Selección
de prosa de
Jorge Braña
Resurrección
Estrella
del sur
Las olas del tiempo fueron
convirtiendo la conciencia en un mareo nebuloso, una captura
superficial del mundo que se transforma a su alrededor, sin
posibilidad de participación real en éste.
Al principio, una vez superado el hostigamiento de la
culpabilidad que acarreaba desde su etapa humana, el troncarium era
capaz de hilar ideas, de pensar. Observaba
el pasar de las gentes y los elementos, daba opiniones en silencio,
lloraba y reía en silencio. Gozaba
en su reserva al ver, ocasionalmente, las mismas personas aparecer,
tratando de adivinar sus sueños y esperanzas.
Notaba los cambios, tanto exteriores: el crecimiento de un niño
hacia la adolescencia y hacia su estado adulto; como interiores: dudas
y tristezas, temores y alegrías.
Mas la duración dilatada de siglos
y edades iba alargando las sombras del silencio, cubriendo
paulatinamente las chispas, apagando las energías interiores,
convirtiéndolo todo en una rutina pasajera e interminable, como la
siesta de un gato incapaz de despertar.
La incapacidad de sacar las elaboraciones de la conciencia
hacia el exterior, de echar pensamientos al mundo, iba apagando poco a
poco la conciencia misma, convirtiéndola en una serie de imágenes al
azar, sin orden ni lógica; a veces, sin sentir siquiera.
Recoger las sutilezas del mundo, ¿para qué, si no se pueden
devolver? Resignación a
convertirse en otro ser del reino vegetal, pero arrastrando siempre
una conciencia humana que le impide hasta esto hacer plenamente.
El castigo del tronque, la sentencia del silencio.
Justicia hacia quien, habiendo nacido con la esencia necesaria,
y habiendo tenido la suerte de adquirir y desarrollar las herramientas
que le hubiesen permitido hacer algo, sin embargo no hizo nada.
Nada. El viento sopla y sopla, siento mis
hojas agitadas, mi tronco que se ha separado, la savia que corre y
corre por las ramas. Las
imágenes del mundo se pasean por mi conciencia, que ni siquiera las
asimila. No sé bien lo
que soy, puedo observar al mundo, pero no puedo observarme yo. El viento sopla y sopla, llevando
sus brisas y olores. Aromas
de eucaliptos, de flores silvestres, de hojas húmedas, de millones de
insectos diminutos. Giramos
hacia el sol, pasan las nubes, cae la lluvia.
Vuelve a salir el sol y suben despacito los vapores del rocío,
que sin quererlo ya van preparando la lluvia.
Noche y día se suceden. Todo
se mueve circularmente, los ciclos se repiten.
Vivo, simplemente vivo. El tiempo corre, lento en su
rapidez, y se van construyendo las historias de los seres que recorren
sus espacios. Del pequeño
devenir de cada ser se van formando los devenires sociales, se
fortalecen las naciones, crecen los imperios, maduran y se afianzan,
degeneran y caen. La vida
termina en alguna parte y germina en otra, quizás remota, para llegar
nuevamente a su fin, en el implacable avance del destino, que se forja
con el azar de los elementos. La
vida siguió su ciclo eterno frente al troncarium.
Él, inmutable, la dejó pasar. Esparcidas
en el movimiento del pentagrama que abarca las cosas y sus duraciones,
se encuentran las arrugas del tiempo.
Las más comunes son diminutas, ínfimas.
Estas ni merecen incluirse entre las verdaderas deformaciones
del tiempo-espacio, por cuanto sólo producen efectos fácilmente
descartables por la mente de las especies concientes.
Sueños con situaciones que días más tarde parecen suceder.
Aparición momentánea de una persona que se encuentra físicamente
en otro lado. La mente las
descarta como coincidencias del soñar, o inventa dioses, demonios,
espíritus juguetones o vengativos, que con su poder dominan el orden
de las cosas. Otras,
más grandes, causan saltos en el tiempo, alteraciones, velocidades
relativas en el pasar de las cosas y las vidas.
La duración de movimientos y transformaciones de aquellos que
se ven envueltos en estas alteraciones transcurren fuera de la lógica
de los instrumentos de medición con que los seres intentan ordenar el
tiempo y el espacio. La
mente humana es aún incapaz de comprenderlas cabalmente (quizá nunca
lo logre). Son éstas, en
número, infinitas; pero tan esparcidas suelen estar, que en millones
de años con suerte se encuentra una.
La alfombra del tiempo, que a todos parece infinitamente lisa y
extendiéndose siempre hacia adelante con el mismo ritmo inalterable,
está, sin embargo, poblada de estas arrugas tramposas. Sopla el viento, y a veces se
detiene. No podría
precisar si han sido trece segundos, o trece millones de años, pero
el planeta parece haber dado vuelta infinitas veces alrededor del sol.
Incontables lluvias han alimentado la tierra, interminables
filas de hormigas han forjado caminos a través de mi corteza.
Sin previo aviso, el tiempo parece detenerse, y alcanzo a notar
el pasar actual como un día: hoy.
Extraño, volver a encapsular los pasares.
Vuelvo a tomar noción de mis alrededores.
A mis espaldas, que defino arbitrariamente, se encuentra una
pequeña ladera, los pies de algún cerro o montaña.
Cientos, tal vez miles de flores amarillas alfombran
desordenadamente el declive. Huelo
a eucaliptos (¿seré yo?). También
huelo a humedad, la humedad que suaviza los pastos días después de
la lluvia, cuando el sol ya ha comenzado a evaporarla.
A juzgar por lo que observo, estamos en primavera, acercándonos
al verano. El sol ya ha
bajado de su cima. Un escalofrío recorre mis venas de
madera, sensación que no recuerdo haber sentido desde tiempos
milenarios. Examino el
paisaje con atención, y observo una muchacha que se aproxima.
Su paso es lento, de suave timidez.
Viste de oscuro, pantalones negros, traje a rayas negras y
azules, haciendo juego con su blusa.
Sus cabellos se alzan en un moño.
Anteojos claros, de marco liviano, un poco grandes para su
cara. Se reclina sobre mi
corteza, apoyando su brazo derecho, con las manos en los bolsillos.
Su cara esboza una pregunta.
Una sencillez profunda transpira de esta niña, dejando
adivinar la sensibilidad sutil de su alma.
A través de su contacto, dulces y apacibles ondas se
transmiten a mis venas vegetales, suben por mi savia, alimentan mis
hojas. Presiento juegos de
palabras, canciones habladas, sonidos en armonía.
Una visión fugaz de momentos futuros, de notas y palabras aún
por nacer, de flores interiores que iluminarán el mundo con su
belleza. Un mareo me
estremece, el arca del tiempo me transporta, me hace girar siete años
hacia el futuro, cruzar el presente, detenerme treinta años en el
pasado, invadir los sueños de un muchacho de unos catorce años que,
durmiendo una breve siesta, comienza lentamente a despertar.
Todo se confunde, la inmutabilidad de mi tiempo comienza a
desaparecer, mi savia se va convirtiendo en sangre, mi corteza en
piel, mis ramas se van juntando en dos brazos adormecidos.
De las palabras encerradas en el corazón de esta niña,
palabras que han de ver la luz del día en un futuro que ya se
vislumbra en el horizonte desde esta ladera florida, va brotando una
nueva conciencia en mí, un despertar de siglos dormidos que
misteriosamente vuelven a encontrar un camino, mi camino.
Por un instante lo veo, y es claro, no merece dudas.
Sé que puedo. Lo
veo y me gusta, me aterra, me fascina, me llena de fuerzas escondidas
que van dirigiendo mis pasos. Todo
se oscurece repentinamente, me sumo en las tinieblas más hondas, y de
la nada, cual brujería encantada, aparece una estrella, y con su luz
traza un arco brillante en el cielo, de sur a norte, rayo azul-violeta
descargando suaves energías. Después,
las arrugas del tiempo me transportan misteriosamente hacia el pasado,
y muero naciendo en las imágenes de un adolescente que despierta de
su siesta.
(N. Jersey – primavera, 1999)
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