Selección de prosa de
Jorge Braña
  

Copyright - Jorge Braña

 

El Arca del Tiempo

 

 I. Hacia el Norte

  
El arca del tiempo
me sorprende en tus
caricias suspendidas
detrás de los cristales
las ventanas invisibles.
 

    Clara de la Fuente (continúa)

  
Bebo apenas un sorbo, mis botellas de agua fieles bajo el cojín azul, esperando el antojo de mis labios.  La noche ya cae, el sol partió hace más de media hora, lo vi alejarse por entre los cerros.  Una suave neblina flota en las cumbres.  Las cuatro ruedas giran ensimismadas por el pavimento, siguiendo mi voluntad sin reclamar, como si fuesen una extensión de mis propios miembros.  Subo a ciento treinta.  Hace casi seis horas que partí de Nueva Jersey con destino a Montreal, solo (aunque...), y ya alcancé mi parte preferida del camino.  Entro a los Adirondacks, un parque de millones de hectáreas casi deshabitadas, muchas de las cuales, dicen, fueron devueltas al Estado de Nueva York por la familia Rockefeller, bajo la condición de que no se desarrollara el comercio por cincuenta años (que oh no, ya están por cumplirse).  Un postre para mis ojos, la montaña, los pinos, la soledad del camino, los tonos verdes que alfombran los cerros hasta el horizonte, las ocasionales lagunas.  Los recuerdos, aquellas moléculas casi perdidas en algún rincón del cerebro, renaciendo, estableciendo asociaciones, trayendo pedacitos de mi adolescencia como pequeños fantasmas amistosos.  Voy por la Panamericana en Chile, subiendo la cuesta, camino a Caleu, a ver a mi abuelo.  Maneja mi padre, yo tengo la radio prendida pero no la escucho, mi atención distraída en admirar las cumbres y los precipicios.  Mi madre le conversa, mi hermano y mi hermana se riñen casi en silencio.  Me imagino seres extraterrestres, de inteligencia incalculable, aterrizando detrás de la montaña.  No sé si debo combatirlos o hacerme amigo.  Pero sé que ya vienen, que no he tenido la tranquilidad para dejarme invadir, pero los fantasmas ya se acercan, vuelan despacito a mi alrededor, me rozan el cabello, me acarician el cuello, y los deseo cada vez con más fuerza.  Se escucha sólo el ruido de las llantas y el motor.  Volteó mi cabeza y te pregunto si quieres escuchar una cinta.  ¿Princesa, que te gustaría escuchar?  Tú claro, no estás, pero tu presencia invisible dentro de mí responde igual.  Me acaricias suavemente la nuca.  Sonríes.  Ha llegado el momento, dices.  Yo comprendo, y extraigo de un pequeño compartimento al costado del tablero una cinta.  Esta cinta la grabé pensando en ti, confieso, aunque está de más, porque tú ya lo sabes. 

 

Tuve que grabar las canciones en tu ausencia, una noche que persistías en escapárteme, y no es el mismo orden que tú harías.  No comprenderías por qué el aria de Villalobos, por ejemplo, viene después del concierto en sí menor para cuatro violines, violoncelo, cuerdas y continuo, de Vivaldi.  Te genero caprichosamente a mi voluntad mediante la música y el recuerdo de tus palabras mágicas en el papel.  Sé que no estás a mi lado, que tal vez no llegues a estarlo nunca, mas no dejo invadirme por la melancolía.  La vida me ha llevado por caminos de ausencias en más de una ocasión, y he aprendido a disfrutar los momentos por lo que tengo, sin reparar mucho en lo que no.  Tengo pedacitos tuyos, tu música, tus anhelos, reflexiones, poemas, esperanzas.  Tu sabrosa picardía.  Tus temores.  Bueno, tú eres mucho, muchísimo más.

 

Pero el aria ya comienza, vuelvo a mi conducción solitaria, se aproximan algodones grises flotando entre los cerros, las cumbres verdes se yerguen cada vez más a los costados, y me siento infinitamente pequeño en el universo.  En unos minutos he de encender las luces.  (Debería abrir la ventana, el oxígeno se ha enrarecido un poco). Hasta donde llega mi vista no veo otros vehículos, ni casas, ni señas de vida.  Los restos de luz en la arboleda, las curvas casi femeninas de la montaña, la neblina cada vez más avanzada, la voz de la soprano, tu presencia intangible a mi lado, y los fantasmas gentiles de mi adolescencia, le dan un aire enigmático, casi sobrenatural, a la tarde.  Estoy un poco cansado.  Mis ojos se cierran, apenas distingo la línea blanca de la carretera, y temo quedarme dormido.  Justiniano dormido o Justiniano despierto, pienso, al universo, inmenso e inalterable, qué más le da.  Siento la pesadez de mi mente y la liviandad de mi cuerpo. Cierro apenas un poco los ojos. 

 

La neblina se abre y veo pasar una luz.  Recuerdo los extraterrestres de mi niñez, y me bajan unos deseos feroces de ser raptado, transportado lejos de este mundo, no sé a dónde ni por qué.  La luz vuelve y se aleja una vez más, me invade un terror inmenso, pero también una alegre agitación.  Vuelvo a desear que me secuestren, lo anhelo con toda el alma, y cuando la luz azul, aterradoramente brillante, se posa sobre mí, tengo por un segundo la impresión de que si dejara de desearlo se iría lejos y no volvería más; pero el instante de pánico es sobrepasado por mis ansias dementes y me siento gentilmente chupado por una corriente invisible, llevado por el haz de luz hacia los aires, flotando azul por la atmósfera.  Grito, no sé si de terror, de alegría, o de locura.  Abajo, en la carretera, mi Camry negro sigue su camino hacia el norte, como si nada.  Lo veo alejarse entre los cerros.

 

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II. El Encuentro

  

El tiempo inmóvil
no lo retienen ni mis manos
ni tus sueños,
se nos escapa escurridizo
como tu fantasía,
           como la mía.

    Clara de la Fuente (inédito)


Me encuentro en una nave extraña, flotando en su interior ovalado, donde todo levita, observando mi planeta empequeñecerse por la ventana.  Estoy en una pieza grande, llena de instrumentos extraños, que guardan sólo una vaga similitud a los que usara en mis estudios de laboratorio.  Da la impresión que arriba mío hubiera otro nivel.  Tal vez también abajo, pero no lo puedo llegar a saber fehacientemente.  De pronto nos detenemos.  Mi planeta aún se ve.  Me rodea un aire de anticipación.  Sé que algo va a pasar, pero no lo puedo adivinar.  Ya nada es predecible.  Se ha escapado todo de mis manos, nada queda bajo mi control, ni siquiera las cuatro ruedas que giraban sistemáticamente hacia la casa de mi hermana y mis sobrinos.  Estamos suspendidos, la tierra aún se ve, no ha pasado mucho tiempo, pero ya extraño a todo el mundo.  Siento la ausencia del abrazo cálido que me daría mi sobrina, la sonrisa entre dolorosa y burlesca, desinhibida, de mi hermana, la leve sonrisa pícara de mi sobrino cuando le pusiese una trampa en el ajedrez (que descubriría de inmediato, por supuesto).  El entusiasmo de mostrarle Montreal a mi hijastra, que ha de llegar en avión en dos días.  A mis hijas que iba a ver para Navidad.  Las ilusiones de mi madre, enamorada a los setenta años.  Tus palabras en mi pantalla.  Tus caricias invisibles.  Todo amenaza ser roto de un tirón.  Me doy cuenta que más que a la muerte o al dolor físico, temo a la soledad eterna, la ausencia sin esperanzas, a la que seguramente me han de conducir.

 

Gradualmente esbozo un movimiento.  No veo nada, nada más que un remolino en el aire, dentro de la nave, que se aproxima lentamente hacia mí.  Retrocedo apenas un poco, casi paralizado.  El remolino se detiene.  Sus aires girantes van tomando una forma esférica.  Convertidos en perfecta esfera, me miran.  No observo ni ojos, ni nariz, ni orejas, ni extremidades.  Nada más que una esfera semi-transparente.  Pero sé que me mira.  Yo también la miro.  Nos observamos así un rato, silenciosos, yo sin saber que hacer.

 

No podría decir exactamente cuándo, ni cómo, pero de alguna forma misteriosa nació la comunicación.  No hubo palabras, ni sonidos, ni gestos.  El ser me encontró, después de mucho mirarme.  Me contactó primero a través del aria de Villalobos, que hizo resurgir en mi cabeza.  Como supo lo que escuchaba yo allá abajo, que lo sepa Dios.  Me hipnotizó con la voz de la soprano, y con el penetrante, sutil y conmovedor ¡ahh! final, me dejó sincronizado a sus pensamientos.  Intercambiamos conceptos por un rato.  Me explicó que entendía mis temores, que el temor a la soledad era comprendido por el universo entero, pero me aseguró, una y otra vez, aún por sobre mis lágrimas, que la decisión estaba tomada, que el proyecto no podía ser comprometido.  No se trataba ya de un experimento, los experimentos se habían hecho hacía muchos siglos solares, y ya se habían acumulado datos suficientes.  Ahora nos dirigiríamos hacia un planeta a millones de años luz de distancia del sistema solar, alcanzable sólo a través de una deformación del tiempo-espacio, un `time warp’, como lo llamaban nuestros libros, y que ellos habían logrado predecir.  Esta deformación ocurriría lejos de la atmósfera terrestre, pero a distancia alcanzable en su nave, en menos de una hora, por última vez en la eternidad predecible.  Tenían que difundir la raza humana, que según ellos estaba en peligro de extinción (en miles, tal vez millones de años, que son nada o casi nada en el movimiento universal) dado que el planeta estaba quedando cada vez más aislado de los otros espacios habitados, y habitables, del universo.  La única manera de vencer las distancias gigantescas eran las deformaciones del tiempo espacio, cada vez menos frecuentes, que la raza humana no había aprendido a aprovechar.  El proyecto, según ellos, debería haberse lanzado hace miles de años, pero los optimistas de su planeta confiaron en el rápido avance de la ciencia, el arte y la expresión, el sentir, y el alma de los humanos, que los llevaría a otro nivel de comprensión.  Esta ilusión, sin embargo, fue destruida por siglos de interminables guerras, de imperios limitantes, de explotación de unos con otros, de fanáticas supersticiones.  Ya era demasiado tarde, y en algunos cientos de miles, a lo más un par de millones de años, la vida en la tierra y sus alrededores llegaría a su fin.  Ellos, con sus avanzados métodos de purificación cromosomal, podrían reiniciar la raza humana en un planeta predeterminado, más cercano a otros con seres vivos del universo, comunidades galácticas que ya empezaban a florecer.  Sólo necesitaban un par de humanos, uno de cada sexo, para iniciar el proceso.

 

(Bien sabes que al escuchar esto mi corazón se saltó un pálpito.  Se me secó la garganta, un dolor me apretó la boca del estómago, y una idea maquiavélica comenzó a germinar en mi cabeza.  Sólo había una duda, una duda enorme, y con temor indescifrable lancé la pregunta).

 

¿La otra persona, el humano del sexo opuesto, la mujer, ha sido ya elegida? - pensé.  El ente ante mí respondió que no.  (¡Qué no! ¿Te das cuenta?).  Agregó que no quedaba mucho tiempo, y partiríamos a buscarla de inmediato, sobrevolando la tierra por última vez.  Luego adivinó lo que pensaba, y me hizo dudar.  ¿Estás seguro? - me interrogó, usando mi propia conciencia. 

 

(Todos los seres humanos, tal vez todos los seres del universo, llevamos adentro el bien y el mal.  Estos elementos se mezclan de mil maneras, ya sea dominando uno, ya sea el otro.  A veces es claro hasta para nosotros mismos cual es el que domina, pero la gran mayoría de las veces no es claro, son graduaciones difusas, y sólo se puede dominar el mal a través de la costumbre y la repetición del bien, manteniéndose alerta y sensible hacia los que nos rodean.  El cielo y el infierno no tienen ubicación geográfica en ninguna parte, sólo existen dentro de cada uno de nosotros).

 

Con maldad y pasión sin límites pensé que sí, que estaba seguro, y dirigí a mis captores hacia el sur, hacia aquel estrecho país entre mar y cordillera, que mis recuerdos almacenaban con cierta melancolía.  Llegar fue fácil, buscar la gran ciudad, explicar como estaba dividida, el oeste, la calle Chapultepec.  Todo era observado con el potente mirador, desde mucha altura (mas no tanta que no me dejase ver por última vez mis hermosas montañas).  ¿Y si no estuvieses? ¿Si anduvieses afuera, si no hubieras llegado ni hubieses de llegar a tu casa, entonces qué?  Mis temores se desvanecieron, por suerte, en forma rápida.  Vi tu cara en sus instrumentos, tu sonrisa pícara, tu cuerpo joven, saliendo a la terraza.  Vi con horror que preparaban el haz de luz transportador, dudé por última vez, y tuve un rápido y cobarde pensamiento.  Los seres (se habían congregado varios) me observaron con un deje de enojo y desprecio, pero aceptaron igual, sabientes de la inferioridad de nuestra raza, y por lo tanto mía propia.  Me escondieron en otro nivel.

 

Desde allí no pude observar como te subían, cuál era tu reacción, qué sentiste.  Ellos te implantaron, como lo habían hecho conmigo, la semilla interior de que algo positivo sucedería, para que entibiara tus ánimos y te diera fe, y la hicieron crecer justo lo suficiente como para detener tu terror.  Establecer comunicación contigo les fue más fácil, con la magistral capacidad de comunicar del sexo femenino.  A mi pedido, te contaron la mentira, te hicieron creer que eras la primera persona que raptaban, y que en unos minutos raptarían a la otra. 

 

Pasaron apenas unos minutos.  Abrieron, en mi nivel, una ventana, para que viera por última vez mi planeta, para que tuviera oportunidad de grabar por vez postrera los azules de sus océanos y los verdes de su flora en mi memoria, y partieron a velocidad indescriptible hacia los abismos del espacio, al encuentro de la deformación del tiempo.

 

Nos avisaron que nos iban a juntar.  Flotamos por un haz de luz interior, de color liláceo, hacia un nivel común.  Allí apareciste, con tu cara llena de emociones mezcladas, con la tristeza profunda del viajante que deja sus tierras, la alegría de no estar sola, la ilusión de verme.  Nos acercamos de a poquito, tímidamente, y descargamos toda los pesares de nuestras existencias en un abrazo profundo.

 

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III. El Pecado Original

 

Despierto, en un mundo lejano, en una galaxia de cielo color vino tinto, de aromas insospechables, pero gratos.  He observado soles de distintos tamaños, una luna gigante que cambia de colores, y siete más pequeñas que aparecen impredecibles en los horizontes.  Naves cruzan nuestro cielo durante la etapa de más claridad, y aunque no vemos a nadie, sabemos que nos saludan cuando estamos a su alcance.  Nos comunicamos con seres invisibles, inteligentísimos, de gran corazón, que nos guían con su sabiduría cuando los llamamos.  Podemos conversar en silencio, reír en silencio, hasta llorar en silencio, con ellos.  Pero no podemos tocarlos aún, no hay forma de darles un abrazo, de sentirlos verdaderos, y por lo tanto no dejamos de percibirlos como fantasmas, duendes amistosos, guías irreales.  Despierto, y tú estás a mi lado.  Hemos caminado juntos, volado juntos (sí, podemos volar), llorado juntos.  Hemos desbordado de pasión, primero con el deseo quemante de dos cuerpos que aún no se conocen, luego con la ternura de quienes ya han llegado a amarse; a veces, incluso, con la honda angustia de dos seres dislocados en el tiempo y en el espacio, perdidos para siempre en el abismo, sumidos en la soledad absoluta, teniéndose sólo el uno con el otro.  Sentimos una comprensión penetrante por Adán y Eva, esos seres mitológicos de nuestro planeta, que sin embargo ahora reencarnamos, tú, Clara del sur, y yo, Justiniano del norte, en este misterioso rincón del universo. 

 

Habitamos un planeta maravilloso, de campos floridos, de frutas exquisitas, de vertientes bellas.  A veces, al adormecernos en algún recodo de los campos, sin embargo, despierto antes que tú, y te observo.  Me asalta entonces un sentimiento de culpa colosal.  ¿Cómo pude yo, que como sospechaba, he llegado a quererte en un mundo lejano, elegirte a ti, para que te secuestraran del mundo real y alegre de tu cotidianidad, a este mundo contemporáneo y remoto, humanamente desolado, sin posibilidad de devolución? 

 

Siento haber cometido un pecado de ignominiosa crueldad, imperdonable, que he de cargar como una cruz toda la vida, que ha de pesar para siempre en mi alma y en el alma de todos mis descendientes.  Quiero pedirte perdón pero sé que de nada vale, que contándote sólo conseguiría hacerte odiarme, y que eso nos llevaría lejos de la felicidad.

 

Este sentimiento de pecado me quema, me confunde, me lleva al borde de la locura, y creo que saltaría a un limbo sin escape a no ser por tu sonrisa, por la tibieza de tu cuerpo a mi lado, por la canción mágica de palabras que encierra cada uno de tus poemas.  Mi pecado, y nuestra soledad universal, nuestras quemantes angustias, más dolorosas que el punzante hierro caliente en las entrañas, son sin embargo superados, aunque sin ser vencidos totalmente, por nuestro profundo cariño, nuestra pasión desbordante, y la infinita responsabilidad de saberse, Justiniano y Clara, Clara y Justiniano, elegidos para preservar la sobrevivencia y continuidad de la raza humana.

 

Y tú, claro está, nunca habrías de contarme, por temor a que dejase de quererte, que cuando te explicaron el proyecto tras entrar a la nave, y te dijeron que faltaba aún el hombre, los guiaras hacia el norte, a un país con forma de montura, por el este, cerca del océano, hacia una carretera que lleva más al norte aún, y que cuando los instrumentos de gran precisión de la nave captaran el aria de Villalobos, y penetraran en su visión hacia el interior del auto negro que se adentraba en la soledad de los Adirondacks, camino a Canadá, habías asentido, llena de culpa y deseo.

 

(N. Jersey - verano, 1999)