Selección de prosa de
Jorge Braña
¿Quién soy? 


© Jorge A. Braña
Manuscrito inédito

N. Jersey, USA, 2002

Los Conectados

Jorge Braña


En el País de los Poetas y el Vino

 

 

  

Mirando por la ventana del bus Pullman, Martín tenía la extraña sensación de estar entrando en un laberinto sin salida, lleno de contradicciones, curiosamente inhóspito y hospitalario a la vez.  Los alrededores del aeropuerto parecían más bien desolados, tierras que daban la sensación de estar casi abandonadas, caminos en construcción, algunos obreros, letreros mal cuidados en el camino, un par de perros famélicos, pozas con aguas estancadas, una sensación de pobreza que, si bien no era claramente visible, se adivinaba en pequeños pero numerosos detalles.  Contrastando con esta sensación de abandono, la cordillera a un costado, algunas extensiones verdes en las laderas, uno que otro sauce, con sus brazos largos y melancólicos, hileras de álamos orgullosamente erguidos, un ave que podría ser un aguilucho, un halcón o un cóndor, girando a lo alto; muchos árboles y arbustos en flor y pajarillos cantando, aromas frescos que dejaban adivinar una flora en explosión, a pesar de que esos caminos no la mostraban en todo su esplendor.  Un paisaje distinto a cualquiera de los que conocía hasta el momento.  Sin entender bien por qué, sentía por un lado como si hubiese puesto los pies en un lugar más bien triste, lleno de terribles secretos, que, como un pantano escondido, se lo iría tragando poco a poco, a menos que lo abandonara corriendo de inmediato, sin mirar atrás.  Por otro, la belleza y una cierta hospitalidad y sencillez en el paisaje, a pesar de lo imponente de la cordillera, se reflejaba también en el mirar de la gente, invitándolo a entrar y sentirse a gusto.  El cuerpo reclinado hacia él, que aferraba su brazo como un tesoro, le devolvía la confianza y era su eje guía en estas tierras desconocidas.  La cabeza de Isabel yacía en su pecho, y con su mano izquierda él la rascaba, despacito.  En la derecha sentía latir su corazón.  La muchacha, con gran esfuerzo, había logrado deshacerse de la media docena de familiares que se peleaban por acompañarla, y sólo gracias a su enfática testarudez había logrado ir sola.  Sus padres no comprendían cómo prefería ir en bus y no dejaba que la llevaran en el auto de la familia, preguntándose qué tipo de impresión causaría en el famoso estudiante suizo del que hablaba hasta por los codos.  Pero la alternativa de que la familia entera lo asaltara con mil preguntas y se lo acapararan desde el aeropuerto mismo le parecía demasiado incómoda – casi dolorosa – y ella se propuso evitarla aunque acabase reñida con todos.  No se había equivocado, pensaba, y ahora en el asiento del bus, junto a la ventana, él respondía con su caricia.  Martín, efectivamente, agradecía el silencio.  Llevaba la mitad de su energía enfocada en su compañera, y la otra mitad en las primeras sensaciones que recibía de esta tierra extraña. 


 

En casa de Isabel, el almuerzo esperaba en la mesa, y una docena de parientes se paseaban impacientes entre el comedor y la terraza.  Martín, que no había dormido nada en el vuelo de más de doce horas, veía pasar las caras como flotando en una nube, y a pesar de que hizo un esfuerzo por aprenderse el nombre de todos, al final se conformó con recordar el de los padres, sintiendo que por cortesía era lo mínimo que podía hacer.  Fuera de ellos, se grabó inmediatamente el del hermano menor de Isabel, Juan Pablo, cuyo nombre coincidía con el de su primo mayor de Nebraska.  Como entre sueños escuchaba la voz de los padres, los dos hermanos y la hermana, todos menores que Isabel; una pareja de tíos con su hija pequeña, vestida como princesilla de historieta; las dos abuelas y uno de los abuelos, una tía solterona, otro tío con su novia, la mucama – que allí llamaban ‘nana’ – y un vecino que llegó en mitad de la comida.  Por sus cursos de español en Ginebra, su relación con Isabel y sus afanes personales, entendía bien el idioma y también lo hablaba, con marcado acento pero decentemente; mas la atención que debía poner para participar de una incesante conversación, en la que sólo se hablaba español, contribuía a aumentar su cansancio.  Al comienzo sólo le preguntaron por el viaje, pero pronto le empezaron a hacer más preguntas, peligrosamente avanzando de lo discreto a lo indiscreto.  Cuando la pregunta alcanzaba ya lo definitivamente personal, Isabel intervenía y llevaba la conversación hacia otro tema.  Mientras tanto, unos con otros trataban temas de la familia que le eran ajenos.  Aunque generalmente hablaban por turno y siguiendo reglas implícitas de etiqueta, el resultado igual era caótico, siguiéndose varias conversaciones a la vez.  La nana entraba a menudo desde la cocina, trayendo y llevando cosas, y de reojo lo examinaba disimuladamente.  También desde la cocina entraban, cada cuarto de hora, dos gatos que parecían gemelos, acomodándose bajo la mesa hasta que la madre, la empleada o una de las abuelas se percataban de su presencia, visiblemente molestas; pero cuando se aprestaban a echarlos, los felinos ya habían partido apresurados de vuelta, con la cola y las orejas paradas y la cabeza gacha.  Entonces las abuelas se daban unos codazos disimulados entre ellas, se escuchaban movimientos de pies bajo la mesa, la nana refunfuñaba algo entre dientes, ininteligible salvo por las palabras “echarlos” y “animales”, y los hermanos de Isabel la reprochaban con una mirada furiosa.  Desde donde estaba sentado, él los veía repetir la escena como en una película de Buñuel o Tati, mientras contestaba gentilmente las preguntas que todos le hacían.  Por advertencia de Isabel, que quería evitar un escándalo familiar, sólo se refirió a sus padres en Suiza.  El almuerzo le pareció interminable, con diversas ensaladas, mariscos, un guiso, y vino en cantidad bastante generosa.  Todo le pareció sabroso, a pesar de estar un poco más salado y aceitoso de lo que hubiese preferido, pero el vino fue lo que más lo sorprendió:  aunque el deje a tanino delataba que había sido abierto antes de alcanzar su punto óptimo, la calidad rivalizaba con los vinos españoles y algunos buenos pero no excelentes de Francia.  Ernesto, el padre de Isabel, se dio cuenta de la forma en que el muchacho paladeaba el vino, y le ofreció llevarlo a conocer un par de viñedos de la región central, donde conocía a los administradores por asuntos de negocios.  “Allí podremos catar algunos bastante mejores que éste”, le aseguró.  Martín acabó a duras penas su postre, una especie de flan flotando en almíbar, que también estaba delicioso, porque, desacostumbrado a un almuerzo tan opíparo, pero no queriendo rechazar nada por cortesía, sentía que en cualquier momento iba a reventar.  Por fin Carmen, la madre de Isabel, se apiadó del muchacho: “bueno, bueno, debes estar muy cansado después del viaje y la noche en vela, creo que lo mejor es que duermas una siesta, tu cuarto ya está listo y te está esperando” – Martín escuchó con alivio.  Isabel lo acompañó, pero se negó rotundamente a quedarse con él: “estás loco, en  mi casa no podemos.  Ya tendremos oportunidad en el departamento de unas amigas.  Ya te lo dije, aquí la cosa funciona así, aunque todos sepan que somos amantes, no podemos dormir juntos en casa, ni siquiera dar la impresión de que podríamos estar durmiendo juntos.  Sería un escándalo espantoso”.

 

 

 

 

Ciudad de Cerros

 

 

Con el sol de la tarde, Isabel lo llevó a recorrer los cerros de Santiago.  Se acordaba que una de las nostalgias que habían compartido en Princeton era su añoranza por cerros y montañas.  Primero subieron, en el centro de la ciudad, al cerro Santa Lucía - o Huelén, como lo llamaban los araucanos antes de la llegada de los españoles-.  Una bruma cubría gran parte del centro y tapaba la cordillera, pero la sensación de pérdida sólo la tuvo ella.  Él se fascinó con la idea de un parque-cerro en medio de la ciudad.  Después partieron al San Cristóbal, pero ella sugirió subirlo otro día por el pequeño funicular y sólo montaron un trecho por una ladera al costado.  Algunas de las extensiones verdes se divisaban a pesar de la bruma.  Soplaba una leve brisa, suficiente para traer una lluvia de aromas que a él lo tenían intrigado. 

 

“Aquí la primavera se huele, la bondad de las flores entra casi más por la nariz que por los ojos, por contraste a Nueva Jersey”, dijo ella, que observaba la inquietud olfatoria de Martín.

“Pero qué buena observación.  En Suiza también se huele, y yo muchas veces en Princeton me pregunté por qué, a pesar de la belleza visual en mayo, y de las ardillas y conejos y bandadas de pájaros, la primavera no parecía realmente completa”.

“Si te fijas, podrás notar el olor a pasto, a violetas silvestres, a corteza, a jazmín, a flor de la pluma.  ¿Te acuerdas que en casa de Bob tenían un arco con flor de la pluma, y casi no daba aroma?”

“Claro que sí, ahora que me dices, me voy acordando; faltaba la profundidad de los olores”.

 

Pensó llevarlo a Lo Curro, pero al darse cuenta de las numerosas construcciones en el sector, se desalentó.  Lo llevó entonces a ver la puesta del sol desde lo alto de un cerro camino a Farellones, en un rincón poco concurrido donde ella solía refugiarse del mundo.  Desde allí se veían, semi-cubiertos, los distintos barrios y plantaciones alrededor de la capital.  A pesar de que Isabel se quejaba de la contaminación y la mala suerte de no poder ver las cosas mejor, a él le gustaba todo, y junto a ella, embriagado por los aromas, los colores del cielo, los ladridos distantes haciendo eco en los cerros, el pasto húmedo, y los picos de las montañas entrelazados en la interminable cordillera, su aprehensión de esa mañana se fue disipando.  Por fin pudo relajarse, echarse a reír, hacerle cosquillas, tomarla en sus brazos, y confesarle que por ella iría hasta los confines del mundo.  “Tonto, ¿y dónde crees que estás?” alcanzó a oír antes de silenciar los labios de la muchacha con los propios.

 

Esa noche, el padre de Isabel anunció que tenía preparado para el fin de semana siguiente una visita a una de las pequeñas viñas del valle central, en el Valle de Colchagua, a un par de horas de la capital.  Habló también de una visita a la viña de Los Vascos, en el mismo valle, adquirida por los dueños de los Domaines Barons de Rothschild (Lafite) de Francia, con la que creía estar a punto de iniciar un negocio destinado a aumentar la exportación de esos vinos a Nueva York.  Isabel se sintió pasada a llevar y protestó, pero Martín tomó la invitación de tan buena gana que la muchacha no tardó en cambiar de opinión. 

 

El sábado, sin embargo, a tempranas horas de la mañana, la pareja pidió excusas y se arrancó a desayunar afuera.  Al calor del café matinal, después de intercambiar las primeras impresiones de su reencuentro y de la reacción de la familia de Isabel, comenzaron a preguntarse algunas cuestiones de fondo.

 

“¿Qué tienes pensado para más adelante?”

“Todavía no he ordenado bien mi cabeza.  Hay cosas de orden sentimental – sonriéndole -, de orden personal, pero también de orden práctico.  Para poder pagarme el pasaje vendí el computador, y debo confesar que logré, después de rogar, que mi padre consintiera a seguir depositándome la mesada hasta fines de año.  Pero después no lo hará a menos que vuelva a estudiar”.

“¿Pediste libre por un semestre o por un año?”

“Por un semestre, más tiempo no me hubiesen permitido, y gracias a que tienen buena opinión de mí en la facultad me aceptaron la petición.  En teoría, debo estar de vuelta a mediados de enero.  Pero no quiero hacerlo solo”.

“Sabes que es difícil que yo vuelva, por razones de presupuesto familiar”.

“Lo sé, y creo que es buena idea que hayas entrado a la universidad acá, aunque sólo hayas tomado dos cursos este semestre.  Pero tu carrera es distinta, yo quiero escribir y no estoy seguro que la vía académica sea lo mejor.  Por otro lado, tengo que ganarme la vida de alguna forma.  En verdad, estoy un poco confundido”.

 

Isabel le pasó la mano por el cuello, y se miraron un rato en silencio.

 

“Hablaste de cosas de orden personal, cariño, ¿a que te refieres?”

“Ah, de eso he pensado bastante.  ¿Te acuerdas que tú me alentaste a proseguir indagando sobre mi origen aún cuando a mí aparentemente había dejado de interesarme?  ¿Y que me ibas a ayudar?  Pues bien, amor, quiero hacerlo.  Es más, estoy decidido, es algo que deseo con toda el alma.  Le he escrito una carta larga a mis padrastros, haciéndoles saber mis intenciones, explicando mi necesidad de
saber.  Albert me respondió en forma alentadora, llamándome por teléfono y prometiendo enviar todos los antecedentes a su disposición, a condición de que no les exija a ellos explicar la forma en que me recibieron.  Discutimos un poco, porque francamente no entiendo las razones de su petición, la encuentro más bien extraña y me hace despertar todo tipo de sospechas.  Pero al fin acepté.  Así es que uno de estos días llegará correspondencia suya a tu casilla”.

 

Isabel giró en su silla y lo enfrentó, desbordante de energía:

 

“Sí, amor, tienes razón, es algo que debes hacer, te lo mereces a ti mismo, no puedes relegarlo a la indiferencia o al olvido, y yo estoy dispuesta a ayudarte como sea.  Por lo menos sabemos un nombre, el de tu madre, es algo importante.  Le escribiremos a la editorial que publicó sus libros, indagaremos sobre la inscripción de tu nacimiento, llamaremos a todos los De La Fuente del país si es necesario, ya verás que la verdad saldrá pronto a luz.  Tenemos más de tres meses para indagar a fondo, y yo, con sólo dos cursos, tengo bastante tiempo libre para apoyarte.  Bueno, si tú me dejas, mi tirolés chiflado…  De hecho, ya tengo algunas ideas”.

 

 

 

 

Catando, Catando

 

 

Pero el resto del fin de semana Martín se distrajo paseándose entre viñedos.  El padre de Isabel los esperaba impaciente al mediodía, y después de un almuerzo frugal partieron a Colchagua.  Los dueños recibieron a Ernesto, junto a su hija y su potencial yerno, con sincera hospitalidad.  “Nuestra viña es pequeña, y sólo producimos dos tipos de vino”, explicó Mario, un hombre con olor a madera y tierra húmeda.  “Nuestro Cabernet es de consumo local, porque en Chile hay tradición de este tipo de vinos, y es difícil competir con los productores tradicionales y los grandes viñedos.  Pero de partida hemos estado experimentando con un tipo aún relativamente nuevo en Chile, el Malbec, y gracias a Ernesto hemos establecido relación con una importadora mexicana y alcanzado el mercado de ese país”.  Bajo, de frondosa barba – que se rascaba con cierto orgullo al hablar de sus logros -, el hombre los conducía por entre las hileras de parras, ofreciéndoles pequeños racimos cortados de aquí y allá, hablando con elocuencia de las uvas y los procesos.  Se había establecido allí hacía apenas siete años, al comprar una pequeña viña y algunos terrenos adyacentes, los que llenó de nuevas cepas y unió a las tierras originales.  En la compra inicial heredó un capataz con bastante experiencia en la operación productiva, que era su brazo derecho, y algunos trabajadores.  Seis meses después, consciente de la importancia de ese hombre en el manejo del negocio, decidió asegurarse su lealtad haciéndolo socio y por ende partícipe de las ganancias, modelo que no era habitual en Chile.  La sociedad le trajo algunos recelos por parte de
productores adyacentes, que temían demandas similares de sus propios administradores, pero reafirmó la viabilidad de la operación.  Poco a poco el negocio se hizo rentable y nació la idea de experimentar y producir para la exportación, objetivo que había sido finalmente alcanzado gracias a la habilidad de Ernesto.  Por su parte, el padre de Isabel, habiendo súbitamente fracasado en actividades relacionadas al rubro bancario después de años de buena fortuna y malas inversiones, tentaba suerte con la exportación de vinos chilenos, alcanzando algunos logros con viñas pequeñas como ésta y estableciendo así algo de reputación, la que esperaba le sirviera de puente hacia los viñedos de más alcance.  Después de recorrer una parte de la finca, Mario los llevó a la cava donde se guardaba celosamente el producto de las mejores cepas.  El capataz los esperaba.  Mario lo presentó y le encargó que mostrara las bodegas a las visitas, pidiéndole además que les diera a probar algunos de los buenos vinos, todavía en barriles, lo que el hombre, que ya conocía a Ernesto, hizo con gusto.  Bajaron una escalerilla y entraron a una antesala con mesones, probetas y vasos de vidrio y de greda de distintos tamaños.  La sala, débilmente iluminada, olía naturalmente a vino tinto, pero también a uva, madera, mora, comino, estragón, y otras especias que Martín trataba de adivinar en silencio.  “Aquí hacemos algunas pruebas para darle toques al sabor.  Don Mario ha traído libros y recetas de Italia y de Francia, y con ellos hemos aprendido a darle, eh, digamos, un elemento de sorpresa, apenas discernible al paladar.  Las primeras veces fue un desastre, se nos pasaba la mano y ya más que vino parecía ensalada”, explicó el hombre, soltando una gran risotada.  “Yo no creía que estos agregados le hacían favor al vino, que ya había sido tratado en forma tradicional; pero Don Mario insistía, y ya luego aprendimos las cantidades exactas, que son muy medidas.  De veras, fue un gringo de California el que nos explicó.  Don Mario lo contrató como consultor por una temporada”. 

 

El capataz los hizo probar tres tipos experimentales de Cabernet Sauvignon, y adivinar cuál pasaba la prueba y cuáles no.  Para su sorpresa, el muchachito con cara de extraviado y que hasta el momento no había dicho nada, adivinó. 

 

“¿Lo dice por saber o porque no más le achuntó? – preguntó el capataz.  Martín lo miró interrogativo.  Isabel salió en su ayuda:  “Achuntar quiere decir adivinar, apuntar”, explicó.

 

“Es que recuerdo que una vez en Francia, en una pequeña viña al norte de La Bourgogne, probé un vino que se le parecía”.

“Ah”, dijo el capataz, echándole una mirada de soslayo al jovenzuelo, “un joven experto.  Y con acento extranjero, al parecer”.

 

Martín se ruborizó.  “No” – explicó después de unos segundos de silencio – “lo que pasa es que a mis padres les gustaba viajar por esas regiones durante las vendimias, observando con placer las labores de los recolectores y degustando los productos en reserva cuando era posible, y mi padre de pequeño me hacía participar.  No pretendo ser experto”.  Y después de otro silencio: “Yo crecí en Suiza”.

“Pues habla muy bien el Castellano”, concluyó el hombre, en forma algo parca.  “Ahora, alléguense por este lado y verán lo que es bueno”.

 

De la sala partían varios pasadizos angostos hacia los distintos brazos de la cava.  El

hombre hizo que lo siguieran por uno de ellos hasta entrar a un bodegón, bastante más angosto que la sala inicial.  Allí, a cada costado, descansaban docenas de toneles horizontalmente apilados, apenas visibles por la falta de luz.  El capataz se acercó a uno de ellos, que ostentaba una marca en la parte redonda que los enfrentaba, abrió la llave que cerraba un conducto por abajo, y recibió el fluído oscuro en una vasija.  El vino no estaba filtrado todavía.  Martín degustó con curiosidad el líquido que representaba una muestra de lo que sería la cosecha del Malbec de la línea en reserva.  En sus múltiples andanzas con sus padrastros nunca le había tocado catar ese tipo de vino. 

 

“¿Qué le parece al señorito?”, interrogó el hombre, guiñándole un ojo a Ernesto, que también cataba.

“Delicioso”, confirmó Martín. 

 

Efectivamente, era un vino excelente, pensó, color rojo-violeta con tintes rubí, seco, aunque menos que el Cabernet Sauvignon, de aromas dulces que recuerdan a las ciruelas y un apenas perceptible trasfondo a especias.  Aunque le faltaba al menos tres meses para llegar a su mejor punto, lo que prefirió no comentar por temor a presumir.

 

“No es Malbec puro”, comentó el capataz, “porque se mezcla con un pequeño porcentaje de Cabernet, aunque nunca más del cinco por ciento.  La mezcla lleva un año justo guardada en roble francés, sin ningún tipo de trasiego.  Se mantendrá así por algún tiempo más.  Después la filtramos con placas gruesas de celulosa, durante el embotellamiento.  La temperatura se mantiene estable, no varía nunca más de un par de grados”, acabó acotando el hombre.  Después los condujo a un mesón en el patio, donde los esperaba un pequeño agasajo.

 

Volviendo a Santiago, Ernesto le preguntó qué le había parecido el lugar.  “Es una viña nueva y pequeña, pero bien llevada” – comenzó Martín – “que ya encontró por lo menos un tipo de vino que promete, y que dicho sea de paso, nunca me había tocado probar.  Me encantó el laboratorio artesanal, pienso que quizá en algún momento de mi vida me gustaría tener uno”.  Hombre y muchacho se fueron conversando alegremente sobre vinos el resto del camino.  Isabel, en silencio, disimulaba su impresión. 

 

“No me habías dicho que eras un conocedor de vinos”, le dijo esa noche, mientras caminaban a la luz de una luna tan clara que hacía innecesaria la luz artificial.  Los aromas de las flores y la suave espuma del astro hacían la noche apacible, placentera.  “Además, no me imaginaba que en Suiza la gente se interesara particularmente por el vino”. 

“Suiza está rodeada de países vinicultores:  Francia, Italia, Alemania.  La parte francesa, al oeste, está cerca de los viñedos del sudeste de Francia, algunos muy buenos.  Aunque el país no se dedique a producirlo, mucha gente se interesa por el vino”. 

“Bueno, visto de esa forma, tiene sentido.  Te advierto que te ganaste un poroto con mi padre”.

“¿Ah?”

“Quiero decir que con tu conocimiento en este tema avanzaste un peldaño en su escala de valores.  Él es muy aficionado, es algo que le encanta y sus hijos no le hemos hecho mucho caso”.

“¿Ha pensado alguna vez instalar una viña?”

“Ah, no, no es la producción lo que le interesa.  Es más bien el conocimiento, aprenderse los detalles, incluso vanagloriarse un poco, aunque en forma sana”.

“Sí, como mi padre, qué divertido”, dijo Martín, y se sonrieron.  Pero él sintió un leve malestar tras esa última frase. 

 

El domingo, Isabel debía juntarse con un grupo de compañeros de curso para trabajar en un proyecto.  Martín partió con Ernesto a visitar la viña de Los Vascos, que quedaba relativamente cerca de la otra.  Lo invadía una vaga sensación de culpa, que trataba de esconderse a sí mismo.  No estaba ni trabajando ni estudiando, y no se había trazado todavía un plan para indagar sobre su origen.  Los días transcurrían sin un objetivo claro.  Pensaba en estas cosas mientras Ernesto, entusiasmado, le hablaba de sus posibilidades de convertirse en uno de los representantes de la viña en el extranjero.  Cada cierto tiempo el hombre le preguntaba ésta o aquella opinión, y él debía retomar bruscamente consciencia de la conversación y contestar algo medianamente sensato.  Después de un rato, cansado del esfuerzo de mantener dos conversaciones a la vez –una con su potencial suegro y otra interior – decidió olvidarse de sus problemas y centrarse en el presente inmediato.  Pronto se vio involucrado en una alegre conversación con el hombre, disfrutando del paisaje y del momento.  “Cierro con llave, por ahora”, pensó, “ya abriremos esas puertas pronto”.

 

Durante el viaje, Ernesto le relató la historia del viñedo que iba a visitar.  Martín ya conocía la fama de las viñas Rothschild en Francia, y había probado varios de sus vinos, desde el Mouton Cadet, relativamente barato pero parejo, siempre de buena calidad, hasta vinos de gran excelencia, que se los peleaban en los restaurantes lujosos de Ginebra y Nueva York, algunos muy caros, que sólo en Francia se encontraban por menos de cien dólares.  Pero no sabía que las uvas chilenas habían salvado importantes viñedos en Francia.  “En la segunda mitad del siglo XIX”, le explicó Ernesto, “grandes viñedos de Francia fueron arrasados por la peste conocida como phyloxera, una plaga de insectos que atacan la raíz de las vides.  Los productores estaban desesperados.  Como comprenderás, no se trataba de cambiar cualquier planta por otra, como hicieran en otros países de Europa; era importante mantener el tipo y la calidad del producto.  Siglos de reputación estaban en juego.  Pero descubrieron que la misma variedad de planta crecía en Chile, probablemente traída por antiguos colonos franceses y españoles, y que se mantenía inmune a la peste, como –dicho sea de paso- se ha mantenido hasta el día de hoy.  Rápidamente transportaron vides chilenas a Francia, salvando así sus renombrados vinos”.  Según Ernesto, parte del interés de los franceses por adquirir Los Vascos se debía a sentirse más seguros en caso de un nuevo desastre. 

 

La visita fue más breve que la del día anterior, porque había bastante ajetreo en el lugar y el representante de la viña acordó una reunión más formal con Ernesto para otro día.  De partida se notaba que la administración del negocio era más formal y de más alto alcance, y ellos no eran las únicas visitas.  Pero de todas formas alcanzaron a probar algunos de los vinos, de botellas que esperaban abiertas en el mesón de un patio interior, y a recorrer una parte de los cultivos.  Hasta donde se perdía la vista se veían las parras en hilera.  Aunque Martín estaba acostumbrado a verlas, la presencia de la cordillera a lo lejos les daba una belleza especial.  A un costado de la finca se adivinaban las cavas, en grandes bodegones a los que no pudieron entrar.  A pesar de lo breve de la visita, el muchacho quedó impresionado con la belleza del lugar y la calidad del vino.

 

“Y no creas”, le dijo Ernesto al regresar, “esta viña en Chile es chica en comparación a las viñas Concha y Toro”.  Si no te cansas de patiperrear conmigo, alguno de estos días te puedo llevar a conocerlas. 

“¿Hay muchas viñas en este valle?

Ernesto se rió.  “¿Qué quieres decir con este valle, hijo?  Se podría decir que Chile entero es un par de valles y dos cadenas de montañas, si se mira de norte a sur.  Pero es como mirar a un hombre tomando la planta de los pies o la nuca como referencia.  Mi abuela hablaba de un ‘valle de lágrimas’, pero creo que se refería a la vida, espero que no a Chile, con esa alegre sabiduría de la iglesia católica de la época.  Pero tú te refieres a Colchagua, ¿cierto?”. 

 

El muchacho asintió con la cabeza, presintiendo que su pregunta no tenía mucho sentido.  Ernesto volvió a reír.  “Espero que no creas que todo el vino del país se produce en el Valle de Colchagua, porque dio la casualidad que aquí estaban las viñas que visitamos.  Colchagua es parte de la zona central.  Pero hay viñas en muchas partes del país, aunque en realidad hay tres sectores principales: uno al norte, en las regiones de Huasco y Elqui, otro en la zona central, donde se produce el mejor vino, y otro más al sur, de Maule a Bío-Bío, que incluye también Cauquenes e Itata.   Pero la región central es la principal, y hay viñas en el Valle de Aconcagua, y en Maipo, Colchagua, Cachapoal y Lontué.  Claro que los nombres no te dicen mucho todavía, tomando en cuenta que recién llegaste, pero lo que quiero decir es que en la zona central, la principal, ninguna viña está muy lejos de Santiago.  Aunque Chile es largo, algo más que Suiza”, dijo Ernesto, sonriendo con picardía.

“Disculpe, es que yo no sabía hasta qué punto llegaba la tradición vinícola en Chile”, contestó Martín tímidamente.

 

“Lo que me muero de ganas de visitar son las viñas Cousiño-Macul”, siguió el padre de Isabel, sin darle importancia a la timidez del muchacho.  Sus vinos son generalmente excelentes.  Pero lo que me interesa es que ha sido administrada por seis generaciones de la misma familia, desde que don Matías Cousiño adquirió los terrenos en 1856.  Y en este país donde todavía prima el machismo, pocos reconocen que fue su nuera, Isidora, quien realmente le dio vida al lugar.  La mujer enviudó relativamente joven, antes de que la firma de arquitectos franceses contratados por su esposo terminara la renovación de las bodegas.  Ella las hizo terminar, entrenó a sus seis hijos en la administración de los asuntos agrícolas, y se trajo de Francia a Pierre Durand, eminencia de la época en viticultura y vinicultura, para que se hiciera cargo de la calidad del producto.  Además me gusta la ubicación, cerca de Santiago, justo el borde de la cordillera – Macul, ‘mano derecha’, según el idioma quechua.  Pero, como decía, por lo que se recuerda a doña Isidora, en cambio, en algunos textos de estudios escolares, es por haber donado uno de sus barcos de transporte a la Marina chilena durante la guerra con Perú.  Eso te dice algo sobre la tergiversación de valores en nuestro país, ¿cierto?”.  Martín se encogió de hombros, sin saber qué decir.

 

“Tengo incluso en mente un viaje a Mendoza, a explorar algunos de los viñedos Argentinos, que ya nos pisan los talones en cuanto a calidad, aunque a nosotros nos cueste reconocerlo.  Me agradaría mucho tenerte de compañero en algunos de estos viajes”, finalizó el hombre, con voz sincera.

 

“Con mucho gusto iré”, contestó el muchacho, sin sospechar que las cosas pronto tomarían un cariz muy distinto.

 

 

 

 

Un Encuentro Memorable

 

 

Dos días más tarde, Martín caminaba tranquilamente por una de las calles del centro de la ciudad.  Esa mañana se había quedado dormido y a Isabel le había dado pena despertarlo.   “Lo dejaré remolonear”, se había dicho la muchacha, dejando una nota en su velador.  Cuando él se levantó, ya eran más de las nueve.  La casa parecía vacía.  La nana había ido de compras y en casa no se escuchaba movimiento.  Se preparó un café y decidió ir a caminar por el centro, haciendo tiempo hasta que llegara la hora de salida de Isabel, para encontrarla frente a la universidad.  Salió del Metro en la estación Santa Lucía, frente al cerro, medio adormilado todavía, y al levantar la vista se quedó con la boca abierta:  detrás de los edificios, a la distancia, apareció la cordillera, magnífica, esplendorosa.  Hacía poco más de una semana que había llegado y por primera vez el ambiente estaba completamente despejado.  Es cierto que ya la había visto en el avión, el aeropuerto, y las viñas, pero ahora, enmarcando los edificios y el parque, acariciando los bordes de la ciudad, cobraba otra dimensión.  La ciudad no era la misma, el aire límpido resaltaba sus construcciones de piedra gris y madera, el Santa Lucía se veía más acogedor –un bebé de aquella cadena de montañas a la distancia- y hasta la gente parecía más relajada, alegre, caminando sin apuro aparente.  Los cerros formaban un gran brazo alrededor de la ciudad:  la cordillera lo envolvía a él y a todos los que por allí pasaban.  Era un abrazo cálido, acogedor, que lo hacía sentirse protegido, como en su infancia, cuando llegaba con Albert y Josefina a pequeñas ciudades entre Los Alpes.  Esos eran pueblos pintorescos, claro, pero ésta era una gran ciudad.  “No me imaginé que Santiago podía ser tan bello”, pensó.

 

Se metió por las calles y callejuelas, por los pasadizos, por el paseo peatonal del centro, jugando a sentir la ciudad y, al volver a salir al aire libre, reencontrarse otra vez con el abrazo.  Así llegó a la Plaza de Armas, donde visitó la catedral, al Mercado Central, a la estación Mapocho.  Desde allí caminó por el Parque Forestal hasta el museo de Bellas Artes y a la Biblioteca Nacional, edificios sólidos de piedra, siempre descubriendo, contrastando los viejos y tradicionales edificios con las torres nuevas, que parecían fuera de lugar.  Al perderse por una calle angosta llegó de pronto a una plaza con cafés y galerías de arte, un museo, un par de librerías y unos mesones con libros al aire libre.  “¿Cómo se llama este lugar?” se atrevió a preguntar a dos chicas escolares que conversaban en una esquina.  Las niñas lo miraron como si viniera de otro planeta, y después rieron.  Sólo quince segundos más tarde, tras observar que él seguía mirándolas con cara de interrogación, le dijeron: “la Plaza del Mulato Gil”, y volvieron a reír.  Martín por un momento creyó que se burlaban de él, pero una de las chicas, con sonrisa coqueta, insistió: “sí, sí, así se llama.  ¿Y tú, cómo te llamas?” – y ambas escondieron la cara entre risitas.  “Gracias”, dijo él, también riendo, y siguió caminando.

 

Se acercó a una de las librerías, al fondo de la plaza, en un rincón, y frente a un mesón que habían puesto afuera se puso a examinar libros.  A uno de los costados del mesón, un pequeño letrero a mano decía: “poesía de Chile”.  Tomó los “Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada” de Pablo Neruda, a quien había leído ya en francés, en Ginebra, y también en Princeton, traducido al inglés, y se puso a hojearlo.  En eso estaba cuando se levantó de una silla un viejo de cara seria – que Martín no había visto –y se paró justo detrás suyo, sin que el muchacho se diera cuenta.  Martín puso el libro bajo el brazo, con la intención de comprarlo, y siguió escarbando.  Tomó “Altazor”, de Vicente Huidobro.  Cuando lo hojeaba, el viejo carraspeó.  Martín dio un salto, y sin querer gritó “pardon monsieur” con el acento suizo-francés de su niñez.

 

“Ah, un extranjero.  Canadiense, quizá, ¿ah?”, le dijo el hombre, frunciendo el ceño.  Y como el muchacho no contestara: “Con razón”.

 

Martín no entendió, pero se sintió levemente ofendido por lo de canadiense.  Su acento no podía ser tan fuerte, pensó.  “¿Con razón?” – repitió, enfatizando el sentido de interrogación.

 

“Con razón elige lo más elemental.  Si fuera chileno, a su edad, sería una vergüenza que no hubiese leído esos textos todavía.  Aún siendo extranjero, es casi imperdonable”, contestó el anciano, en tono burlón, sin mirarlo directamente, pero dirigiéndole rápidas y breves miradas de reojo.

 

“Los he leído, pero no en español”, se atrevió a decir él, en actitud defensiva.

“Ah, en ese caso, está bien, vale la pena leerlos en castellano.  Malgré que il y a des bonnes editions en Français” – agregó el hombre, ahora con mayor amabilidad.

 

“¿Habla francés?”, dijo Martín, alegre, “pero su acento no es mejor que el mío, que por lo demás es suizo, no canadiense”, se atrevió a seguir el muchacho.  El viejo frunció nuevamente el ceño.

 

Bon, bon.  Pero sepa que, sin desmerecer a Neruda y Huidobro, no han sido ellos los únicos poetas en Chile.  Si realmente le interesa nuestra poesía, le puedo sugerir algunos autores, una media docena, digamos, para empezar, aunque tendría que leerse unos diez o quince por lo menos si quiere conocernos mejor.  Si se los lleva de vuelta a Suiza, más vale que se lleve más, porque allí no los ha de encontrar en su idioma original”.

 

“Me interesa toda la poesía”, dijo Martín de pronto, aunque de inmediato sintió que presumía, agregando en tono más humilde, “pero no conozco mucho de la chilena, sólo a Neruda y Huidobro, porque es lo que se encuentra en Suiza y en Estados Unidos”.

 

“¿No me diga?” – le dijo el anciano, clavándole por primera vez la mirada.  “Yo creo que te confundes” – súbitamente tuteándolo – “es posible que en Suiza no se encuentre la obra de nuestros poetas, porque siendo un país rodeado de cerros, la gente está aislada del mundo exterior, y se entretiene haciendo relojes, con esa manía por la precisión que tienen ustedes, o comiendo quesos y chocolates, y colgándole campanitas a las vacas.  Pero en Estados Unidos es distinto, hay mucha gente de origen hispano, y existe mayor interés por nuestros escritores; no mucho tampoco, pero sin duda mayor que en los Alpes”.

 

A Martín le subió la sangre hasta las orejas.  Nunca había sentido esa especie de orgullo patriótico que ahora sentía, ni se había imaginado que ser oriundo de Suiza representase particularmente una debilidad, más bien lo contrario.  Las palabras del viejo le llegaron como una cachetada súbita.  “Qué se cree”, pensó, “en este país prácticamente desconocido, atrincherado en los confines del mundo, doblemente aislado”.  Por un momento no supo qué contestar.

 

“Pero yo estudio literatura en Princeton”, contestó al fin, sin importarle ahora si presumía o no “y fuera de Neruda y Huidobro, no he visto otros libros de poetas chilenos allí.  Aunque en prosa, reconozco, se vende mucho Isabel Allende, cuyo estilo narrativo a mí me encanta”.

 

Pero el viejo ni se inmutó:  “yo también he visitado Princeton, y además he enseñado en Columbia, y en Illinois, y en California, y sé que te equivocas.  Si te fías del mercado popular, de los ‘best sellers’, por supuesto que no encontrarás a ningún poeta.  La poesía en general no es marquetera, salvo contadas excepciones.  Pero si hurgas un poco en las bibliotecas, ya verás como empiezan a aparecer.  Yo he visto con mis propios ojos libros de la Mistral, por ejemplo, ninguna buena biblioteca de Estados Unidos puede privarse de tenerla, me extraña que no la conozcas; y he encontrado obras de Juvencio Valle, y de tantos otros, hurgando, hurgando.  Hasta existe un estudio famoso que hizo una gringa de Nueva Orleans sobre Teillier”. 

 

Martín se sintió a la vez sorprendido, desarmado, y sin embargo, motivado a seguir escuchando a su curioso interlocutor. 

 

“¿Así es que estudias literatura en Princeton?” – siguió el viejo, cambiando súbitamente de tono, mostrando interés.  “¿Y qué haces por estos lados?”  Y antes de que Martín tuviese tiempo para responder:  “te invito un café”.  Después, haciéndole señas a un hombre bajito y gordo que arreglaba un estante en la librería: “Pedro, tráigase un par de cortados por favor, y otra silla, para mi amigo Suizo”.  Pedro partió sin demora.

 

Cuarenta minutos después, en medio de una rápida e inesperada lección sobre la poesía chilena, Martín miró la hora y se dio cuenta de que tenía que partir a encontrarse con Isabel.  Se despidió del viejo con un apretón de manos, y el hombre le gruñó su despedida con amabilidad, gesticulando en forma casi pomposa con su mano derecha: “alors, alors, tu as bien á lire, Martin”.

 

Martín partió con una pirámide de libros bajo el brazo, algunos comprados, otros regalos del viejo:  Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Jorge Teillier, Juvencio Valle, Miguel Arteche, Gonzalo Rojas, Efraín Barquero, Teresa Calderón, Tomás Harris, Sara Vial, Carlos Bolton, Rosamel del Valle, Rodrigo Lira, Enrique Lihn, Oscar Hahn, Ennio Moltedo, además de Huidobro y Neruda.  “¿Piensas poner una librería?” le dijo Isabel, al verlo llegar.

 

 

 

 

Poesía de Octubre

 

 

Con algo de dificultad al comienzo, a causa del idioma, pero con entusiasmo, Martín fue leyendo los libros adquiridos en la Plaza del Mulato Gil.  Se hizo la disciplina de partir a diario con Isabel a la universidad, aprovechando ella para estudiar cuando no tenía clases, y él para leer.  A medida que iba conociendo los distintos autores, complementaba su lectura con otros textos encontrados en la biblioteca del campus.  Marta Jesús, la bibliotecaria, conocía a Isabel y lo dejaba ir y venir a sus anchas.  ¿En quién te concentras hoy?”, le preguntaba muy seria al verlo entrar.  “Ah, de él no tenemos mucho todavía”, le decía a veces, cuando no había mucha obra del poeta en circulación, “pero encontrarás un libro en el estante de más abajo, en el rincón derecho, casi al final” – y efectivamente allí estaba el libro.  La mujer se sabía la disposición de casi todos los libros de memoria, y fuera cuál fuera el autor, era raro que no lo hubiese ya leído.  El entusiasmo del muchacho era contagioso y ella lo elogiaba.  Cuando le costaba encontrar un libro, por estar siendo utilizado por los estudiantes, Marta Jesús se ofrecía para prestarle los suyos propios, trayéndolos de su casa al día siguiente.  “De Rodrigo Lira no tenemos nada”, le dijo cuando Martín buscaba más cosas del autor.  “Pero yo tengo un par de antologías en casa donde salen algunos de sus poemas.  ¿Sabes algo de su trágica historia?” – y de vez en cuando la mujer le contaba pasajes sobre la vida del autor en cuestión.  A las dos semanas ya se habían hecho amigos.

 

En más de una oportunidad Martín volvió a la librería de la Plaza del Mulato Gil, pero el viejo nunca estaba.  Por temor a importunar no quiso hacer averiguaciones sobre él, ya tendría oportunidad de encontrarlo otro día, pensaba.

 

De vez en cuando se colaba con ellos Juan Pablo, el hermano menor de Isabel, a quien la rutina escolar lo aburría.  Isabel lo regañaba y en broma le daba un tirón de orejas, pero no se lo impedía ni lo acusaba a los padres.  El chico, de trece años, tenía sensibilidad hacia la literatura y también le gustaba hurgar en los textos de estudio de su hermana, aunque no entendiera bien todos los términos utilizados en sicología.   La primera vez la bibliotecaria no había querido dejarlo entrar, enojada porque el chico estaba evidentemente haciendo la cimarra, pero Isabel y Martín le rogaron y ella acabó por acceder.

 

Al atardecer no siempre regresaban a casa de Isabel.  Una compañera de Isabel les había pasado la llave de su apartamento, que compartía con otras dos muchachas.  Allí llegaban algunas tardes en que sabían que ella no estaba y se encerraban en el cuarto de la amiga.  Era un cuarto relativamente chico y desordenado, pero les bastaba para remolonear y satisfacer sus pasiones.  Isabel tuvo que presentarlo a las otras dos mujeres, aunque con ellas no tenía amistad como para querer hacer vida social.  Pronto se dieron cuenta de que la presencia de Martín provocaba risitas y cuchicheos entre ellas, e incluso que a veces se paraban detrás de la puerta para escuchar, en ánimo de tanda, los ruidos de la pareja en los momentos más inoportunos.  Isabel decidió traerle una radio de regalo a la amiga, donde naturalmente sonaba la música a buen volumen cuando la ocasión lo requería.  Por si acaso, Martín también instaló un cerrojo.  Al poco tiempo se aprendieron el horario de las otras dos muchachas y acomodaron el suyo propio de tal forma de encontrarse lo menos posible con ellas.  Juan Pablo obviamente se enteró de estas andanzas, guardando el secreto con el mismo celo con que esperaba guardasen el de sus cimarras.

 

Martín e Isabel habían trazado un plan a seguir para investigar el origen de Martín, el que iban de a poco discutiendo, pero habían acordado no ponerlo en práctica hasta que no llegara desde Ginebra el envío de los antecedentes que Albert había prometido.  A pesar de que ambos sabían que era un poco absurdo esperar, una especie de temor interno, combinado con la sensación de haber ido paulatinamente encontrando una rutina que les gustaba, los había hecho posponer la investigación.  A causa de ese mismo temor, Martín no se había atrevido a preguntarle todavía ni al viejo ni a la bibliotecaria sobre su madre, pero sabía que algún día lo iba a hacer.  El muchacho no quería lanzarse sobre un potencial remolino de acontecimientos y emociones sin fortalecer primero su propio ánimo sicológico.

 

La misma tarde en que Ernesto le hablaba a Martín de una nueva visita a otra viña para el día siguiente, el cartero llegó con un gran sobre amarillo:  correspondencia de Albert.  La hermana de Isabel, presintiendo que podía ser algo importante, se lo arrebató en broma y lo hizo correr por toda la casa antes de entregárselo, sin entender por qué a él la broma no le hizo gracia.  El sobre despertó la curiosidad de la familia entera, y por lo mismo decidió llevárselo a la biblioteca y abrirlo allí.  También llevo sus más preciados tesoros, que Isabel ya conocía:  una página con dos versos, fotocopiada de un cuaderno, y dos libros de poemas de su madre.  Los versos sueltos en la página fotocopiada estaban firmados simplemente “Clara”.  La copia se la había entregado Albert hacía más de tres años, en un café de la vieja Ginebra, poco después de aquel extraño e inolvidable cumpleaños en el que supo que era adoptado. 

 

El primer libro, que contenía uno de los poemas de la fotocopia, lo había encontrado un año después, fruto de una secreta investigación personal que de a poco había ido haciendo, utilizando principalmente el Internet y escribiendo a muchísimos lugares, sin otra cosa que aquellos versos, el nombre de pila y la supuesta nacionalidad de la autora, según lo poco que le había contado su padrastro.  Su búsqueda había dado frutos cuando un librero en México le respondió que tenía un libro usado donde aparecía uno de los poemas, escrito por una autora con el mismo nombre de pila, pero sin biografía ni referencia adicional.  Martín inmediatamente lo encargó.  Efectivamente, verso por verso, el poema era idéntico.  El libro tenía la siguiente dedicatoria: “JDM – 521 y te espero…” y estaba escrito por “Clara de la Fuente”.  De esa forma Martín se había enterado del apellido de su madre.  La búsqueda prosiguió con nombre y apellido.  En ella, Martín fingía un interés puramente literario, sin confesar en sus mensajes que se trataba de encontrar información sobre su madre natural.  Dos meses más tarde, una familia de chilenos en Canadá le envió un mensaje esperanzador por correo electrónico:  tenían una copia de otro libro, firmado por la misma autora.  Para desilusión de Martín, sin embargo, la familia se negó a venderle el libro, por tratarlo como “tesoro personal”.  A pesar de la desilusión, esa respuesta había llenado de esperanzas al muchacho, decidiendo escribirles y contarles quién era.  Pero un virus nuevo y dañino infectó su computador y el programa anti-virus fue incapaz de controlarlo: en un par de días perdió todas sus fichas, incluyendo las direcciones electrónicas, que desgraciadamente no había anotado en ningún otro lado.  Martín fue incapaz de reiniciar la pista que lo había llevado a escribirse con esa familia, pero se acordó del nombre del libro y empezó a buscarlo de esa forma.  Por fin lo encontró a través de un grupo de intercambio de discos y libros que se reunía en forma cibernética, en uno de los múltiples rincones de “chat” del Internet.  En él, una somera biografía confirmaba que la autora era chilena, pero no decía mucho más.  La dedicatoria era tan críptica como la anterior y parecía el comienzo de algún cuento:  “A la semilla implantada –y que crece sin apuro- en el castillo de una bella ciudad”.  Una chilena residente en París se lo había enviado; ella lo había conseguido a través del mismo medio y adquirido por interés general en la poesía de mujeres sudamericanas, y no sabía nada acerca de la autora.  Esos eran los dos libros de su madre que Martín había logrado conseguir, y que, según Isabel, guardaba como ‘hueso santo’.

 

En la mesa del rincón más apartado de la biblioteca, el muchacho abrió lentamente el sobre, con Isabel al frente, acariciándolo con sus ojos.  En el venían:  un cuadernillo, una pulsera manchada, un prendedor con una cajita metálica, una cinta para amarrarse el pelo, un sombrero de tela verde, también manchado, y dos cartas, una de Albert y otra de Josefina.  Al hojear el cuadernillo, Martín reconoció de inmediato los versos que Albert había fotocopiado, junto a otros versos y algunas frases que parecían acotaciones para acordarse de ideas a desarrollar en un diario de vida.  Martín movió la cabeza: “y por qué no me habrá dado el cuadernillo de una vez, en lugar de copiar una sola página”, le comentó a Isabel.   Pero al examinarlo detenidamente,  Martín creyó adivinar la razón:  todas las páginas, con excepción de la que su padrastro había fotocopiado, estaban manchadas de sangre.   A pesar de estar secas y haber adquirido un tono oscuro que a primera vista no las hacía evidente, una inspección un poco más cuidadosa revelaba que efectivamente eran manchas de sangre.  Pero Martín estaba feliz igual: las páginas estaban llenas de versos y notas de su madre.

 

Isabel tomó el prendedor con la cajita, y antes de abrirla le preguntó: “¿puedo?”.  “Sí, sí”, contestó él, examinando aún el cuadernillo.  “Mira, hay una foto”, le dijo ella un par de segundos más tarde.  Martín tomó con cuidado el prendedor y miró en la caja: adentro, un círculo con un rostro, recortado de lo que seguramente era una foto más grande.  Era el rostro de un hombre. 

 

“Qué curioso”, dijo el muchacho, “sus rasgos me son vagamente conocidos”. 

“Pero sí, tonto”, dijo ella, “se parece a ti.  O mejor dicho, tú te pareces a él”. 

 

Martín miró la foto con detención.  El parecido era claro.  Entonces, lo asaltó como relámpago un recuerdo, y lanzó una exclamación de asombro. 

 

“¿Qué pasa?”, preguntó ella.

“La foto”, contestó él, “no lo puedo creer”.

“¿Que se parezca a ti?  Pero si es probablemente tu padre”.

“Eso de por sí ya es singular”, contestó él, sonriendo, “pero no es sólo eso.  Este rostro es, con rasgos más adultos, la proyección de otro rostro que me está esperando en un bosque de las Rocosas en Canadá” – comentó entre dientes, como para sí mismo, mientras Isabel abría bien los ojos y lo miraba con cara de sorpresa.  “Ya te lo explicaré, vida, pero ahora, sigamos descubriendo”.

 

La pulsera era de metal por el lado interior y de un material que ninguno de los dos conocía por el otro, parecido a la concha-perla, pero distinto.  Adentro, con letra tan chica que apenas podía descifrarse, tenía la siguiente inscripción: “CdF+JdM=521”.  Martín abrió nerviosamente el primer libro que tenía de su madre: tanto las iniciales como el número coincidían con la dedicatoria.  “Mi padre es un tal JdM”, declaró.  A pesar de que daba la impresión de que la habían querido limpiar, la pulsera también estaba manchada con lo que parecía pudiese ser sangre.  “Es como si hubiesen tratado de limpiarla sin poderlo”, dijo ella, pensativa.  La cinta para amarrarse el pelo era una cinta común y corriente, salvo por un trocillo de cinta scotch

 

“Qué raro, esta cinta de pegar”, comentó Martín.

“¿Y no habrá tenido algo pegado?”, preguntó ella.

 

Sacudieron el sobre: de su interior cayó un papel enrollado en forma de pitillo.  Lo abrieron: era un mechón, cuidadosamente doblado.  Se estiraba largo, disparejo, castaño oscuro, y para el muchacho, mágico.