Selección
de prosa de
Jorge Braña
A Guadalupe Paredes, que también la sufrió y al niño Pancho, con dos países en su identidad
Gloria se echó el canasto a las caderas, cuidando de
no apretar su enorme barriga, impasible ante el esfuerzo, acostumbrada
al quehacer, se diría que hasta contenta por él. Caminaba saboreando su
nueva vida junto a esta inusitada familia que la observaba, las
amarguras del desierto y los guardias depredadores ya lejos en su
paladar. Se sonreía sola, imaginando el día en que iba a relatarle sus
batallas y el consabido milagro al joven Espíritu que ya poblaba su
futuro. Pasó con el canasto de ropa por entre todos los invitados, chorreando
agua por todas partes, ante la mirada calurosa de José Armando, su esposo,
que ni se inmutó, pero los primos y las primas reclamando a viva voz: "hija, a poco nos
bañas", "oye chata, acabas de rociarnos a todos",
"todita la alfombra mojada". La alfombra mojada era el peor
pecado, porque Estercita la había traído de México el día anterior,
de un comerciante amigo que tenía un puesto en el pueblo fronterizo de
San Luís de Río Colorado, que supuestamente las encargaba al interior,
según él hechas a mano por los descendientes de una tribu
pre-colombina que estaba a punto de extinguirse. Gloria no dijo nada, y
continuó inmutable hacia el pequeño patio, a colgar las prendas en el
alambre. Estela, mocosa adolescente, que ayudaba a su abuela a
hacer los bocados de camarón, la defendió, atacando a Estercita, con
quien no se llevaba bien, "qué pasó, si ese trapo viene de San Luís
Río Colorado, que no es ni México, es un pueblucho para los
turistas". Esta ofensa encendió a la portadora del regalo y a casi
todas las otras mujeres, "mocosa insolente, habráse visto, ella
sabe más de México que las propias mexicanas, lengua suelta, si te
digo que las traen del interior" y patatín y patatán. Los
hombres, por lo contrario, se rieron todos, Estela era guapa y los tíos
le aguantaban sus arranques. "Bájele tía, si es sólo una quinceañera
rebelde", exclamó el tío Ramón, tratando de calmar el barullo.
Armando, dueño de casa y por lo tanto de la mentada alfombra, apenas
esbozó una sonrisa, sin saber si debía mostrar interés. Se levantó y
cruzó las puertas correderas de vidrio para salir al patio a ayudar a
su mujer. La casa
era un bungalow pequeño de dos cuartos, un baño, una sala, y una
cocina-comedor, con un patio trasero donde con suerte cabían cinco
sillas chicas de patio, pero con un sistema de hilo en dos filas que
daba vuelta todo el perímetro de la casa salvo el frente, inventado por
el propio Armando, que bastaba para colgar toda la ropa. En el baño,
pequeño pero no tanto, había un hueco en la pared usado de armario, y
la parte baja había sido arreglada para contener la máquina lavadora
de ropa, pero definitivamente no había espacio para una secadora.
Importaba poco, porque el clima del sur de California era seco y más
bien caluroso la mayor parte del año y a nadie le importaba dejar las
prendas colgadas en el patio y las paredes de los costados. No había
segundo piso ni subterráneo, ni garaje. Afuera apenas un armario pequeño
de jardín, de metal en vías de oxidación, donde se tiraban de cuando
en cuando los artefactos que necesitaban arreglo, que nunca salían de
allí, y en el techo, una caja de herramientas, que al fin y al cabo era
lo único útil que contenía el armario. No había división entre la
sala y la cocina-comedor, la separación se hacía con un sofá. La
cocina-comedor era lo más espacioso de toda la casa, con muchos
estantes y recovecos, una mesa ovalada, unos asientos de tablón estilo
franciscano, dos sillas, y espacio de mostrador y tablas de cocinar. Dos
docenas de pequeños artefactos de madera y metal colgaban de sus
paredes, coladores, cucharones, embudos, muele-ajos, pica cebollas,
cuchillos de todos los tamaños, un descolador de camarones traído de
regalo por un cuate que llegaba todas las primaveras ilegalmente desde
Baja, cuando empezaban las cosechas, y se alojaba en el segundo cuarto,
más unas tiras de distintas cosas útiles para cocinar, de ajo, de
chile rojo, de chile verde, de tomillo seco, y variedades de hojas de
plantas mexicanas traídas a escondidas desde la frontera. La cocina era
sin duda lo mejor de la casa. En este
"rancho", como decían Gloria y Armando, traduciendo
literalmente del inglés, donde "ranch" es una casa de un
piso, vivían normalmente sólo Gloria y José Armando, pero ahora había
catorce personas y un feto, celebrando "el milagro".
Justamente el milagro era el feto, que crecía tranquilamente en la
barriga de Gloria, envuelto en las canciones de cuna (ella cantaba como
un ángel) de su madre y el olor a ajo, chile, jitomate, cebolla y
especias que inundaba la casa. --- Gloria,
ahora de veintidós, no era oriunda de los pueblos ni ciudades de donde
provenía la familia, como se lo recordaban "casualmente" de
tanto en tanto. Había llegado por primera vez a la zona de San Esteban,
un suburbio al norte de la ciudad fronteriza de San Diego, California,
hacía poco más de cinco años, con un grupo de ilegales que decidió
pasarse en la mala estación, cuando la vigilancia era brava. Al
comienzo de las cosechas la policía fronteriza misteriosamente
desaparecía, salvo por unos pocos, y pasarse era relativamente fácil,
pero a mediados del otoño la cosa ya se ponía difícil, mucho guardia,
poco trabajo, y redadas casi a diario para deportar a los que se habían
quedado. Gloria llegó a contra-estación, no habiendo cumplido todavía
los diecisiete, y fue la única de su grupo que logró escabullirse de
la vigilancia policial, gracias a su vestimenta de bluyines y
zapatillas, su cara pálida, su altura y sus grandes pechos, pasando fácilmente
por gringa. Instintivamente
había marchado siempre hacia el norte, cruzando el centro de San Diego
y llegando finalmente al barrio que los chicanos llamaban San Esteban.
Pero dos problemas la angustiaban. Primero, no tenía un centavo en el
bolsillo. Segundo, no hablaba nada, lo que se dice nadita de inglés, no
sabía ni decir "OK". Habiendo quedado sola, no conocía bien
los barrios, y en lugar de irse directo donde los mexicanos, había
cruzado por los barrios más ingleses, sin detenerse ni por un minuto.
Imaginémonos la joven mexicana, cansada, en un mundo que bien podría
ser otro planeta, tratando de encontrar un camino, o un objetivo que
seguir. Al
oriente del sector universitario entendió una pareja hablando español,
y decidió seguirlos, pero no les habló, temerosa aún. Cuando se
separaron decidió seguir a la muchacha, que caminaba hacia San Esteban.
Finalmente la joven entró en su casa, y Gloria quedó sola en la calle.
Sin saber que hacer, se sentó al borde de la vereda. La sed la
arrasaba. Cuando
despertó, estaba anocheciendo. Vale decir, había pasado todo el día
desde su cruce a primera hora de la madrugada. Hubiese dormido
probablemente diez horas más de no ser porque un niño le palmoteaba un
brazo, tratando de despertarla. Antes de abrir los ojos escuchó al niño,
de unos seis o siete años, exclamando "abuelo Armando, abuelo
Armando, se despertó, abrió los ojos". Un anciano de buena parada
se acercó. "Buenas tardes, señorita", le dijo, en perfecto
mexicano. "Buenas tardes", contestó ella, débilmente.
"Se ve usted muy cansada, y casi diríamos, confundida. Si nos
permite, Jesús y yo le invitamos a tomarse un refresco". Sin saber
bien lo que hacía, la muchacha entró al bungalow colgada del brazo del
anciano, con el niño siguiéndolos lleno de interés. Pero no más hubo
cruzado la puerta, el olor a mole fresco y a frijoles recién freídos
le hizo abrir bien los ojos y hacer evidente señales olfativas, contra
su voluntad, en forma torpe y obvia. Armando señalando la cocina, dijo,
"Jesús, sírvele un plato de refritos a la señorita, con plátano
y mole, mientras yo le busco un refresco, ándale". Gloria
se sentó sin decir una palabra. Tras haber engullido la mitad de lo
servido y bebídose el vaso de jugo al seco, pidió permiso para ir al
baño. Allí se escuchó el agua correr y la cadena tirar, pero a esto
siguió un silencio de varios minutos, hasta que el anciano y el niño
se inquietaron. "Señorita, señorita", llamó el viejo, sin
tener respuesta. Tímidamente empujó la puerta, que estaba sin cerrojo.
"Disculpe", fue su primera reacción, pero en dos segundos se
dio cuenta de que la joven se había quedado dormida sentada en la taza
de la letrina. Con cuidado la revistió y la paró, apoyándola sobre su
pecho, y con esfuerzo se la echó a un hombro y la fue a depositar en la
cama del segundo cuarto. Cinco días
más tarde el hombre y la adolescente no sólo se habían hecho amigos,
sino que habían desarrollado un esquema de faenas que la joven hacía
en casa. El niño Jesús dormía ahora en el sofá, lo que no le
importaba por ser más fuerte su curiosidad hacia la recién llegada que
su incomodo. Gloria aprendió que Armando no era realmente el abuelo del
niño, y que de hecho el hombre no tenía ni hijos ni nietos. Viudo
desde hacía diecinueve años, de una mujer que desgraciadamente no había
podido engendrar hijos por problemas de salud, Armando se había
conformado con hacer las veces de abuelo de sus sobrino-nietos, la mayoría
teniendo sus verdaderos abuelos en México o ya muertos. Jesús estaba
con él a la espera de que sus padres, ambos ilegales deportados,
retornaran de México a buscarlo. Ellos habían encargado el niño al
"abuelo Armando", conocido en San Esteban por su gran corazón
y esmero hacia los niños. --- Poco a
poco Gloria se fue aventurando a salir de compras en el barrio, guiada
ya sea por José Armando o por el niño Jesús, quienes le mostraban
donde estaban los locales hispanos, y que sectores evitar, por temor a
ser agredida o para rehuir la policía. Paulatinamente la joven fue
adquiriendo confianza, haciéndose de algunos amigos y explorando nuevas
calles. Quiso la
mala suerte, sin embargo, que una tarde en que los empleados de una fábrica
salían de su trabajo, se dejó caer la policía de inmigración sobre
los trabajadores. Un hombre gritó, "¡cuidado, la migra!" y
la mitad de los obreros salieron disparados corriendo para cualquier
lado. La migra no tardó en rodear a los que quedaban, y entre ellos a
la muchacha, que no alcanzó ni a reaccionar. La dueña de un almacén
de verduras y comida en tarros alcanzó a ver que se llevaban a Gloria,
y mandó a su hija a avisarle al abuelo Armando. Dos
horas más tarde Armando hacía cola en la oficina de inmigración,
frente a las salas donde, con esposa en mano, mantenían a los
potenciales deportados. Se podía observar tres o cuatro que estaban
sentados en una silla, con un agente al lado, otro hombre que daba la
impresión de ser un traductor, y una carpeta con papeles, fotos, y
huellas digitales. Como el niño Jesús no tenía papeles, Armando lo
había dejado en casa de los vecinos, por si acaso. Con un dibujo en su
mano, hecho por una niña vecina que tenía cualidades de artista, el
viejo preguntaba por una joven llamada "Gloria", cuyo rostro
correspondía al del dibujo. Mientras esperaba pacientemente en la sala,
junto a docenas de chicanos y mexicanos, y algunos gringos,
guatemaltecos, salvadoreños, y hondureños, le pidieron tres veces sus
papeles, lo que aprovechaba para mostrar con orgullo su pasaporte
estadounidense y preguntar por la joven. Estuvo más de una hora mirando
a los desafortunados contestar brevemente a las preguntas y ser
conducidos a otra sala, fuera de la vista del público. Por fin la
muchacha apareció. Armando escupió con furia al ver que a ella también
la llevaban esposada, y comenzó a gritar que se estaba cometiendo un
error, y que él podía probarlo. Desde la sala la joven lo reconoció,
y se largó a llorar. Una oficial de inmigraciones se presentó ante el
hombre, y lo instó a calmarse. "Ya, señor, le daremos la
oportunidad de presentar su caso ante el juez correspondiente, pero
tenemos que interrogar a esta mujer primero". Al cabo
de un rato lo llamaron a otra sala. Gloria, esposada aún, saltó del
asiento y corrió a su encuentro. "¿Dónde está el juez?"
bramó el abuelo Armando, abrazando a la muchacha. Le explicaron que no
había juez todavía, pero que el oficial que los atendería era una
persona que tenía la autoridad para escucharlo y tomar una determinación.
Armando se le acercó, le estrechó la mano, y le presentó un papel
escrito de su puño y letra, y firmado. El papel decía que él, Armando
Salinas Fonseca, ciudadano legal de Estados Unidos desde hacía cuarenta
y tres años, había contratado a la señorita Gloria (sin apellido,
pues no lo recordaba), nacida en tal fecha (lo que sí recordaba, por
desgracia), para que le preparara la comida dietética especial recetada
por su doctor, que era en base a plantas mexicanas, materia en las
cuales Gloria era versada, que no había encontrado a nadie más para
prepararle esta dieta, y que de ella dependía su salud y tal vez su
vida. El oficial de inmigraciones se la pasó al intérprete (la nota
estaba en español), quien la leyó con un deje de burla en la voz. Los
dos funcionarios se echaron a reír. "De qué se ríen,
impertinentes, si es un asunto muy serio", exclamó el abuelo.
"You don’t think that immigration officials will swallow this
story" respondió el oficial, y el abuelo cortó en seco al intérprete
antes de que empezara a traducir. "Shut up, I comprehend him. I
demand a judge". El oficial archivó la mentada nota, le aseguró
que el caso pasaría ante un juez, los dejó abrazarse una vez más, y
se llevó a la muchacha. Al día
siguiente Armando se presentó tempranito en la oficina de inmigración.
Allí, después de avanzar en una larga fila, le dieron un número, y
pasó el día entero esperando que lo llamaran, y haciendo preguntas.
Como a las cinco de la tarde empezaron a apagar las luces y a echar a
las visitas. Armando, siempre reclamando, hablando en voz alta de sus
derechos de ciudadano y de la Constitución de Estados Unidos y del
Fifth Amendment, del que había escuchado en televisión, sin saber de
que se trataba, logró quedarse hasta las siete, armado de su retrato en
carboncillo. A las siete se presentó una señora con facha de chicana,
y le preguntó que quería. Le mostró el dibujo y le explicó la
historia. La mujer entró por diez minutos a una oficina y volvió.
“Lo lamento, abuelo, la joven fue deportada esta mañana". --- De
Gloria no se supo más por casi un año. Tampoco de los padres de Jesús.
José Armando siguió su vida de rutina, junto al niño, interrumpida sólo
en las alegres ocasiones en que bajaban de Santa Bárbara y San Luís
Obispo sus parientes a visitarlo. En esos meses el niño ya había
aprendido a leer y escribir, sumar, restar, contar el vuelto en las
tiendas, y las tablas de multiplicación. También a preparar refritos,
bananas saltadas, y huevos rancheros. Lo demás lo preparaba el viejo o
las vecinas que venían a menudo con ollas de comida. Pero una
noche como a las tres de la mañana, Armando se despertó alarmado.
Juraba haber escuchado a alguien entrar por la puerta. Armado de un bate
de béisbol que guardaba como protección junto a su cama, se levantó.
Al encender la luz de la sala casi se va de espaldas. Allí estaba
Gloria, vestida con un pantalón de franela negro y una blusa celeste,
con una mochila al hombro, y un saco de lana motuda, lleno de ropa,
colgando de una mano. "Ay,
Gloria, ya se acababa el verano sin noticias ni tuyas ni de los padres
de Jesús. Bienvenida, hija". Los
grandes tesoros de la joven, escondidos en su mochila, eran una botella
de tequila envejecido, y otra de mezcal, para el abuelo, y una flauta
redonda de cerámica y dos colgadores móviles de mármol pulido para
Jesús. Gloria
se acomodó sin dificultad a la vida de su nuevo hogar. En los meses
afuera, había aprendido una enormidad en materia culinaria, y ella se
encargaba ahora de preparar la comida casi todos los días. En poco
tiempo encontró trabajo en un boliche de productos mexicanos, con lo
que aportaba a la manutención de la casa, soportada hasta entonces
enteramente por la pensión de Armando. De relativa buena figura, no
tardó tampoco en encontrar pretendientes, que ocasionalmente llegaban a
la casa. Armando los soportaba sin chistar, porque aunque la joven de a
poco había ido despertando apetitos que creía ya partidos para
siempre, no se figuraba tener muchas esperanzas a sus setenta y siete años. La noche
precedente al día de los muertos llegaron visitas del norte, con sacos
de dormir, dos hombres, tres mujeres y un muchacho de diecinueve años
llamado Pedro, sobrino-nieto de Armando. Celebraron en el corazón de
San Diego, uniéndose a los desfiles y festividades de otros mexicanos.
Hubo una repartición del espacio en la casa, y Gloria observó
asombrada como la pequeña morada era capaz de albergar a los nueve
durante cuatro noches. Su pieza fue compartida entre las ahora cuatro
mujeres. Entre celebración y celebración, cerveza y tequila, caminata
y caminata, cupido lanzó sus flechas y Pedrito y Gloria acabaron
intercambiando microbios. Al quinto día los visitantes debieron partir,
dejando a Gloria con el corazón en la mano. El abuelo Armando, al que
le quedaba poco pelo pero mucha materia, se dio cuenta de todo lo que
pasaba, y sintió compasión por la muchacha. Una semana después le
habló, ofreciéndole enviarla al norte, cerca de Pedro, a vivir con
unos parientes. "Ay,
abuelo, ¿y qué va a ser de usted?", fue su repuesta, negándose a
partir. Pero una
semana más tarde le llegó una carta de Pedro, invitándola a su casa.
Se la mostró al viejo. Armando aprovechó para presionarla y
convencerla de que tenía que partir. Dos días
más tarde Gloria se embarcaba en un autobús camino a Santa Bárbara,
despedida por el abuelo Armando, el niño Jesús, media docena de
vecinos, sus compañeras de trabajo y dos pretendientes casi en lágrimas. Pero la
mala fortuna, que hasta entonces había estado ausente, hizo su
desagradable aparición por segunda vez. El bus fue detenido en un
control rutero unas veinte o treinta millas al norte de San Diego, y
Gloria fue incapaz de producir papeles, ni siquiera una licencia de
conducir. Cayó una vez más en manos de la policía de inmigración.
Como ya hablaba inglés, no era evidente que estaba ilegal, y por
consejo del abuelo Armando contestaba todas las preguntas con "I want my lawyer and I like the Fifth Amendment"; la policía, por si
acaso, le dejó hacer la llamada de rigor. Armando,
desesperado, llamó a su doctor, a un amigo chicano en la policía, a la
dueña del boliche donde Gloria había trabajado, a la partera del
barrio y al sobrino del alcalde, también chicano. Entre los cinco
discutieron acaloradamente cuáles eran las opciones, ante las lágrimas
del niño Jesús, que lloraba por la Gloria y recordaba a sus padres.
Lograron urdir un plan, gracias a una idea de la partera. Llamaron a un
juez de paz, amigo de la mujer, y prepararon a toda carrera un acta
matrimonial. Todos, hasta Jesús, firmaron de testigos, a pesar de que sólo
se necesitaban dos. El juez acordó poner la fecha del mes anterior, por
quedar bien con el sobrino del alcalde. Como no había tiempo que
perder, Armando, el doctor, y la partera, se subieron al carro de policía
del amigo, y partieron a toda velocidad con la sirena encendida por el
San Diego Freeway, camino al norte. En el
puesto policial de la migra se armó el alboroto más grande. Los
oficiales explicaban que para pedir un esposo, hay que hacer los papeles
antes de que este entre ilegal al país, y no después, los testigos que
el amor no tiene miramientos, y Armando, furioso, que hasta cuándo le
pedían papeles a los mexicanos por entrar a su propio estado.
Finalmente, los oficiales accedieron a dejar libre a la muchacha bajo
una fianza de quinientos dólares, que entre todos pagaron, incluyendo
el policía chicano, pero condicional, y sin derecho a salir de los límites
de la ciudad de San Diego, a la espera de un juicio formal. --- Un mes más
tarde se presentaron Gloria y Armando con una docena de testigos ante la
corte. Después de escuchar doce casos de resolución más sencilla y
aguantarse dos horas de formalidades, les tocó el turno a ellos.
"Estados Unidos contra Gloria Salinas", anunció el
secretario. Para su sorpresa, el fiscal de la acusación presentó la
nota que Armando había escrito hacía un año, ofreciendo empleo a la
mujer, dando todo tipo de argumentos acerca de las malas intenciones de
Armando. El abogado de Gloria trató de escudarse en la supuesta
veracidad de la misma nota, que según él dejaba en claro la
dependencia entre los esposos. El juez pidió interrogar a la pareja.
"¿Y usted, señor Salinas, un hombre de setenta y siete años de
edad, ha esposado a esta niña?" "Sí, su honorabilidad, con
todo respeto". "¿y tú, niña, quieres a este anciano como
marido?" "Yo lo amo", dijo Gloria, lanzándose a sus
brazos. Pero al concluir la sesión el honorable explicó que daría su
determinación por escrito, dentro de los próximos treinta días. Armando
y su comitiva tomaron las palabras del juez como una victoria, y
prepararon las celebraciones de la "boda". La noticia corrió
como reguero de pólvora por el barrio: se casaba el abuelo Armando.
Pronto alguien telefoneó al norte, donde los parientes casi se desmayan
de la impresión. Armando, en privado, explicó a Gloria que estuviera
tranquila, que no le iba a exigir ningún deber de mujer casada, ni
mucho menos bajo las sábanas, y que podía juntarse con cualquier
pretendiente que le diera la gana, siempre que lo hiciera discretamente.
Gloria aceptó, pero para su sorpresa le advirtió que quería por lo
menos que el matrimonio se consumase, así es que se fuera preparando.
"No tiene por qué ser la misma noche de bodas, abuelo, pos me dice
cuando, y ya". Para la
celebración, llegaron catorce parientes de Santa Barbara, de todas las
edades, seis de San Luís Obispo, ocho de Los Ángeles y hasta dos de México.
Las gentes del barrio cerraron la cuadra, con permiso de la policía
local, y llenaron de serpentina y guirnaldas los postes de luz y cables
del teléfono. En el árbol más grande se levantó una piñata. Los dueños
de los boliches trajeron pescado y camarón fresco, jurando que era de
Baja, y las mujeres prepararon un centenar de tortillas de maíz azul.
La novia se vistió con un vestido blanco traído de Aguas Calientes por
uno de los sobrinos mexicanos del abuelo, y una gran azalea rosada en
sus cabellos. El alcalde de la zona regaló un lechón y una caja con
doce botellas del mejor tequila. Pero el
novio quedó esperando en el altar. La mismísima mañana de la boda,
mientras Gloria era regaloneada en la peluquería local, se presentaron
tres oficiales de inmigración, quienes no tuvieron dificultad en
encontrarla (todo el pueblo sabía donde estaba), le pusieron las
esposas, y se la llevaron detenida. En lugar de la novia, Armando recibió
un sobre amarillo, llevado por un chicano elegido a propósito por la
migra, porque un blanco no hubiese salido vivo del lugar, dicen, donde
el honorable declaraba que, de acuerdo a la fecha de nacimiento inscrita
en la nota de oferta de trabajo firmada por el propio Armando, y ante la
ausencia de otros papeles, la muchacha era menor de edad, y por lo tanto
necesitaba el consentimiento de sus padres para esposarse, más aún con
un hombre se setentisiete años; y que además, las circunstancias del
matrimonio hacían dudar de las intenciones de los esposos, levantando
sospechas de querer burlar las leyes de inmigración del país; por
consecuencia, el matrimonio quedaba nulo, y la menor, habiendo entrado
ilegalmente al país, estaba sujeta a los procesos de deportación. Esa
noche la policía debió desparramar la gente con tanquetas tira-agua,
porque volaban las botellas y los piedrazos por todas partes. Se
quebraron vitrinas, se quemaron banderas, y hasta sonaron algunos
disparos. La cuadra entera alrededor de la casa de los novios sacó a
relucir banderas mexicanas, las ventanas de los más viejos se llenaron
de retratos de Villa, Flores y Zapata, y en las otras se mostraron
afiches de César Chávez. Algunos exaltados gritaban "¡a
recuperar California!", "¡Viva México!” y “fuera gringos
cabrones." Armando fue arrestado en su propia casa. Se lo llevaron
borracho y gimiendo: “Ay, otra vez se llevaron a mi chaparrita”.
Dicen que desde que había fallecido su primera esposa nunca se le había
visto llorar. A los
tres días largaron al abuelo, retirando las acusaciones de incitar al
desorden público por falta de méritos en su contra. A Gloria la
tuvieron todavía otra semana, pero la deportaron sorpresivamente un
viernes por la mañana, a pesar de que su abogado había presentado una
petición a la corte de apelaciones. --- II.
Espíritu Estela, después de ayudar a la
abuela, salió al patio y se sentó en una silla de playa reclinada.
Vestida en shorts y con una blusa liviana, pasó por la sala ante las
miradas pícaras de los hombres y despectivas de las mujeres, que aún
murmuraban algo de la alfombra mojada. Armando y Gloria habían
terminado de colgar la ropa, y Estela los invitó a sentarse a su lado
un rato. "Siéntese usted, chatita", respondió el abuelo,
"yo voy a ir a buscar el postre que nos está preparando doña
Concepción, pos quedé de ir ahorita". Gloria se tendió en la
otra silla de playa, llevándose las manos a su enorme vientre. “¿Platicamos?” “Pos ya”. "¿Cuánto tardaste en aprender
a hacer estas sillas? Fue después de la irracional, o cuando te fuiste
a Mazatlán, ¿cierto?" La "irracional" era la
forma en que Estela y Gloria se referían a la fallada fiesta de bodas.
Todos los demás la llamaban "el gran festejo" o "la
bodaza del abuelo". La ocasión había alcanzado proporciones épicas
en la fantasía de algunos, que juraban que el ejército mexicano había
llegado a las puertas de San Diego. Sólo Gloria y Estela convenían en
que haber preparado celebraciones había sido una total irracionalidad
del momento, dadas las circunstancias. "No, niña, fue después de la
tercera deportación, cuando me fui a Mazatlán. Las sillas las aprendí
a hacer después de la cuarta, en Cabo San Lucas". Gloria había sido deportada cuatro
veces, y cada vez, antes de cumplirse el año, estoicamente regresado a
casa de su esposo. Dicen que su suerte, incluyendo la bodaza del abuelo,
había llegado a oídos de Betita Martínez, y que la propia Betita se
había referido en público al caso del abuelo José Armando, la Gloria
y el niño Jesús, discursando en una universidad de gran reputación;
pero nadie ha podido verificarlo. "¿Estuviste en Cabo San Lucas?
¿Y por qué no te quedaste, cuatita?" "Bueno, pos al comienzo yo no
conocía nadita de México, sólo la zona caliente entre Mexicali y
Ciudad Juárez, que es casi puro desierto rocoso y pueblos chicos. Mi
madre murió cuando tenía doce, y mi padre se iba por meses a la vez,
quedando los cuatro nosotros a cuidado de mi tía abuela. Cuando cumplí
quince, ya mis tres hermanos se habían marchado, y mi padre no regresó
más. Pos por eso me fui antes de llegar a los diecisiete. Yo creía que
todo México era igual, rocas y desierto". "Pero estuviste trabajando en
Mazatlán, y después en Cabo San Lucas. Yo que tú me quedaba". "Ay, pero ya conocía al abuelo
Armando, y estábamos esposados, y hasta teníamos nuestro trato. Me
daba un coraje andar lejos… aquí mismito me corresponde. Cada uno
tiene su lugar en el mundo, ¿no estás de acuerdo? "Ni modo, si a ti te
parece". --- La última vez, Gloria había
llegado en primavera, junto con un grupo de cosechadores que esperaban
la ocasión para cruzar en Tijuana. La migra ni los molestó. En lugar
de irse directamente a San Esteban, se había unido a las faenas de
cosecha. En la noche trabajaba cocinando para los faenadores. Tres meses
bastaron para juntar algo de dinero, y escabullirse una mañana temprano
en dirección a San Diego. En San Esteban, el abuelo Armando
había preparado todos sus cañones para esperarla, incluyendo la
contrata del mejor abogado de la zona, con dinero contribuido por la
familia y los amigos. Por consejos del abogado, pensaba hacer que Gloria
se presentara esta vez a inmigraciones por cuenta propia, antes de que
la aprehendieran ellos. Pero no más hubo llegado la joven, cambió de
idea, desaconsejado de tal propósito por casi todo el vecindario. La
muchacha había logrado obtener un documento viejo con su nombre y datos
de nacimiento, y haciendo uso de éste, privadamente y sin alardes,
volvieron a esposarse. Para hacerlo organizaron un viaje al estado de
Nevada, para no encontrarse con alguna sorpresa burocrática debido al
matrimonio anterior, que ni el mismo Dios sabía si era válido o inválido,
pues cada funcionario público daba una versión distinta. El niño Jesús
todavía estaba con el viejo, sin que nadie supiera que había ocurrido
con sus padres, y asistió a la ceremonia con su mejor traje dominguero.
Subieron hacia el norte por Arizona, para evitar los controles ruteros.
No tuvieron dificultades y regresaron felices. Armando, como parte de su
preparación cuando la esperaba, había tomado algunas medidas de orden
físico. Se había unido a un grupo de marchadores de la tercera edad,
para caminar y hacer ejercicio, comprado unas raíces chinas para
estimular extremidades, y tomado varios baños de algas calientes, que
se decía obraban maravillas. De alguna forma se sentía renovado a
pesar de los ochenta años a cuestas. En una vieja hostería hispana de
Arizona, cerca del límite con California, se detuvieron a pasar la
noche y refrescarse. Después de la ducha, el abuelo Armando le anunció
a Gloria que estaba "listo". "Ándale Armando, ya era
hora". Esa noche se consumó el matrimonio. El niño Jesús dormía
tranquila y profundamente. Al abuelo se le ocurrió que si su
moza quedaba esperando, entonces ya no cabría duda de la sinceridad del
matrimonio. Lo conversó con Gloria, que estuvo de acuerdo. De vuelta en
San Esteban se lo preguntó al abogado, quien le respondió que
efectivamente un bebé nacido en Estados Unidos ayudaría mucho a
Gloria, pero que la ciencia había llegado al punto de poder determinar
la paternidad antes de que naciera el bebé, y de ser apresada la mujer
ilegal mientras estaba embarazada era posible que le exigieran prueba de
paternidad. Por un mes la pareja estuvo a la espera del resultado de la
consumación. Desgraciadamente fue negativo. Ambos decidieron tratar
nuevamente, pero al abuelo las ganas le venían una vez cada dos meses,
y no necesariamente en los momentos más aptos para la concepción. Por
otro lado, Gloria le recordó el trato, el que no había puesto en práctica
por no arriesgarse a quedar encinta de otro hombre, pero que su cuerpo
de mujer joven iba necesitando cada vez más. Armando consultó
privadamente a la partera, la misma que fue testigo en el primer
casorio, que era mujer muy sabida en estas materias y su amiga íntima.
En verdad tan íntima, que sus últimos cuetazos los había tenido con
ella, años antes de la aparición de Gloria. Ana María, la mujer en
cuestión, tuvo una idea, e inmediatamente hizo un encargo a México, a
unos primos en Hidalgo del Parral. --- El encargo fue traído por Pablo, un
cuate de Rosario, en Baja California. Pablo, de unos veinticinco años,
hacía tres años había establecido una forma nómada de vida, viviendo
en tres ciudades distintas de acuerdo con la estación del año. A
mediados del otoño llegaba a Hidalgo del Parral, donde se quedaba hasta
casi finales de invierno, trasladándose entonces a Rosario. Al entrar
la primavera pasaba ilegalmente en los alrededores de San Diego, a
trabajar en las cosechas de las haciendas del lugar. Apenas empezaba el
otoño y las redadas de la migra, antes de que lo tomaran, se retiraba
de vuelta a Rosario, tomando un par de semanas de vacaciones temprano en
Octubre, y de allí otra vez a Hidalgo del Parral, donde también lo
esperaba un trabajo. Los artefactos misteriosos traídos
por Pablo habían sido inventados por parientes de Ana María en
Hidalgo. Gloria no había sido informada aún del plan, a la espera de
que llegasen los artefactos. Entre Armando y Ana María se lo
explicaron. Para su ejecución se necesitaba un "voluntario",
a gusto de Gloria. La joven eligió a Pedro, el sobrino-nieto de
Armando, y el mismo abuelo le avisó, con un fuerte tono de que más le
valía no desperdiciara la oportunidad, y ni una palabra a nadie. Pero como Pedro se demoraba a causa
de sus compromisos en el norte, la propia Gloria propuso que empezaran
con el cuate Pablo, quien no tuvo objeción alguna. Desde ese momento,
Pablo se trasladó al bungalow, lugar que estableció inmediatamente
como su morada habitual de paso durante su estadía en San Diego.
Durante primavera y verano se le permitía dormir con la Gloria, aunque
con los calzoncillos puestos, porque los intercambios tenían que ser
estrictamente controlados hasta producir el resultado esperado. Durante los extremos del ciclo lunar
de Gloria, los amantes debían aguantarse. Pablo trató en más de una
oportunidad indebida de llegar a la Gloria, pero ella, imperturbable, no
le dejaba bajar de la cintura cuando no tocaba el turno. En los cinco o
seis días alrededor del punto medio, llegaba Ana María a dormir con el
abuelo. Durante la noche la partera llevaba un curioso frasquito con un
líquido blanco de una pieza a la otra. Como obtenía el líquido sólo
lo saben ella y Armando. En esas noches se escuchaban los estertores del
amor procedentes del segundo cuarto. El niño Jesús tomó la costumbre
de sentarse al ladito afuera de la puerta del cuarto, a escuchar. La
partera había querido en comienzo sacarlo de allí, pero el abuelo la
convenció de que no hacía ningún daño, y que él mismo le había
explicado que Pablo estaba ayudándolo a fabricar un hijo con la Gloria.
Jesús ya sabía que si Ana María se quedaba, era noche de ritual, y
apenas el frasco era llevado a destino se sentaba calladito en el suelo,
con su espalda apoyada en la pared. Pero ese año no hubo cría, a pesar
de cuatro meses de actividad febril cuando la luna crecía. Llegado el
otoño Pablo debió partir. La tarea recayó sobre Pedro, porque Gloria
no aceptaba a ningún otro. A partir de octubre, Pedro llegaba por tres
noches al mes, porque más no podía a causa de su trabajo en el norte,
a compartir lecho con la Gloria. El ritual correspondiente se repetía.
Pedro, a quien Armando había tenido en sus brazos a los minutos de
nacer y por ende adoraba al viejo, no intentó nunca sobrepasarse,
siguiendo puntualmente las instrucciones. Jesús rezaba junto a la
puerta, y cerrando sus puños exclamaba, ¡dale, manito, hazle un hijo
al abuelo!". Así pasaron casi dos años, sin que
la Gloria lograra concebir. Pero no importaba tanto, porque la mujer había
recuperado su trabajo en el boliche, cocinaba dos noches en un
restaurante, y cuatro o cinco en casa, se había integrado a la vida del
lugar, y se sentía feliz. Con el correr del tiempo había ganado
enormemente en astucia, la migra ya no la cogería tan fácilmente.
También se había ido haciendo amiga de la familia de Armando, llegando
a ser considerada parte de la misma. --- Una tarde a mediados del mes de
octubre, el cuate Pablo se había retrasado en partir, y Pedro llegó a
cumplir sus deberes, que según él ya le tocaba. Los dos hombres se
miraron toda la tarde con recelo, a la espera de quien iba a ser el
escogido. Gloria, confundida por tener que tomar por primera vez tan
delicada decisión, se fue a acostar temprano, fingiendo mareo. Los jóvenes
se enfrascaron en una discusión que comenzó suave pero fue tomando
coraje, dispuestos a disputarse la Gloria a puñetes si fuese necesario.
El abuelo y la partera se
retiraron al cuarto principal, porque había que producir el líquido
correspondiente, y no deseaban intervenir en la disputa. Cuando los
primeros piñazos habían sido tirados en el patio, el niño Jesús, que
ya no era tan chiquito y con el correr de los meses se sabía el proceso
con lujo de detalles, exclamó casi gritando "y qué si tomaran
turnos". Los dos hombres detuvieron su disputa. "No, la Gloria
no aceptaría" dijo uno. Pero Gloria, que desde un rincón de la
ventana de su cuarto, que daba al patio trasero, seguía agazapada el
devenir de los acontecimientos, gritó a su vez, "bah, y por qué
no". Durante tres noches la Gloria recibió
su cuota por partida doble. Al cuarto día los dos hombres partieron.
Seis semanas más tarde ya no cabía duda, la Gloria había concebido.
Naturalmente que quedaba aún la confirmación decisiva, que con tanta
actividad no hubiese ocurrido un accidente y el padre fuera uno de los jóvenes.
El doctor aseguró que a partir del cuarto mes él podía descifrar ese
enigma, pero antes era peligroso para el feto. No quedó más remedio
que esperar. Una tranquila noche a comienzos de
febrero, sucedieron dos milagros. Poco antes de las doce tocaron la
puerta, era el doctor, que traía los resultados. También traía una
botella de champagne, y los tres moradores soltaron un grito de alegría
al verla. Minutos más tarde, mientras el médico explicaba que con
noventicinco por ciento de probabilidades y patatín patatán, mareándolos
a todos con tanto número, volvió a sentirse un golpe en la puerta. Los
cuatro miraron sorprendidos: no esperaban a nadie. El abuelo se levantó a
abrir la puerta. Al hacerlo quedó mudo. "¡Milagro!", gritó
por fin, abrazando efusivamente a la pareja parada en la puerta. Eran
los padres de Jesús. A fines de mes se presentó el
abogado de Armando a la oficina de inmigraciones, con una carpeta gorda
en la mano. No sólo llevaba la nueva acta de matrimonio y los
resultados de los análisis médicos del embarazo, sino que un sin número
de referencias, cartas de recomendación, fotos, peticiones, firmas, y
recibos de los pagos de impuestos. Había que presentar un caso sólido,
porque Gloria disfrutaba de cuatro deportaciones en su fichero. En marzo
pasaron a la corte, y el nuevo honorable dictaminó que al nacer el bebé
se le haría un nuevo examen de paternidad, que de ser positivo, el
Servicio de Naturalización e Inmigración comenzaría de inmediato los
procesos de residencia permanente de la mujer, y de ser negativos se
abriría un nuevo proceso en seis meses más. Mientras tanto, se le daría
residencia condicional por tiempo indefinido. Esta vez el dictamen sí
equivalía a una victoria. La
Gloria ya era un "Resident Alien"* en el país. Armando era constantemente receptor
de bromas por partes de la familia. Cuando llegaban a preguntarle,
"híjole, abuelo, ¿y cómo hizo eso, a su edad?" el viejo
siempre respondía, "el espíritu santo, pos mano, el espíritu
santo". Pero sólo él, don José Armando Salinas - el "abuelo
Armando"-, su esposa Gloria, y sus cómplices, Ana María, la
partera, Pedro y Pablo, los amantes, y el niño Jesús, sabían el
esforzado proceso que había conducido al milagro: la concepción de Espíritu,
como pensaban llamarle, tanto si era varón como si era hembra. Esta noche de abril, sentados por
fin en la mesa de la cocina-comedor, la familia alzaba sus copas, con
permiso de Jesús por ser viernes santo, para celebrar el milagro.
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