Selección de prosa de
Jorge Braña
  

Copyright - Jorge Braña



El Espíritu Santo

A Guadalupe Paredes, que también la sufrió

y al niño Pancho, con dos países en su identidad

 

 

 
I.  Santo

   

Gloria se echó el canasto a las caderas, cuidando de no apretar su enorme barriga, impasible ante el esfuerzo, acostumbrada al quehacer, se diría que hasta contenta por él. Caminaba saboreando su nueva vida junto a esta inusitada familia que la observaba, las amarguras del desierto y los guardias depredadores  ya lejos en su paladar. Se sonreía sola, imaginando el día en que iba a relatarle sus batallas y el consabido milagro al joven Espíritu que ya poblaba su futuro. Pasó con el canasto de ropa por entre todos los invitados, chorreando agua por todas partes, ante la mirada calurosa de José Armando, su esposo, que ni se inmutó, pero los primos y las primas reclamando a viva voz: "hija, a poco nos bañas", "oye chata, acabas de rociarnos a todos", "todita la alfombra mojada". La alfombra mojada era el peor pecado, porque Estercita la había traído de México el día anterior, de un comerciante amigo que tenía un puesto en el pueblo fronterizo de San Luís de Río Colorado, que supuestamente las encargaba al interior, según él hechas a mano por los descendientes de una tribu pre-colombina que estaba a punto de extinguirse. Gloria no dijo nada, y continuó inmutable hacia el pequeño patio, a colgar las prendas en el alambre. Estela, mocosa adolescente, que ayudaba a su abuela a hacer los bocados de camarón, la defendió, atacando a Estercita, con quien no se llevaba bien, "qué pasó, si ese trapo viene de San Luís Río Colorado, que no es ni México, es un pueblucho para los turistas". Esta ofensa encendió a la portadora del regalo y a casi todas las otras mujeres, "mocosa insolente, habráse visto, ella sabe más de México que las propias mexicanas, lengua suelta, si te digo que las traen del interior" y patatín y patatán. Los hombres, por lo contrario, se rieron todos, Estela era guapa y los tíos le aguantaban sus arranques. "Bájele tía, si es sólo una quinceañera rebelde", exclamó el tío Ramón, tratando de calmar el barullo. Armando, dueño de casa y por lo tanto de la mentada alfombra, apenas esbozó una sonrisa, sin saber si debía mostrar interés. Se levantó y cruzó las puertas correderas de vidrio para salir al patio a ayudar a su mujer.

 

La casa era un bungalow pequeño de dos cuartos, un baño, una sala, y una cocina-comedor, con un patio trasero donde con suerte cabían cinco sillas chicas de patio, pero con un sistema de hilo en dos filas que daba vuelta todo el perímetro de la casa salvo el frente, inventado por el propio Armando, que bastaba para colgar toda la ropa. En el baño, pequeño pero no tanto, había un hueco en la pared usado de armario, y la parte baja había sido arreglada para contener la máquina lavadora de ropa, pero definitivamente no había espacio para una secadora. Importaba poco, porque el clima del sur de California era seco y más bien caluroso la mayor parte del año y a nadie le importaba dejar las prendas colgadas en el patio y las paredes de los costados. No había segundo piso ni subterráneo, ni garaje. Afuera apenas un armario pequeño de jardín, de metal en vías de oxidación, donde se tiraban de cuando en cuando los artefactos que necesitaban arreglo, que nunca salían de allí, y en el techo, una caja de herramientas, que al fin y al cabo era lo único útil que contenía el armario. No había división entre la sala y la cocina-comedor, la separación se hacía con un sofá. La cocina-comedor era lo más espacioso de toda la casa, con muchos estantes y recovecos, una mesa ovalada, unos asientos de tablón estilo franciscano, dos sillas, y espacio de mostrador y tablas de cocinar. Dos docenas de pequeños artefactos de madera y metal colgaban de sus paredes, coladores, cucharones, embudos, muele-ajos, pica cebollas, cuchillos de todos los tamaños, un descolador de camarones traído de regalo por un cuate que llegaba todas las primaveras ilegalmente desde Baja, cuando empezaban las cosechas, y se alojaba en el segundo cuarto, más unas tiras de distintas cosas útiles para cocinar, de ajo, de chile rojo, de chile verde, de tomillo seco, y variedades de hojas de plantas mexicanas traídas a escondidas desde la frontera. La cocina era sin duda lo mejor de la casa.

 

En este "rancho", como decían Gloria y Armando, traduciendo literalmente del inglés, donde "ranch" es una casa de un piso, vivían normalmente sólo Gloria y José Armando, pero ahora había catorce personas y un feto, celebrando "el milagro". Justamente el milagro era el feto, que crecía tranquilamente en la barriga de Gloria, envuelto en las canciones de cuna (ella cantaba como un ángel) de su madre y el olor a ajo, chile, jitomate, cebolla y especias que inundaba la casa.

 

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Gloria, ahora de veintidós, no era oriunda de los pueblos ni ciudades de donde provenía la familia, como se lo recordaban "casualmente" de tanto en tanto. Había llegado por primera vez a la zona de San Esteban, un suburbio al norte de la ciudad fronteriza de San Diego, California, hacía poco más de cinco años, con un grupo de ilegales que decidió pasarse en la mala estación, cuando la vigilancia era brava. Al comienzo de las cosechas la policía fronteriza misteriosamente desaparecía, salvo por unos pocos, y pasarse era relativamente fácil, pero a mediados del otoño la cosa ya se ponía difícil, mucho guardia, poco trabajo, y redadas casi a diario para deportar a los que se habían quedado. Gloria llegó a contra-estación, no habiendo cumplido todavía los diecisiete, y fue la única de su grupo que logró escabullirse de la vigilancia policial, gracias a su vestimenta de bluyines y zapatillas, su cara pálida, su altura y sus grandes pechos, pasando fácilmente por gringa.

 

Instintivamente había marchado siempre hacia el norte, cruzando el centro de San Diego y llegando finalmente al barrio que los chicanos llamaban San Esteban. Pero dos problemas la angustiaban. Primero, no tenía un centavo en el bolsillo. Segundo, no hablaba nada, lo que se dice nadita de inglés, no sabía ni decir "OK". Habiendo quedado sola, no conocía bien los barrios, y en lugar de irse directo donde los mexicanos, había cruzado por los barrios más ingleses, sin detenerse ni por un minuto. Imaginémonos la joven mexicana, cansada, en un mundo que bien podría ser otro planeta, tratando de encontrar un camino, o un objetivo que seguir.

 

Al oriente del sector universitario entendió una pareja hablando español, y decidió seguirlos, pero no les habló, temerosa aún. Cuando se separaron decidió seguir a la muchacha, que caminaba hacia San Esteban. Finalmente la joven entró en su casa, y Gloria quedó sola en la calle. Sin saber que hacer, se sentó al borde de la vereda. La sed la arrasaba.

 

Cuando despertó, estaba anocheciendo. Vale decir, había pasado todo el día desde su cruce a primera hora de la madrugada. Hubiese dormido probablemente diez horas más de no ser porque un niño le palmoteaba un brazo, tratando de despertarla. Antes de abrir los ojos escuchó al niño, de unos seis o siete años, exclamando "abuelo Armando, abuelo Armando, se despertó, abrió los ojos". Un anciano de buena parada se acercó. "Buenas tardes, señorita", le dijo, en perfecto mexicano. "Buenas tardes", contestó ella, débilmente. "Se ve usted muy cansada, y casi diríamos, confundida. Si nos permite, Jesús y yo le invitamos a tomarse un refresco". Sin saber bien lo que hacía, la muchacha entró al bungalow colgada del brazo del anciano, con el niño siguiéndolos lleno de interés. Pero no más hubo cruzado la puerta, el olor a mole fresco y a frijoles recién freídos le hizo abrir bien los ojos y hacer evidente señales olfativas, contra su voluntad, en forma torpe y obvia. Armando señalando la cocina, dijo, "Jesús, sírvele un plato de refritos a la señorita, con plátano y mole, mientras yo le busco un refresco, ándale".  Gloria se sentó sin decir una palabra. Tras haber engullido la mitad de lo servido y bebídose el vaso de jugo al seco, pidió permiso para ir al baño. Allí se escuchó el agua correr y la cadena tirar, pero a esto siguió un silencio de varios minutos, hasta que el anciano y el niño se inquietaron. "Señorita, señorita", llamó el viejo, sin tener respuesta. Tímidamente empujó la puerta, que estaba sin cerrojo. "Disculpe", fue su primera reacción, pero en dos segundos se dio cuenta de que la joven se había quedado dormida sentada en la taza de la letrina. Con cuidado la revistió y la paró, apoyándola sobre su pecho, y con esfuerzo se la echó a un hombro y la fue a depositar en la cama del segundo cuarto.

 

Cinco días más tarde el hombre y la adolescente no sólo se habían hecho amigos, sino que habían desarrollado un esquema de faenas que la joven hacía en casa. El niño Jesús dormía ahora en el sofá, lo que no le importaba por ser más fuerte su curiosidad hacia la recién llegada que su incomodo. Gloria aprendió que Armando no era realmente el abuelo del niño, y que de hecho el hombre no tenía ni hijos ni nietos. Viudo desde hacía diecinueve años, de una mujer que desgraciadamente no había podido engendrar hijos por problemas de salud, Armando se había conformado con hacer las veces de abuelo de sus sobrino-nietos, la mayoría teniendo sus verdaderos abuelos en México o ya muertos. Jesús estaba con él a la espera de que sus padres, ambos ilegales deportados, retornaran de México a buscarlo. Ellos habían encargado el niño al "abuelo Armando", conocido en San Esteban por su gran corazón y esmero hacia los niños.

 

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Poco a poco Gloria se fue aventurando a salir de compras en el barrio, guiada ya sea por José Armando o por el niño Jesús, quienes le mostraban donde estaban los locales hispanos, y que sectores evitar, por temor a ser agredida o para rehuir la policía. Paulatinamente la joven fue adquiriendo confianza, haciéndose de algunos amigos y explorando nuevas calles.

 

Quiso la mala suerte, sin embargo, que una tarde en que los empleados de una fábrica salían de su trabajo, se dejó caer la policía de inmigración sobre los trabajadores. Un hombre gritó, "¡cuidado, la migra!" y la mitad de los obreros salieron disparados corriendo para cualquier lado. La migra no tardó en rodear a los que quedaban, y entre ellos a la muchacha, que no alcanzó ni a reaccionar. La dueña de un almacén de verduras y comida en tarros alcanzó a ver que se llevaban a Gloria, y mandó a su hija a avisarle al abuelo Armando.

 

Dos horas más tarde Armando hacía cola en la oficina de inmigración, frente a las salas donde, con esposa en mano, mantenían a los potenciales deportados. Se podía observar tres o cuatro que estaban sentados en una silla, con un agente al lado, otro hombre que daba la impresión de ser un traductor, y una carpeta con papeles, fotos, y huellas digitales. Como el niño Jesús no tenía papeles, Armando lo había dejado en casa de los vecinos, por si acaso. Con un dibujo en su mano, hecho por una niña vecina que tenía cualidades de artista, el viejo preguntaba por una joven llamada "Gloria", cuyo rostro correspondía al del dibujo. Mientras esperaba pacientemente en la sala, junto a docenas de chicanos y mexicanos, y algunos gringos, guatemaltecos, salvadoreños, y hondureños, le pidieron tres veces sus papeles, lo que aprovechaba para mostrar con orgullo su pasaporte estadounidense y preguntar por la joven. Estuvo más de una hora mirando a los desafortunados contestar brevemente a las preguntas y ser conducidos a otra sala, fuera de la vista del público. Por fin la muchacha apareció. Armando escupió con furia al ver que a ella también la llevaban esposada, y comenzó a gritar que se estaba cometiendo un error, y que él podía probarlo. Desde la sala la joven lo reconoció, y se largó a llorar. Una oficial de inmigraciones se presentó ante el hombre, y lo instó a calmarse. "Ya, señor, le daremos la oportunidad de presentar su caso ante el juez correspondiente, pero tenemos que interrogar a esta mujer primero".

 

Al cabo de un rato lo llamaron a otra sala. Gloria, esposada aún, saltó del asiento y corrió a su encuentro. "¿Dónde está el juez?" bramó el abuelo Armando, abrazando a la muchacha. Le explicaron que no había juez todavía, pero que el oficial que los atendería era una persona que tenía la autoridad para escucharlo y tomar una determinación. Armando se le acercó, le estrechó la mano, y le presentó un papel escrito de su puño y letra, y firmado. El papel decía que él, Armando Salinas Fonseca, ciudadano legal de Estados Unidos desde hacía cuarenta y tres años, había contratado a la señorita Gloria (sin apellido, pues no lo recordaba), nacida en tal fecha (lo que sí recordaba, por desgracia), para que le preparara la comida dietética especial recetada por su doctor, que era en base a plantas mexicanas, materia en las cuales Gloria era versada, que no había encontrado a nadie más para prepararle esta dieta, y que de ella dependía su salud y tal vez su vida. El oficial de inmigraciones se la pasó al intérprete (la nota estaba en español), quien la leyó con un deje de burla en la voz. Los dos funcionarios se echaron a reír. "De qué se ríen, impertinentes, si es un asunto muy serio", exclamó el abuelo. "You don’t think that immigration officials will swallow this story" respondió el oficial, y el abuelo cortó en seco al intérprete antes de que empezara a traducir. "Shut up, I comprehend him. I demand a judge". El oficial archivó la mentada nota, le aseguró que el caso pasaría ante un juez, los dejó abrazarse una vez más, y se llevó a la muchacha.

 

Al día siguiente Armando se presentó tempranito en la oficina de inmigración. Allí, después de avanzar en una larga fila, le dieron un número, y pasó el día entero esperando que lo llamaran, y haciendo preguntas. Como a las cinco de la tarde empezaron a apagar las luces y a echar a las visitas. Armando, siempre reclamando, hablando en voz alta de sus derechos de ciudadano y de la Constitución de Estados Unidos y del Fifth Amendment, del que había escuchado en televisión, sin saber de que se trataba, logró quedarse hasta las siete, armado de su retrato en carboncillo. A las siete se presentó una señora con facha de chicana, y le preguntó que quería. Le mostró el dibujo y le explicó la historia. La mujer entró por diez minutos a una oficina y volvió. “Lo lamento, abuelo, la joven fue deportada esta mañana".

 

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De Gloria no se supo más por casi un año. Tampoco de los padres de Jesús. José Armando siguió su vida de rutina, junto al niño, interrumpida sólo en las alegres ocasiones en que bajaban de Santa Bárbara y San Luís Obispo sus parientes a visitarlo. En esos meses el niño ya había aprendido a leer y escribir, sumar, restar, contar el vuelto en las tiendas, y las tablas de multiplicación. También a preparar refritos, bananas saltadas, y huevos rancheros. Lo demás lo preparaba el viejo o las vecinas que venían a menudo con ollas de comida.

 

Pero una noche como a las tres de la mañana, Armando se despertó alarmado. Juraba haber escuchado a alguien entrar por la puerta. Armado de un bate de béisbol que guardaba como protección junto a su cama, se levantó. Al encender la luz de la sala casi se va de espaldas. Allí estaba Gloria, vestida con un pantalón de franela negro y una blusa celeste, con una mochila al hombro, y un saco de lana motuda, lleno de ropa, colgando de una mano.

 

"Ay, Gloria, ya se acababa el verano sin noticias ni tuyas ni de los padres de Jesús. Bienvenida, hija".

 

Los grandes tesoros de la joven, escondidos en su mochila, eran una botella de tequila envejecido, y otra de mezcal, para el abuelo, y una flauta redonda de cerámica y dos colgadores móviles de mármol pulido para Jesús.

 

Gloria se acomodó sin dificultad a la vida de su nuevo hogar. En los meses afuera, había aprendido una enormidad en materia culinaria, y ella se encargaba ahora de preparar la comida casi todos los días. En poco tiempo encontró trabajo en un boliche de productos mexicanos, con lo que aportaba a la manutención de la casa, soportada hasta entonces enteramente por la pensión de Armando. De relativa buena figura, no tardó tampoco en encontrar pretendientes, que ocasionalmente llegaban a la casa. Armando los soportaba sin chistar, porque aunque la joven de a poco había ido despertando apetitos que creía ya partidos para siempre, no se figuraba tener muchas esperanzas a sus setenta y siete años.

 

La noche precedente al día de los muertos llegaron visitas del norte, con sacos de dormir, dos hombres, tres mujeres y un muchacho de diecinueve años llamado Pedro, sobrino-nieto de Armando. Celebraron en el corazón de San Diego, uniéndose a los desfiles y festividades de otros mexicanos. Hubo una repartición del espacio en la casa, y Gloria observó asombrada como la pequeña morada era capaz de albergar a los nueve durante cuatro noches. Su pieza fue compartida entre las ahora cuatro mujeres. Entre celebración y celebración, cerveza y tequila, caminata y caminata, cupido lanzó sus flechas y Pedrito y Gloria acabaron intercambiando microbios. Al quinto día los visitantes debieron partir, dejando a Gloria con el corazón en la mano. El abuelo Armando, al que le quedaba poco pelo pero mucha materia, se dio cuenta de todo lo que pasaba, y sintió compasión por la muchacha. Una semana después le habló, ofreciéndole enviarla al norte, cerca de Pedro, a vivir con unos parientes.

 

"Ay, abuelo, ¿y qué va a ser de usted?", fue su repuesta, negándose a partir.

Pero una semana más tarde le llegó una carta de Pedro, invitándola a su casa. Se la mostró al viejo. Armando aprovechó para presionarla y convencerla de que tenía que partir.

 

Dos días más tarde Gloria se embarcaba en un autobús camino a Santa Bárbara, despedida por el abuelo Armando, el niño Jesús, media docena de vecinos, sus compañeras de trabajo y dos pretendientes casi en lágrimas.

 

Pero la mala fortuna, que hasta entonces había estado ausente, hizo su desagradable aparición por segunda vez. El bus fue detenido en un control rutero unas veinte o treinta millas al norte de San Diego, y Gloria fue incapaz de producir papeles, ni siquiera una licencia de conducir. Cayó una vez más en manos de la policía de inmigración. Como ya hablaba inglés, no era evidente que estaba ilegal, y por consejo del abuelo Armando contestaba todas las preguntas con "I want my lawyer and I like the Fifth Amendment"; la policía, por si acaso, le dejó hacer la llamada de rigor.

 

Armando, desesperado, llamó a su doctor, a un amigo chicano en la policía, a la dueña del boliche donde Gloria había trabajado, a la partera del barrio y al sobrino del alcalde, también chicano. Entre los cinco discutieron acaloradamente cuáles eran las opciones, ante las lágrimas del niño Jesús, que lloraba por la Gloria y recordaba a sus padres. Lograron urdir un plan, gracias a una idea de la partera. Llamaron a un juez de paz, amigo de la mujer, y prepararon a toda carrera un acta matrimonial. Todos, hasta Jesús, firmaron de testigos, a pesar de que sólo se necesitaban dos. El juez acordó poner la fecha del mes anterior, por quedar bien con el sobrino del alcalde. Como no había tiempo que perder, Armando, el doctor, y la partera, se subieron al carro de policía del amigo, y partieron a toda velocidad con la sirena encendida por el San Diego Freeway, camino al norte.

 

En el puesto policial de la migra se armó el alboroto más grande. Los oficiales explicaban que para pedir un esposo, hay que hacer los papeles antes de que este entre ilegal al país, y no después, los testigos que el amor no tiene miramientos, y Armando, furioso, que hasta cuándo le pedían papeles a los mexicanos por entrar a su propio estado. Finalmente, los oficiales accedieron a dejar libre a la muchacha bajo una fianza de quinientos dólares, que entre todos pagaron, incluyendo el policía chicano, pero condicional, y sin derecho a salir de los límites de la ciudad de San Diego, a la espera de un juicio formal.

 

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Un mes más tarde se presentaron Gloria y Armando con una docena de testigos ante la corte. Después de escuchar doce casos de resolución más sencilla y aguantarse dos horas de formalidades, les tocó el turno a ellos. "Estados Unidos contra Gloria Salinas", anunció el secretario. Para su sorpresa, el fiscal de la acusación presentó la nota que Armando había escrito hacía un año, ofreciendo empleo a la mujer, dando todo tipo de argumentos acerca de las malas intenciones de Armando. El abogado de Gloria trató de escudarse en la supuesta veracidad de la misma nota, que según él dejaba en claro la dependencia entre los esposos. El juez pidió interrogar a la pareja. "¿Y usted, señor Salinas, un hombre de setenta y siete años de edad, ha esposado a esta niña?" "Sí, su honorabilidad, con todo respeto". "¿y tú, niña, quieres a este anciano como marido?" "Yo lo amo", dijo Gloria, lanzándose a sus brazos. Pero al concluir la sesión el honorable explicó que daría su determinación por escrito, dentro de los próximos treinta días.

 

Armando y su comitiva tomaron las palabras del juez como una victoria, y prepararon las celebraciones de la "boda". La noticia corrió como reguero de pólvora por el barrio: se casaba el abuelo Armando. Pronto alguien telefoneó al norte, donde los parientes casi se desmayan de la impresión. Armando, en privado, explicó a Gloria que estuviera tranquila, que no le iba a exigir ningún deber de mujer casada, ni mucho menos bajo las sábanas, y que podía juntarse con cualquier pretendiente que le diera la gana, siempre que lo hiciera discretamente. Gloria aceptó, pero para su sorpresa le advirtió que quería por lo menos que el matrimonio se consumase, así es que se fuera preparando. "No tiene por qué ser la misma noche de bodas, abuelo, pos me dice cuando, y ya".

 

Para la celebración, llegaron catorce parientes de Santa Barbara, de todas las edades, seis de San Luís Obispo, ocho de Los Ángeles y hasta dos de México. Las gentes del barrio cerraron la cuadra, con permiso de la policía local, y llenaron de serpentina y guirnaldas los postes de luz y cables del teléfono. En el árbol más grande se levantó una piñata. Los dueños de los boliches trajeron pescado y camarón fresco, jurando que era de Baja, y las mujeres prepararon un centenar de tortillas de maíz azul. La novia se vistió con un vestido blanco traído de Aguas Calientes por uno de los sobrinos mexicanos del abuelo, y una gran azalea rosada en sus cabellos. El alcalde de la zona regaló un lechón y una caja con doce botellas del mejor tequila.

 

Pero el novio quedó esperando en el altar. La mismísima mañana de la boda, mientras Gloria era regaloneada en la peluquería local, se presentaron tres oficiales de inmigración, quienes no tuvieron dificultad en encontrarla (todo el pueblo sabía donde estaba), le pusieron las esposas, y se la llevaron detenida. En lugar de la novia, Armando recibió un sobre amarillo, llevado por un chicano elegido a propósito por la migra, porque un blanco no hubiese salido vivo del lugar, dicen, donde el honorable declaraba que, de acuerdo a la fecha de nacimiento inscrita en la nota de oferta de trabajo firmada por el propio Armando, y ante la ausencia de otros papeles, la muchacha era menor de edad, y por lo tanto necesitaba el consentimiento de sus padres para esposarse, más aún con un hombre se setentisiete años; y que además, las circunstancias del matrimonio hacían dudar de las intenciones de los esposos, levantando sospechas de querer burlar las leyes de inmigración del país; por consecuencia, el matrimonio quedaba nulo, y la menor, habiendo entrado ilegalmente al país, estaba sujeta a los procesos de deportación.

 

Esa noche la policía debió desparramar la gente con tanquetas tira-agua, porque volaban las botellas y los piedrazos por todas partes. Se quebraron vitrinas, se quemaron banderas, y hasta sonaron algunos disparos. La cuadra entera alrededor de la casa de los novios sacó a relucir banderas mexicanas, las ventanas de los más viejos se llenaron de retratos de Villa, Flores y Zapata, y en las otras se mostraron afiches de César Chávez. Algunos exaltados gritaban "¡a recuperar California!", "¡Viva México!” y “fuera gringos cabrones." Armando fue arrestado en su propia casa. Se lo llevaron borracho y gimiendo: “Ay, otra vez se llevaron a mi chaparrita”. Dicen que desde que había fallecido su primera esposa nunca se le había visto llorar.

 

A los tres días largaron al abuelo, retirando las acusaciones de incitar al desorden público por falta de méritos en su contra. A Gloria la tuvieron todavía otra semana, pero la deportaron sorpresivamente un viernes por la mañana, a pesar de que su abogado había presentado una petición a la corte de apelaciones.

 

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II.  Espíritu

 

Estela, después de ayudar a la abuela, salió al patio y se sentó en una silla de playa reclinada. Vestida en shorts y con una blusa liviana, pasó por la sala ante las miradas pícaras de los hombres y despectivas de las mujeres, que aún murmuraban algo de la alfombra mojada. Armando y Gloria habían terminado de colgar la ropa, y Estela los invitó a sentarse a su lado un rato. "Siéntese usted, chatita", respondió el abuelo, "yo voy a ir a buscar el postre que nos está preparando doña Concepción, pos quedé de ir ahorita". Gloria se tendió en la otra silla de playa, llevándose las manos a su enorme vientre.

 

“¿Platicamos?”

“Pos ya”.

"¿Cuánto tardaste en aprender a hacer estas sillas? Fue después de la irracional, o cuando te fuiste a Mazatlán, ¿cierto?"

 

La "irracional" era la forma en que Estela y Gloria se referían a la fallada fiesta de bodas. Todos los demás la llamaban "el gran festejo" o "la bodaza del abuelo". La ocasión había alcanzado proporciones épicas en la fantasía de algunos, que juraban que el ejército mexicano había llegado a las puertas de San Diego. Sólo Gloria y Estela convenían en que haber preparado celebraciones había sido una total irracionalidad del momento, dadas las circunstancias.

 

"No, niña, fue después de la tercera deportación, cuando me fui a Mazatlán. Las sillas las aprendí a hacer después de la cuarta, en Cabo San Lucas".

 

Gloria había sido deportada cuatro veces, y cada vez, antes de cumplirse el año, estoicamente regresado a casa de su esposo. Dicen que su suerte, incluyendo la bodaza del abuelo, había llegado a oídos de Betita Martínez, y que la propia Betita se había referido en público al caso del abuelo José Armando, la Gloria y el niño Jesús, discursando en una universidad de gran reputación; pero nadie ha podido verificarlo.

 

"¿Estuviste en Cabo San Lucas? ¿Y por qué no te quedaste, cuatita?"

 

"Bueno, pos al comienzo yo no conocía nadita de México, sólo la zona caliente entre Mexicali y Ciudad Juárez, que es casi puro desierto rocoso y pueblos chicos. Mi madre murió cuando tenía doce, y mi padre se iba por meses a la vez, quedando los cuatro nosotros a cuidado de mi tía abuela. Cuando cumplí quince, ya mis tres hermanos se habían marchado, y mi padre no regresó más. Pos por eso me fui antes de llegar a los diecisiete. Yo creía que todo México era igual, rocas y desierto".

 

"Pero estuviste trabajando en Mazatlán, y después en Cabo San Lucas. Yo que tú me quedaba".

 

"Ay, pero ya conocía al abuelo Armando, y estábamos esposados, y hasta teníamos nuestro trato. Me daba un coraje andar lejos… aquí mismito me corresponde. Cada uno tiene su lugar en el mundo, ¿no estás de acuerdo?

 

"Ni modo, si a ti te parece".

 

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La última vez, Gloria había llegado en primavera, junto con un grupo de cosechadores que esperaban la ocasión para cruzar en Tijuana. La migra ni los molestó. En lugar de irse directamente a San Esteban, se había unido a las faenas de cosecha. En la noche trabajaba cocinando para los faenadores. Tres meses bastaron para juntar algo de dinero, y escabullirse una mañana temprano en dirección a San Diego.

 

En San Esteban, el abuelo Armando había preparado todos sus cañones para esperarla, incluyendo la contrata del mejor abogado de la zona, con dinero contribuido por la familia y los amigos. Por consejos del abogado, pensaba hacer que Gloria se presentara esta vez a inmigraciones por cuenta propia, antes de que la aprehendieran ellos. Pero no más hubo llegado la joven, cambió de idea, desaconsejado de tal propósito por casi todo el vecindario. La muchacha había logrado obtener un documento viejo con su nombre y datos de nacimiento, y haciendo uso de éste, privadamente y sin alardes, volvieron a esposarse. Para hacerlo organizaron un viaje al estado de Nevada, para no encontrarse con alguna sorpresa burocrática debido al matrimonio anterior, que ni el mismo Dios sabía si era válido o inválido, pues cada funcionario público daba una versión distinta. El niño Jesús todavía estaba con el viejo, sin que nadie supiera que había ocurrido con sus padres, y asistió a la ceremonia con su mejor traje dominguero. Subieron hacia el norte por Arizona, para evitar los controles ruteros. No tuvieron dificultades y regresaron felices. Armando, como parte de su preparación cuando la esperaba, había tomado algunas medidas de orden físico. Se había unido a un grupo de marchadores de la tercera edad, para caminar y hacer ejercicio, comprado unas raíces chinas para estimular extremidades, y tomado varios baños de algas calientes, que se decía obraban maravillas. De alguna forma se sentía renovado a pesar de los ochenta años a cuestas. En una vieja hostería hispana de Arizona, cerca del límite con California, se detuvieron a pasar la noche y refrescarse. Después de la ducha, el abuelo Armando le anunció a Gloria que estaba "listo". "Ándale Armando, ya era hora". Esa noche se consumó el matrimonio. El niño Jesús dormía tranquila y profundamente.

 

Al abuelo se le ocurrió que si su moza quedaba esperando, entonces ya no cabría duda de la sinceridad del matrimonio. Lo conversó con Gloria, que estuvo de acuerdo. De vuelta en San Esteban se lo preguntó al abogado, quien le respondió que efectivamente un bebé nacido en Estados Unidos ayudaría mucho a Gloria, pero que la ciencia había llegado al punto de poder determinar la paternidad antes de que naciera el bebé, y de ser apresada la mujer ilegal mientras estaba embarazada era posible que le exigieran prueba de paternidad. Por un mes la pareja estuvo a la espera del resultado de la consumación. Desgraciadamente fue negativo. Ambos decidieron tratar nuevamente, pero al abuelo las ganas le venían una vez cada dos meses, y no necesariamente en los momentos más aptos para la concepción. Por otro lado, Gloria le recordó el trato, el que no había puesto en práctica por no arriesgarse a quedar encinta de otro hombre, pero que su cuerpo de mujer joven iba necesitando cada vez más. Armando consultó privadamente a la partera, la misma que fue testigo en el primer casorio, que era mujer muy sabida en estas materias y su amiga íntima. En verdad tan íntima, que sus últimos cuetazos los había tenido con ella, años antes de la aparición de Gloria. Ana María, la mujer en cuestión, tuvo una idea, e inmediatamente hizo un encargo a México, a unos primos en Hidalgo del Parral.

 

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El encargo fue traído por Pablo, un cuate de Rosario, en Baja California. Pablo, de unos veinticinco años, hacía tres años había establecido una forma nómada de vida, viviendo en tres ciudades distintas de acuerdo con la estación del año. A mediados del otoño llegaba a Hidalgo del Parral, donde se quedaba hasta casi finales de invierno, trasladándose entonces a Rosario. Al entrar la primavera pasaba ilegalmente en los alrededores de San Diego, a trabajar en las cosechas de las haciendas del lugar. Apenas empezaba el otoño y las redadas de la migra, antes de que lo tomaran, se retiraba de vuelta a Rosario, tomando un par de semanas de vacaciones temprano en Octubre, y de allí otra vez a Hidalgo del Parral, donde también lo esperaba un trabajo.

 

Los artefactos misteriosos traídos por Pablo habían sido inventados por parientes de Ana María en Hidalgo. Gloria no había sido informada aún del plan, a la espera de que llegasen los artefactos. Entre Armando y Ana María se lo explicaron. Para su ejecución se necesitaba un "voluntario", a gusto de Gloria. La joven eligió a Pedro, el sobrino-nieto de Armando, y el mismo abuelo le avisó, con un fuerte tono de que más le valía no desperdiciara la oportunidad, y ni una palabra a nadie.

 

Pero como Pedro se demoraba a causa de sus compromisos en el norte, la propia Gloria propuso que empezaran con el cuate Pablo, quien no tuvo objeción alguna. Desde ese momento, Pablo se trasladó al bungalow, lugar que estableció inmediatamente como su morada habitual de paso durante su estadía en San Diego. Durante primavera y verano se le permitía dormir con la Gloria, aunque con los calzoncillos puestos, porque los intercambios tenían que ser estrictamente controlados hasta producir el resultado esperado.

 

Durante los extremos del ciclo lunar de Gloria, los amantes debían aguantarse. Pablo trató en más de una oportunidad indebida de llegar a la Gloria, pero ella, imperturbable, no le dejaba bajar de la cintura cuando no tocaba el turno. En los cinco o seis días alrededor del punto medio, llegaba Ana María a dormir con el abuelo. Durante la noche la partera llevaba un curioso frasquito con un líquido blanco de una pieza a la otra. Como obtenía el líquido sólo lo saben ella y Armando. En esas noches se escuchaban los estertores del amor procedentes del segundo cuarto. El niño Jesús tomó la costumbre de sentarse al ladito afuera de la puerta del cuarto, a escuchar. La partera había querido en comienzo sacarlo de allí, pero el abuelo la convenció de que no hacía ningún daño, y que él mismo le había explicado que Pablo estaba ayudándolo a fabricar un hijo con la Gloria. Jesús ya sabía que si Ana María se quedaba, era noche de ritual, y apenas el frasco era llevado a destino se sentaba calladito en el suelo, con su espalda apoyada en la pared. Pero ese año no hubo cría, a pesar de cuatro meses de actividad febril cuando la luna crecía. Llegado el otoño Pablo debió partir. La tarea recayó sobre Pedro, porque Gloria no aceptaba a ningún otro. A partir de octubre, Pedro llegaba por tres noches al mes, porque más no podía a causa de su trabajo en el norte, a compartir lecho con la Gloria. El ritual correspondiente se repetía. Pedro, a quien Armando había tenido en sus brazos a los minutos de nacer y por ende adoraba al viejo, no intentó nunca sobrepasarse, siguiendo puntualmente las instrucciones. Jesús rezaba junto a la puerta, y cerrando sus puños exclamaba, ¡dale, manito, hazle un hijo al abuelo!".

 

Así pasaron casi dos años, sin que la Gloria lograra concebir. Pero no importaba tanto, porque la mujer había recuperado su trabajo en el boliche, cocinaba dos noches en un restaurante, y cuatro o cinco en casa, se había integrado a la vida del lugar, y se sentía feliz. Con el correr del tiempo había ganado enormemente en astucia, la migra ya no la cogería tan fácilmente. También se había ido haciendo amiga de la familia de Armando, llegando a ser considerada parte de la misma.

 

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Una tarde a mediados del mes de octubre, el cuate Pablo se había retrasado en partir, y Pedro llegó a cumplir sus deberes, que según él ya le tocaba. Los dos hombres se miraron toda la tarde con recelo, a la espera de quien iba a ser el escogido. Gloria, confundida por tener que tomar por primera vez tan delicada decisión, se fue a acostar temprano, fingiendo mareo. Los jóvenes se enfrascaron en una discusión que comenzó suave pero fue tomando coraje, dispuestos a disputarse la Gloria a puñetes si fuese necesario.  El abuelo y la partera se retiraron al cuarto principal, porque había que producir el líquido correspondiente, y no deseaban intervenir en la disputa. Cuando los primeros piñazos habían sido tirados en el patio, el niño Jesús, que ya no era tan chiquito y con el correr de los meses se sabía el proceso con lujo de detalles, exclamó casi gritando "y qué si tomaran turnos". Los dos hombres detuvieron su disputa. "No, la Gloria no aceptaría" dijo uno. Pero Gloria, que desde un rincón de la ventana de su cuarto, que daba al patio trasero, seguía agazapada el devenir de los acontecimientos, gritó a su vez, "bah, y por qué no".

 

Durante tres noches la Gloria recibió su cuota por partida doble. Al cuarto día los dos hombres partieron. Seis semanas más tarde ya no cabía duda, la Gloria había concebido. Naturalmente que quedaba aún la confirmación decisiva, que con tanta actividad no hubiese ocurrido un accidente y el padre fuera uno de los jóvenes. El doctor aseguró que a partir del cuarto mes él podía descifrar ese enigma, pero antes era peligroso para el feto. No quedó más remedio que esperar.

 

Una tranquila noche a comienzos de febrero, sucedieron dos milagros. Poco antes de las doce tocaron la puerta, era el doctor, que traía los resultados. También traía una botella de champagne, y los tres moradores soltaron un grito de alegría al verla. Minutos más tarde, mientras el médico explicaba que con noventicinco por ciento de probabilidades y patatín patatán, mareándolos a todos con tanto número, volvió a sentirse un golpe en la puerta. Los cuatro miraron sorprendidos: no esperaban a nadie.  El abuelo se levantó a abrir la puerta. Al hacerlo quedó mudo. "¡Milagro!", gritó por fin, abrazando efusivamente a la pareja parada en la puerta. Eran los padres de Jesús.

 

A fines de mes se presentó el abogado de Armando a la oficina de inmigraciones, con una carpeta gorda en la mano. No sólo llevaba la nueva acta de matrimonio y los resultados de los análisis médicos del embarazo, sino que un sin número de referencias, cartas de recomendación, fotos, peticiones, firmas, y recibos de los pagos de impuestos. Había que presentar un caso sólido, porque Gloria disfrutaba de cuatro deportaciones en su fichero. En marzo pasaron a la corte, y el nuevo honorable dictaminó que al nacer el bebé se le haría un nuevo examen de paternidad, que de ser positivo, el Servicio de Naturalización e Inmigración comenzaría de inmediato los procesos de residencia permanente de la mujer, y de ser negativos se abriría un nuevo proceso en seis meses más. Mientras tanto, se le daría residencia condicional por tiempo indefinido. Esta vez el dictamen sí equivalía a una victoria.  La Gloria ya era un "Resident Alien"* en el país.

 

Armando era constantemente receptor de bromas por partes de la familia. Cuando llegaban a preguntarle, "híjole, abuelo, ¿y cómo hizo eso, a su edad?" el viejo siempre respondía, "el espíritu santo, pos mano, el espíritu santo". Pero sólo él, don José Armando Salinas - el "abuelo Armando"-, su esposa Gloria, y sus cómplices, Ana María, la partera, Pedro y Pablo, los amantes, y el niño Jesús, sabían el esforzado proceso que había conducido al milagro: la concepción de Espíritu, como pensaban llamarle, tanto si era varón como si era hembra.

 

Esta noche de abril, sentados por fin en la mesa de la cocina-comedor, la familia alzaba sus copas, con permiso de Jesús por ser viernes santo, para celebrar el milagro.

   

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* La traducción literal de “Resident Alien”, el título oficial de los residentes en Estados Unidos, vendría siendo algo así como “Residente extraterrestre”.


N. Jersey - revisión de diciembre, 2005.
(Originalmente presentado bajo seudónimo)