaban por los muros casi hasta el techo.  Los primeros frutos colgaban en algunos árboles en los patios de las casas.  La contaminación casi no se sentía, se respiraba un aire que quería ser puro.  Esa mañana, Ronaldo sintió un chispazo de juventud corriendo por sus venas, y decidió arreglarse como en los buenos tiempos e irse al Santa Lucía, en parte a mirar mujeres, y en parte a dejar que las mujeres lo miraran a él.  Una vez en el cerro, con sus jardines, banquetas, y parejas besándose en los rincones, la adrenalina le había ido inflando los pulmones y el orgullo.  Porque en este cerro donde tanta presa había sido avistada en sus años mozos, las mujeres todavía lo miraban, de reojo, y esas miradas no se le escapaban.  La pulga de la aventura había comenzado a picar, y dos duendes internos luchaban, uno por Cristina, el otro por su ego.  Al margen de la lucha, sin embargo, su cuerpo, sin necesidad de dirigirlo, había ido adoptando la postura y el caminar de reptil con manzana que le había sido característico antes de irse a Japón.  Fue en este estado de ánimo que Ronaldo, bajando una de las últimas escaleras, vio venir a Clara de la Fuente, alumna de karate en su sede de Santiago desde hacía dos años, por la vereda, camino al cerro.  Venía sola.


Ronaldo se había fijado en Clara cuando ella había entrado a la academia, pero la mujer parecía tener muchos amigos y, contrario a la mayoría de sus alumnas, no daba la impresión de interesarse en él.  Al poco tiempo de su entrada el hombre se había sumido, por sus propias razones, en su estado de “templanza”, del cual no saliera hasta aparecer Cristina en su vida.  Clara había permanecido relativamente desapercibida ante sus ojos hasta ese momento.  Ahora, por lo contrario, su silueta se abría como una flor en el parque.  Ronaldo no lo pensó dos veces, y se interpuso en el camino de la mujer, que se acercaba sin verlo, con su paso característicamente decidido y su mente en otros mundos, como de costumbre.  Clara casi se lo llevó por delante.

 

“Pero oiga, fíjese donde… ¡Ah, Ronaldo!”

“¡Clara, qué sorpresa!  Casi chocamos, los pajarones.  ¿En qué andas?”

“De paseo.  Disfrutando la primavera”.

“¿No te molestas si camino contigo?  Yo también tengo ganas de distraerme un poco”.

“No, para nada”.

 

Ronaldo ya había subido y bajado el cerro Santa Lucía, el que ahora comenzaba Clara a subir, pero hacerlo en compañía de la mujer era distinto, le daba otro carácter al paseo.  Clara era persona de pocas palabras, pero mejor, así le daba oportunidad de examinarla y tomar una decisión.  La muchacha andaba con una blusa negra, discreta, levemente transparente.  Un par de bluyines apretados.  Los cabellos, frondosos, tomados en una cola.  Segura y sonriente, Ronaldo la dejaba tomar la iniciativa en cada paso para alcanzar a ver, de reojo, su trasero bien formado moverse al compás de su marcha.  Su cuerpo despedía la fragancia de un perfume estilo oriental, apenas discernible.  El silencio, el aire puro, un banquillo con una pareja de enamorados, el trasero, sus pasos decididos, la cola de su pelo, el aroma confundiéndose con el de las flores, un escalón, dos palomas, los pasos, sus nalgas decididas, sonrisa, cola, cuello, blusa, trasero.  El hombre, llevado por el aura que Clara despedía con cada movimiento, se fue sumiendo cada vez más en una nube, flotando alrededor de la mujer.  En quince minutos ya había tomado la decisión, al carajo con la fidelidad hacia Cristina, nadie le iba a venir a controlar la vida.

 

“Increíble como pasa el tiempo, hace casi dos años que entraste y tengo la impresión de casi no haber hablado contigo”, le dijo, con aire tranquilo, sin demandar respuesta.  Clara sólo lo miró y le hizo un gesto, sonriendo.  A pesar de disimularlo, sentía atracción por él, y el hombre lo captó.  La pared entre ellos comenzaba lentamente a derrumbarse.  Zepeda se dio cuenta de que debía proceder con sutileza, pero el objetivo era alcanzable.  Poco a poco, sin apuro, le fue sacando palabras, sonrisas, reacciones.  Clara, que estaba lejos de ser una inocente, se había dado cuenta de que Ronaldo se le quería acercar.  Por contraste, ella sí se había fijado en más de una ocasión en su instructor, a quien encontraba innegablemente atractivo, pero no le había gustado el aire de abejas revoloteando alrededor de la miel que adoptaban las otras alumnas, y se había mantenido a prudente distancia.  Ahora, que él hiciera el esfuerzo por acercarse, bueno, eso era diferente.  En este momento no tenía un novio determinado, a pesar de la media docena de pretendientes, y la idea de una aventura comenzaba a tomar forma.  Ronaldo sí tenía pareja, y eso era algo a considerar.  “Por un lado, puede ser latoso andar con un hombre que tiene el corazón puesto en otra mujer”, pensaba, “pero por otro, tiene la ventaja de que no me ha de andar declarando amor eterno después de la primera noche”. 

 

Al llegar a la cima se detuvieron a mirar la ciudad, y Ronaldo, con gesto casual, le puso una mano en la espalda.  Clara decidió tomar el toro por las astas.

 

“Bueno, Ronaldo, ¿me andas buscando, o qué?”

“No, yo, bueno.  Te ves bonita hoy, debo reconocer”.

“Mira, si quieres tener una aventura, dímelo de una vez, y déjate de rodeos”.

“Uy, cómo te pones.  En fin, si quieres saberlo, sí, me gustaría conocerte un poco más”.

“¿Y Cristina?”

“No sé, las cosas están un poco tirantes”.

 

Clara reflexionó unos segundos.

 

“¿Un poco tirantes?  Ah, bueno, las cosas están un poco tirantes, y tú sales a pescar.  ¿Qué buscas en mí, por qué yo?”

“Oye, no seas agresiva.  No busco nada en particular.  Uno nunca sabe lo que depara el destino, quizás los astros tienen determinado que somos el uno para el otro, tú y yo, o quizás no pase nada, pero podríamos investigarlo, ¿no crees?”

“Tú estás loco”.

 

Clara se largó a caminar, sin esperar respuesta.  Zepeda, desilusionado, pero sin perder esperanza, partió a su siga.  Los dos bajaron por el otro costado del cerro a toda marcha.  Al llegar abajo, Clara se despidió,

 

“Tengo un compromiso y debo irme.  Estás loco, no me cabe duda, pero igual lo voy a pensar.  Si me dan ganas te aviso”, y se alejó sin volver la vista. 

 

 

 

Artes Marciales

 

Al día siguiente, al entrar a la academia de karate, Clara le echó una mirada disimuladamente.  Ronaldo la saludó,

 “Hola, Clara, cómo estás”.

“Hola.  Yo bien, ¿y el loco?”

“Tan loco como siempre, supongo”.

El diálogo llegó hasta ahí, porque los otros alumnos ya entraban.  Ese día Ronaldo se instaló a un costado, diagonalmente atrás del grupo, a observar las clases dadas por uno de sus nuevos instructores, y a Clara, su postura, sus movimientos, su cuerpo.  Se dio cuenta que la mujer avanzaba a grandes pasos.  Se preguntó cómo era que no se había fijado en ella antes.  Al finalizar la sesión, aprovechando que Cristina no volvía hasta el otro día, le pidió al instructor que la llamara.

 

“¿Me llamaste?”

“Sí.  Veo que estás haciendo buen progreso”.

“Bueno, trato”.

“Pero hay algunas debilidades que debes trabajar más.  Si no aprietas bien el estómago y mantienes el aire adentro, por ejemplo, te puedes llevar una mala sorpresa”. 

La mujer lo miró sin decir nada. 

“Si te quedas un rato te doy una lección yo mismo.  No más de veinte minutos”.

“Bueno, no me vendría mal.  Pero sólo veinte minutos, tengo un compromiso”.

 

Mientras los otros se iban, Clara fue a refrescarse.  Se tomó un buen rato, hasta que el bullicio cesó.  Al salir, Ronaldo le indicó que pasara a la sala chica. 

 

“Vamos a trabajar en tu postura defensiva un poco.  A ver, primera posición”.

 

La mujer adoptó la posición.

 

“No está mal, pero tienes que aspirar más hondo, y apretar más la barriga.  Ahí, ves.  Más duro.  Eso.  Más”.

“Ya no puedo más.  Está dura”.

“Si está realmente bien, una patada en la barriga ni te debería doler.  ¿Estás segura?”

“Espera.  Ahora sí”.

“Ahí va”.

 

Zepeda le largó una patada, fuerte, pero no tanto como para hacerle verdaderamente daño.  La mujer ni se inmutó.

 

“Ves, no me hizo nada”.

“Pero fue muy avisada.  Ahora voy a rondarte y no te avisaré.  ¿Eres capaz?”

Ronaldo, con sus ojos fijos en los de ella, comenzó a caminar en semicírculo, como un gato buscando el momento para saltar sobre su presa.  Hizo como que se la iba a largar, sin hacerlo.  Clara se inquietó, recuperando un segundo después su postura.  Ronaldo sonrió.  El hombre caminaba delante de la mujer, clavándole los ojos, demorando el momento.  Los ojos de ambos se seguían.  Fuera de sus pasos, los ruidos exteriores, lejanos, y la respiración de ambos, no se escuchaba ni un grillo.  Al llegar al final del semicírculo daba una vuelta marcial, y volvía hacia el otro lado.  El aire, tenso, podría haberse cortado con cuchillo.  De súbito, la patada, fuerte, sin exagerar, certera.  Clara soltó un gemido aplastado, queriendo disimularlo.  Zepeda le siguió clavando la vista, pero notó que los ojos de la mujer se humedecían.  Se alarmó.

 

“No quise hacerte daño”, le dijo, acercándose.

“No me has hecho nada”, contestó ella, con orgullo, pero evidente malestar.

“Es innecesario hacerse la brava, si te ha dolido dilo”.

“Te digo que no”.

“Ataca”.

“¿Cómo?”

“Ataca, trata de herirme tú a mí, dale con todo, ¡ataca!”

 

La mujer intentó una patada, fácil de adivinar, que Ronaldo desvió sin gran dificultad.

 

“No me digas que eso es todo lo que has aprendido, ni un conejo patea con tanta parsimonia”.

 

Clara, con la sangre subiendo a su cara, intentó un golpe, después otro, y otro, y mientras la adrenalina le subía, comenzó a tratar de herirlo con todos los movimientos que sabía.  Ronaldo, naturalmente, le esquivó, atajó o desvió cada golpe.  La mujer, insistente, siguió.

 

“Ya, está bien, puedes parar”.

 

Pero Clara, con algo de rabia, siguió tratando un rato, hasta que Zepeda, sorpresivamente, dio un salto arrastrado, y con un golpe leve detrás de las rodillas la tumbó.  Clara, airada, se paró, le hizo rápidamente el saludo marcial y se retiró.

 

“No te enojes, has progresado mucho”.

“Gracias, gracias”, dijo ella, entrando al baño, cambiándose en diez segundos, y bajando en cuatro saltos las escaleras.


Sin volver la vista atrás, la mujer se alejó dando verdaderas zancadas por las calles del centro.  Iba a subirse a una micro, pero en la escalinata del autobús se dio cuenta de que necesitaba caminar y se bajó.  Anduvo quince cuadras a toda marcha, sin lograr calmarse del todo.  Le dolía la barriga. 

 

Al doblar una esquina, se encontró con un pequeño tumulto de gente, y trató de pasar por un costado.  Al hacerlo, un hombre, salido sorpresivamente del tumulto, tuvo la mala idea de agarrarle la cartera, y pretender quitársela de un tirón.  Casi lo logra, y Clara casi se cae, pero la cartera quedó colgando de su muñeca y ella en pie.

 

“¡Animal!”, le gritó.  Como el hombre siguiera tratando de tironearle la cartera, Clara dio un salto, le aforró una enorme patada entre las piernas, y un codazo tan violento en la cara, que volaron dos dientes y la mitad de la nariz del desafortunado por el aire.  La gente, que se había acercado para ayudar a la pobre muchacha víctima de un asalto, dio un grito.  Entonces Clara recuperó la noción de lo que estaba ocurriendo.  Allí estaba ella, rodeada de curiosos, con un hombre en el suelo delante suyo, chorreando sangre.  Alarmada, dio media vuelta y se largó a correr.  A las dos cuadras hizo parar un taxi.

 

Entretanto, en un departamento no lejos de allí, Leona de la Villa, cansada después de un día ajetreado en la escuela donde estudiaba sicología, tratando de sacarse de la cabeza las preguntas del examen de tres horas que acababa de dar, abrió una ventana, se sentó tranquilamente frente a su computadora encendida, puso un cenicero en el escritorio, sacó un cigarrillo, y lo encendió.  Pitando, aspiró profundo.  Ah, nada podía ya disturbarla.  No bien había preparado el computador para entrar al programa de conversación simultánea con sus amigos a través del mundo, como solía hacerlo en la noche cuando quería descansar su mente, sintió cuatro golpes rápidos en la puerta.  Antes de que se hubiera puesto de pie, los golpes de nuevo.  “Ya voy, ya voy, paciencia”, gritó.  Al abrir, se encontró con la figura jadeante de su amiga, casi en lágrimas.

 

“¿Pero qué te pasa, atropellaron a tu perro?”

“No, el perro está vivo, pero el huevón que se me cruzó en la calle no”.

“Pero qué dices, perdiste la cabeza, si tú no manejas”.

“Lo maté, Leona, con mis manos, he liquidado a un ser humano”.

“Ya, déjate de bromas.  Pasa y me cuentas todo”.

 

A Leona le costó un buen rato convencer a Clara de que el carterista seguía probablemente tan vivo como antes, aunque de esa tarde en adelante lo pensaría dos veces antes de pegarle un tirón a otra cartera.  Salieron a tomarse unas copas, y al poco ya se reían del incidente.

 

“Mírale el lado positivo”, bromeaba Leona, “su señora podrá decirle <buenos días mi ñato> todas las mañanas”.


Ese día Clara se quedó a dormir donde su amiga, y tuvo pesadillas toda la noche.  Se levantó temprano, se dio una ducha larguísima, se preparó un expreso fuerte, y llamó a Ronaldo.

 

“Tengo que contarte lo que pasó anoche.  Perdí la cabeza, en parte por culpa tuya, y acabé haciendo algo grave.  No sé si merezco seguir en la academia”.

“No embromes…  Ven a verme, te espero”.

 

Clara fue a verlo.  Creyó encontrar a Cristina con él, pero el hombre estaba solo. 

 

“¿Y Cristina?”

“Vuelve esta tarde, como a las tres.  Pasa, y cuéntame lo que pasó anoche”.

 

Le contó.  Estaba aún algo agitada, pero el hombre logró calmarla. 

 

“Es cierto que lo heriste, y te aseguro que pasó una noche peor que la tuya, pero se recuperará.  Esos golpes no son mortales.  Tranquilízate, te prepararé un té con limón”.

“No, por favor, prefiero otro café”.

 

Mientras él preparaba el café, Clara se puso a examinar los discos.  Encontró uno de Violeta Parra, y lo puso.  La música le alegró el espíritu.  El hombre le trajo el café y se sentó en el suelo, a su lado.  Sonó el teléfono.

 

“Hola, paloma, ¿cómo estás tú?  Yo, bien, despertando.  ¿Cómo?  Solo, por supuesto, qué esperas.  Echándote de menos, ni decir”.

“Mentiroso”, exclamó Clara.  Zepeda cubrió el auricular y le frunció el ceño.

 

“No, es la voz de la Parra, escucha.  Sí, es esa versión que…”

 

Clara estuvo tentada de hablar de nuevo, pero no dijo nada.  Examinó al hombre de pies a cabeza.  Estaba descalzo, con un pantalón de flanela beige, y una blusa de hilo con tres botones desabrochados, dejando la mitad de su pecho velludo al descubierto.  Se había perfumado un poco más de la cuenta, y peinado a la ligera.  El aroma del perfume se mezclaba con el del café.  “Es un demonio en dos patas”, pensó, “atractivo como el mismo diablo”.  Una sonrisa maliciosa se le sembró en el rostro.  Ronaldo, que hablaba, la miró inquieto.  Sus esfuerzos por terminar la conversación no daban resultado, Cristina seguía hilando las palabras.  Clara se puso de pie, y lentamente comenzó a acercársele.  Zepeda abrió bien los ojos.  La conversación seguía.  Daba risa verlo tan preocupado.  Clara, a un paso del hombre, le puso una mano en el pecho y le tiró los vellos.  Ronaldo movió la cabeza, pero no bien le retiró la mano, la mujer le puso la otra. 

 

“(Ya, déjate, ahora no)”

 

Casi soltando la risa, Clara retiró la mano, bajó la vista, y comenzó a desabotonar el resto de la camisa.  Ronaldo la dejó, indeciso, perdiendo dos o tres palabras de la conversación.

 

“No, si te escuché, tu tío, decías…”

 

Clara se puso una mano en la boca para no reírse.  La camisa ya estaba completamente abierta.  Abajo, el cinturón.  Con las manos en el aire, justo frente a la hebilla, la mujer dudó unos segundos.  No levantaba la vista, para evitar sus ojos.  “Ah, que sea lo que sea”, se dijo al fin, “por su culpa casi me incrimino, tendrá que darme un tratamiento como corresponde” y procedió a desabrochar la hebilla. 

 

(“Oye, espera”) – cubriendo el auricular.

 

Pero las manos de Clara no esperaban.  Sin dificultad le bajó el pantalón, observando como crecía su montículo debajo de unos ridículos calzoncillos amarillos con pintas rojas.  Su punta casi se asomaba por el orificio vertical al centro.  Clara lo aprisionó con las dos manos, el hombre casi se fue de espaldas.  Los vocablos seguían volando desde el auricular.  Ronaldo aprisionó el teléfono entre su oreja y su hombro para liberar sus manos, y las llevó al chaleco liviano de la mujer.  Pero ella se las retiró.

 

“Tú conversa no más”, le susurró.

 

Mientras él hablaba, contestando con monosílabos apenas coherentes, Clara se desvistió ante sus ojos, lenta y parsimoniosamente.  Ronaldo intentaba cortar, pero al contestar cosas sin sentido, la voz al otro lado exigía, y el intercambio no cesaba.  Las manos de la mujer lentamente le fueron recorriendo el cuerpo, bajando del cuello al pecho, deteniéndose en suave movimiento en las zonas más sensibles, bajando por el estómago, tirando los vellos justo lo suficiente como para que dolieran un poco, procediendo hacia la parte baja de la espalda, cayendo lenta pero firmemente hacia más abajo, acercando su cuerpo hasta rozar el del hombre, juntando paulatinamente las caderas. 

 

Ronaldo, bruscamente, soltó el teléfono, que cayó al suelo.  Antes de que pudiera bajar a buscarlo, Clara se le apegó, entrelazándose.  Debieron bajar juntos, cayendo de rodillas.

 

“¿Qué pasa?” – la voz de Cristina

“¡Se me queman los huevos!” – Ronaldo, cortando.

 

 

 

Lluvia del Sur

  

Al día siguiente, de vuelta en la academia, Zepeda entró después de finalizada la sesión, para no tener que enfrentar a Clara y Cristina al mismo tiempo, pues las dos mujeres tenían el mismo cinturón y estaban en el mismo grupo.  Pero cinco o seis alumnos se habían quedado y conversaban alegremente; entre ellos, las dos mujeres.  Ronaldo los invitó a todos a tomar té verde, que un amigo japonés le había traído hacía poco.  Tiró un mantel en el suelo y fue a hacer hervir el agua.  Cuando volvió a la sala con el té, Cristina, con entusiasmo, contaba la anécdota del teléfono,

 

“Tan bruto, mi Ronaldito.  Hablaba y hablaba sin contarme que tenía los huevos al fuego en la cocina.  Yo lo notaba nervioso.  Los hombres, cómo son.  Se le deben haber carbonizado”.

 

Clara, sin poder aguantarse, soltó una carcajada, y después otra.  Su risa pegajosa corrió por la sala, contagiando a los demás, que se echaron a reír más por el contagio que por la anécdota.  Cristina, feliz del resultado de sus palabras, movía la cabeza alegremente.  Ronaldo, por lo contrario, le echó una mirada seca a Clara. 

 

“Tan loco este Ronaldo”, soltó Clara, con aire casual, sin darse por aludida.

“Sí, un verdadero loquito”, aseguró Cristina.

“Amigos, dejémonos de tonteras, el té está servido”.

 

Pero de ahí en adelante sus amigos lo empezaron a llamar “el loco”, y a pesar de sus miradas amenazantes, el apodo fue puesto en uso más y más, hasta que se le pegó.

 

Durante las semanas que siguieron, Clara y Ronaldo se juntaron furtivamente, sin poder pasar una noche entera juntos, a causa de la presencia de Cristina.  A Clara el hombre le gustaba, y la idea de los encuentros furtivos era fascinante, pero poco a poco comenzaron a llenarla de ansiedad.  Una tarde, después de una siesta juntos, lo enfrentó,

 

“Ya me cansé de las siestas.  Si quieres seguir conmigo, tendrás que estar libre por lo menos una noche entera”.

 

Zepeda se sentía un poco confundido.  Clara le gustaba, no podía negarlo.  Pero no se sentía listo para romper con Cristina, la relación que más le había durado en su vida.  Le tomó poco más de una semana arreglar un viaje de tres días al sur sin su novia, que tenía algunos compromisos en la capital.  Invitó a Clara, que aceptó.

 

En su departamento en Valdivia, a orillas del Calle-Calle, los dos se sintieron por fin


a sus anchas, sin más molestias que las ocasionales llamadas por teléfono de Cristina, que pasaron a ser un juego.  No tenían obligación alguna, levantándose y acostándose tarde todos los días, y dando largas caminatas por la ciudad y los pueblos de los alrededores, que ambos conocían bien. Al mediodía partían de compras al mercadito, un emplazamiento de vendedores bajo unas carpas en el pequeño puerto de la ciudad, lleno de pescados, frutas y verduras bajo sus toldos rojos, donde por el equivalente a un dólar compraban media docena de ostras frescas, que engullían con limón al volver a casa.  Los dos primeros días fueron idílicos.

 

Al tercer día amaneció lloviendo, una fina capa de agua casi imperceptible que caía sin parar.  A pesar de estar bien entrada la primavera, hacía frío.  Después de ir a tomar desayuno, volvieron los dos mojados y decidieron pasar el día entero en casa, provisiones tenían de sobra.  Al promediar la tarde, despertaron tirados sobre un tapado en el suelo, abrazados.  El loco se sentó, dio un largo bostezo, y volvió a tenderse.  Clara preparó café, abrió una caja de pasteles, y se sentó a su lado.

 

“¿Cansado?”

“Perezoso, las nubes y la lluvia”.

“Lo que es a mí, este clima me encanta”.

 

Mientras bebían café sonó el teléfono, y Clara, un poco molesta, fue al baño a arreglarse.  Al volver, el hombre todavía hablaba, y Clara se sentó a escribir.  Veinte minutos más tarde la conversación terminó.  La mujer volvió a su lado.

 

“¿Qué piensas hacer?”

“¿Hacer?  ¿Hacer qué?”

“Con Cristina.  ¿La vas a dejar?”

 

Se produjo un largo silencio.  Los hilos de la lluvia en la calle se hicieron sentir.  El café se enfrió, bebido a medias.

 

“No, la verdad, no soy capaz”.

 

El silencio resumió su marcha.  Después de un rato, Clara tomó las manos del hombre en las suyas por un momento, entrelazó los veinte dedos, y las soltó de golpe.

 

“Eres un fresco, y un ladino”.

“Yo no te he prometido nada”.

“Cierto.  Yo tampoco.  Pero si crees que me voy a quedar pegada en ti, te equivocas.  Si tú puedes, yo también.  No creas que es privilegio de los hombres”.

“Haz lo que te plazca”.

“Bien.  Lo que me place ahora es volverme a Santiago”.

 

Sin decir otra palabra, mordiéndose los labios para no imitar las nubes del cielo Valdiviano, Clara juntó rápidamente sus cosas, y se marchó.

 

 

 

El Tercer Jinete

  

A la semana siguiente se aceptaron tres alumnos nuevos en la academia, dos principiantes y uno avanzado.  Para calificarlos y determinar en que grupo quedaban, se les tomó un examen práctico.  Uno de los instructores ensayaría a los dos principiantes.  Ronaldo en persona al avanzado.  Antes de hacerlo, invitó abiertamente al grupo cinturón verde, donde estaba Clara, a que presenciaran el ensayo, si tenían tiempo.  La mayoría no podían, pero cuatro se quedaron, entre ellos Clara.  El alumno llegó cuando Ronaldo estaba ocupado en asuntos de negocios de la academia.  Se vistió y presentó a la sala, que estaba vacía.  Era un hombre de tez mate, de apariencia levemente mayor que Zepeda, con mezcla de rasgos europeos y nativos, de buena facha.  Sus enormes y bellos ojos respiraban una tranquilidad sólo vista en los bebés.  Sin importarle que lo observaran, ocupó el centro de la sala y comenzó un breve ritual, desconocido para los que observaban.  Los alumnos se miraron entre sí, extrañados.  Como Ronaldo no se desocupara, vino otro instructor.  Se hicieron el saludo de rigor, y sin decir palabra, comenzaron a intercambiar golpes de ensayo.  La lucha era pareja.  Curiosamente, cuando los hombres se alejaban, el instructor llevaba ventaja, pero al acercarse, el recién llegado, con movimientos que ninguno de los presentes identificaba, lo aventajaba. 

 

“No conozco esas posturas”, reclamó el instructor.

 

Pero el hombre no habló una palabra.  Después de unos minutos el instructor se despidió, excusándose, anunció que el maestro Zepeda vendría en unos momentos y se marchó, entrando antes de irse disimuladamente a la oficina de Ronaldo, para comentarle las extrañas posturas del recién llegado.  Por su parte, el alumno volvió tranquilamente al centro de la sala, y ante la sorpresa de todos, se arrodilló y comenzó a cantar, despacito. 

 

Mientras los demás movían la cabeza en gesto de desaprobación, Clara, de pie a la entrada de la puerta, miraba hipnotizada.  Qué insólito, y qué hombre tan bello.  Ronaldo llegó unos minutos después.  Al verlo, el hombre en el centro se puso de pie y saludó con reverencia.  Ronaldo le devolvió el saludo, con igual reverencia, y lo presentó ante sus otros alumnos.

 

“Este es César Aguilasanta, a quien tengo el honor de recibir en nuestra academia”.

“El honor es mío”.

“César, tengo entendido que tienes descendencia navaja”.

“Así es, y orgulloso de ella”.

 

De voz ronca y melódica, eran sus silencios, sin embargo, los que cautivaban a los observadores.  Los alumnos hicieron un ademán de entrar, pero Ronaldo, sorpresivamente, cerró la puerta.

 

“Disculpen, pero tengo algunas cosas que tratar en privado con Aguilasanta”.

 

No quedó más remedio que irse.  Clara, en su interior, sabía que, tarde o temprano, miraría sus ojos en los de aquel hombre.

 

Dos meses más tarde, el loco invitó a todos sus alumnos a un asado de fin de año en el fundo de sus familiares, a dos horas de Santiago.  No todos pudieron asistir, pero llegaron ocho, y junto a Ronaldo y sus familiares, armaron sin dificultad una gran celebración.  Para sorpresa de todos, Cristina no estaba.  Zepeda se notaba un poco consternado, a pesar del ánimo de fiesta.  Cada vez que tenía oportunidad de zafarse del grupo, buscaba a Clara, e invariablemente la encontraba conversando con Aguilasanta.  Disimulando su malhumor, volvía a las peripecias del asado.  Finalmente pudo pillarla sola,

 

“Clara, tengo que hablar contigo, en privado”.

“En otra ocasión será, ahora estamos celebrando, y estoy pasándolo de bien, que ni te cuento”.

“Te lo llevas hablando con el navajo.  No sé qué ves en ese tipo”.

“Es un hombre bello e interesante, le gusta pintar, le gusta la música, y tiene unos grandes y hermosos ojos”.

“Pamplinas.  Es un estrambótico, de costumbres rarísimas.  Te conviene alejarte de él, por tu propio bien”.

 

El diálogo llegó hasta ese punto, porque Clara iba camino al baño y no tenía intenciones de seguir escuchándolo.  Al salir, César la tomó de un brazo,

 

“¿Qué te decía Zepeda?  Anda raro hoy”.

“Nada, cosas sin importancia”.

“Mira, pequeña, no es asunto mío, pero te voy a dar un consejo.  Ese tipo es el demonio en persona.  Creo que por tu propio bien te conviene mantenerte alejada de él”.

 

Clara lo miró, sorprendida.  Después le dijo que tenía ganas de caminar sola un rato, y tomó un sendero hacia los cerros.  Un perro del fundo, meneando la cola, la siguió.

 

“Puf”, pensó la mujer.  “Los hombres, quién los aguanta.  Todos quieren manejarle la vida a una.  Como si fuera caída del catre.  Ya soy grandecita como para saber en lo que me meto.  Par de torcuatos”.

 

Al caer la tarde, al calor de unas copas de vino, unos tíos de Zepeda, con orgullo, empezaron a hablar de la cepa de tres potros recién adquiridos.  El grupo entero estaba bien bebido.

 

“Son pura sangre, guapos, fuertes, una belleza,” aseguraban, “pero hay que ser bien gallito para montarlos”. 

 

La conversación derivó hacia los jinetes y el arte de andar a caballo.  Un tío, haciendo alarde, le puso una mano en el hombro a Ronaldo.

 

“Este sobrinito mío, señores, no sabía ni caminar y ya montaba.  Es un campeón”.

 

Ronaldo, con toda intención, le pegó una mirada de reojo a Aguilasanta.  César, con su inmutabilidad habitual, dijo, pausadamente,

 

“Bueno, en mi familia, cabalgar es una costumbre muy natural”.

 

“Ah,” recalcó el tío, “que no se diga más, un desafío”.  Ordenando a uno de los mozos, “Horacio, que ensillen dos de los tres potros”.

 

“Yo no necesito montura”.

“Ah, diantres”, siguió el tío, “un desafío al pelo, como se dice.  Ya, Horacio, que traigan dos de los tres potros, cualesquiera”.

“Altiro, pus don”.

“¿Y por qué no trae los tres?”

 

La voz de Clara, precisa, confundió por un momento a los hombres.

 

“Ah, m’hijita, qué buena idea.  Los jinetes escogen sus armas”, exclamó el tío, “Horacio, que traigan los tres, hombre, y César y Ronaldito elegirán dos aquí”.

“Y el que queda es mío”, agregó Clara, sin titubear.

 

Los amigos de Clara se arrimaron, con una botella de vino, animándola.  César, Ronaldo y su tío movieron la cabeza.  El tío habló,

 

“Mire, m’hijita, estos no son cualesquier potrillo, linda, son animales muy chúcaros, yo no le aconsejo, a una bella dama como usted…”

“Con todo respeto, señor Zepeda, hace tiempo me sacaron los pañales.  Sé muy bien lo que hago”.

 

La mujer miró a los tres hombres por turno, desafiante.  Ronaldo por fin accedió,

 

“Ah, mi querida Clara.  Ya veo.  Bien, Horacio, no nos haga esperar, que traigan los potros”.

 

A los quince minutos, ante la algarabía del grupo entero, los tres jinetes se aprestaban para partir.  La gente comenzó a hacer apuestas.  La mayoría se dividieron entre Zepeda y Aguilasanta.

 

“A ver”, dijo el tío.  “Las reglas son así.  Nadie le tira el potro por delante a otro, o queda inmediatamente descalificado.  Correrán por el sendero hacia el cerro chico, dando la vuelta por detrás, volviendo por el camino del costado, y terminando en el lugar de partida.  Yo gritaré ‘uno, dos, tres, ya’, y en el ‘ya’ parten”.

 

A la señal de partida, tras un relincho de los tres potros, arrancaron los tres jinetes como un bólido.  Clara de la Fuente, mordiéndose los labios de rabia, veía como los dos hombres le sacaban ventaja.  Como no llevaban montura, sólo riendas, no usaban espuelas, debiendo azuzar a los animales con las piernas y los pies.  La comitiva los vio perderse tras el cerro con Aguilasanta y Zepeda cabeza a cabeza, y Clara detrás.  Pasó casi un minuto sin que los jinetes aparecieran.  Se hicieron nuevas apuestas, a ver quién de los dos hombres vendría a la cabeza al acabar la vuelta al cerro.  Entradas al cine, botellas de vino, invitaciones a cenar, hasta dinero.  Dos minutos más tarde, una estela de tierra se vio aparecer por un costado del cerro, y la silueta, aún no discernible, de un jinete en punta.  Las apuestas fueron inútiles, porque en punta, con más de un animal de diferencia, venía la mujer.  Clara de la Fuente, inclinada hacia adelante, clavando los tacones de sus zapatos con furia sobre el potro, con los ojos desorbitados y una mata de pelo rebotando en su nuca, parecía el Cid Campeador en versión moderna, cruzando el camino de vuelta.  Los dos hombres se esforzaban por alcanzarla, pero a medida que transcurría la carrera, Clara les iba sacando más ventaja.

 

“Santo cielo”, exclamó el tío, “quién se lo hubiera imaginado”.

“La ‘ñorita salió brava, oigan”, murmuró Horacio.

 

Los amigos de Clara, muchos que ni siquiera se habían atrevido a apostar por ella, saltaban de alegría.  Las mujeres comenzaron a animarla,

 

“¡Dale Clara, dale Clara, sácales la mugre, rómpeles el orgullo!”

 

La carrera estaba decidida.  Con casi dos cuerpos de distancia, Clara cruzó la meta, pasó frente a todos, llenándolos de tierra, y no se detuvo hasta llegar al mismo establo.

 

“Ya, cachetona”, bromearon las amigas.

“Es que no pude pararlo en seco, venía lanzada”.

“Tres hurras por Clara.  Hip-hip, ¡hurra!  Hip-hip ¡hurra!  Hip-hip ¡hurra!”

 

La mujer, con sed, agarró una botella de vino a medias y se la empinó de un viaje.

 

“Para que no se crean tan sabelotodo”, dijo, mientras las otras mujeres celebraban. 

 

Esa noche Clara volvió a su casa completamente borracha, apuntalada por dos amigas, y durmió treintiséis horas sin parar.

 

 

 

La Propuesta

 

 Se despertó con el teléfono, que sonaba y sonaba. 

 “¿Quién llama tanto?”, contestó.

“Clara, es Ronaldo”.

“Hola, loco”.

“Te llamé ayer en la mañana, en la tarde y en la noche, y nadie contestó”.

“Ah, mis padres andan fuera... pero qué disparate dices, si son recién las dos y media de la tarde, ¿cómo puedes haberme llamado en la noche?”

“Anoche, te digo que te llamé anoche”.

“Anoche estaba en el fundo de tus tíos, ganándote una carrera a caballo, ya te olvidaste”.

“Je-je, no, no me olvidé.  Pero eso era antenoche.  Yo hablo de anoche.  No me digas que todavía estás borracha”.

“¿Ah?  Bueno, di qué quieres de una vez”.

“Te invito a almorzar, digamos, en una hora, tengo algo importante que hablar contigo, en privado”.

 

A las tres y media los dos se juntaron a almorzar en un restaurante italiano.  Zepeda, de mala gana, la felicitó de nuevo por la carrera. Pidieron el plato principal, sin sopa ni ensalada, reservando lugar para un postre y un café.  Después le contó, sin grandes detalles, que Cristina lo había dejado.  Hablaron un poco de ella, y de la relación.  Al comenzar el café, en un arranque insólito, Ronaldo le tomó una mano, y con cara grave, le habló,

 “cásate conmigo”.

 Clara se lo quedó mirando unos segundos sin encontrar palabra, y luego soltó una carcajada tan grande que los clientes en todas las mesas se dieron vuelta a mirar qué estaba pasando.

 “Tú, no sólo estás loco, estás loco de remate”.

 Se produjo un silencio.  Clara volvió a soltar la risa, y Ronaldo también se rió.

 “No veo por qué te ríes, es una proposición seria”, dijo el hombre, sonriendo.

“Claro, para que al año estés enredado con alguna alumna nueva”.

“No.  Por ti, soy capaz de cambiar”.

“Qué bien.  Yo, en cambio, no cambiaré por ti.  Para que sepas, estoy saliendo con
Aguilasanta”.

“¡¿Qué?!  Pero si es un extravagante, que se anda dando aires misteriosos”.

“Y a mí qué, que se dé los aires que le dé la gana.  Me gusta, me interesa, y nadie me va venir a controlar.  Además, mantengo correspondencia electrónica con un chiflado en Canadá, que me interesa cada vez más”.

“¿Así es que me rechazas por un navajo extravagante y un loco a quien ni siquiera conoces?”

 Se produjo un breve silencio.

 “Sí, lo conozco, estuvo hace no mucho aquí.  Es más, lo conozco desde hace tiempo, más del que te imaginas.  Pero no es por ellos que te rechazo, es por ti mismo”.

 Los dos sorbieron el café en silencio, y cambiaron de tema, hablando de la relación recién terminada entre Ronaldo y Cristina, que ya era hora.  El hombre invitó un segundo café.

 “¿No me das siquiera alguna esperanza?”

 Clara se sonrió.  Esperó que llegara el café para contestar.

 “Bueno, mira.  Si deseas ser mi pretendiente, adelante.  Pero, por el momento, no voy a dejar a Aguilasanta, ni de corresponderme con quien me dé la gana.  Bajo esas condiciones puedes hacerme la corte, si quieres”.

 El hombre la miró un rato.

 “¿Quieres darme un poco de mi propia medicina, ah?  Bueno, que sea como tú digas.”

 Como a las cinco, ante la sorpresa de Ronaldo, César Aguilasanta entró al restaurante.  Relajado, como siempre, se acercó a la mesa donde el hombre y la mujer acababan el café.  A juzgar por su reacción, Clara lo esperaba.

 “Con permiso”, dijo, extendiéndole el brazo a Clara.  La mujer, con toda naturalidad, puso su mano en el brazo del hombre.

 “Hasta pronto”, le dijo al loco.  César sólo inclinó levemente la cabeza. 

 Ronaldo Zepeda, el “loco”, los vio alejarse sin prisa del brazo por la calle.