Selección de prosa de
Jorge Braña
  

Copyright - Jorge Braña


Troncarium

 

Lo presentía.  No sé bien cómo.  Si me preguntaran detalles, no podría darlos.  Ni cuando empezó, como un leve malestar que precede una enfermedad; ni cuando llegó a ser certeza, la intolerable seguridad de que el castigo me estaba designado.


Tal vez fueron esos días de ocio, de desencuentro con mí mismo, donde ningún rumbo parecía tentador, tratando de terminar aquel maldito reporte que empezara hacía más de un año.  Una parte de mí presentía que era importante terminarlo, que si no lo hacía no llegaría ni a la etapa siguiente, que seguiría marcando el paso como tantos otros, embriagado en quimeras y quehaceres cotidianos.  Otra parte me susurraba que esta tarea no guardaba relación alguna con mi verdadero destino.  La duda me quitaba las ganas de proseguir, el ánimo no me alcanzaba.  Ánimo-excusa, subjetivo como todos los ánimos, que me hacía dormir dos horas más allá de la alarma matinal de mi despertador; sentarme frente al reporte con la cabeza en blanco, tratando inútilmente de encadenar alguna idea; pasearme por el estudio, pensando a quién escribir, a quién llamar, cómo generar las excusas necesarias para perpetuar mi diletantismo.  Mis amigos y mi familia insistían en que debía terminar el reporte, pero sus insistencias no calmaban mi ansiedad en lo más mínimo.  Es más, algunos señores de supuesta gran sabiduría me aconsejaban muy serios que el reporte era vital para llegar a mi destino, y yo los escuchaba con atención, asintiendo, mientras una voz interior se reía a gritos de sus palabras, dando lugar al torbellino de dudas y angustias que giraba en mis entrañas.

 
¿Cómo evaluar claramente mis opciones, si es que las habían?  ¿Cómo acallar esas voces interiores que ponían en duda mis caminos trazados y apuntaban hacia senderos que nunca antes hubiese considerado, y que significaban prácticamente empezar desde cero, perdiendo todo lo avanzado hasta entonces en mi vida?


El reporte, maldito sea, tenía que ser clave.  Había dejado a un lado mi compromiso social, abandonado la ciudad que amaba, mis relaciones más profundas se estaban haciendo trizas, y sin embargo varios de mis amigos, mi familia y los señores sabihondos no me hablaban de otra cosa que no fuera el reporte y la necesidad de concluirlo.  Su importancia no debía ser puesta en duda.  Pero las voces lo mezclaban todo.


Me había planteado en más de alguna ocasión cambiar de rumbo y dedicarme a otras actividades.  Algunas ideas locas vagaban por mi cabeza, fantasías que no me visitaban desde la adolescencia.  Pero era inútil, todos los dedos apuntaban en una dirección, haciéndome presente que una vez sobre los rieles que dirigían mi destino no había vuelta posible ni opción realista que no significara sencillamente fracasar.  No era posible, yo, en quien con tantas expectativas se habían fundado, sujeto al fracaso.  Y lo más terrible: la posibilidad del castigo.


Quise introducir el tema del castigo en charlas personales y tertulias con amistades, mas la gente rehuye referirse a cualquier cosa que se relacione con el tema.  El destino no perdona, sin embargo, y el castigo está presente en el subconsciente de todos aquellos que tienen la posibilidad de recibirlo.  La contradicción es que justamente al no saberse claramente quien está designado, algunos soñadores se llenan de esperanzas y se creen inocentes sin razón.


No hacer nada es, ciertamente, un crimen que no merece apelación.  El destino ha engendrado la sentencia del tronque para los culpables, que son numerosos, para ser aplicada sin piedad a aquellos que se la merecen.  Para merecerla basta no hacer nada habiendo podido hacerlo.  Las personas que no tienen capacidad, o que no han nacido con las herramientas necesarias o la vida no les ha dado la posibilidad de adquirirlas, no son realmente responsables, y quedan fuera del designio, sin ser juzgadas.  El castigo se reserva para los desvergonzados que, pudiendo hacer algo, teniendo la capacidad de hacerlo, sin embargo no hacen nada.  Son éstos, como yo, los verdaderos criminales de la sociedad. 


El que no hace porque no puede o no tiene la conciencia que corresponde, no merece más castigo que permanecer en el anonimato o en una categoría inferior ante los ojos de los que han hecho, lo que, por lo demás, no tiene importancia alguna.  Los criminales públicos ante las leyes de los diferentes estados son a menudo consecuencia de la misma organización social de dichos estados.  Sus crímenes, por lo tanto, reciben castigos pasajeros, de menor o mayor severidad según la atrocidad cometida y el grado de conciencia individual del culpable.  En el peor de los casos se les quita la vida, lo que a veces constituye un favor.  Políticos y dictadores por otro lado, obedecen generalmente a las condiciones de su aparición en el contexto de ésta y a las normas de los intereses de sus respectivos grupos, fuerzas que por lo general los sobrepasan y están fuera de su control.  Sus castigos, que bien merecido los tienen, cuando llegan a recibirlos (digamos, casi nunca), son también pasajeros.  Salvo, naturalmente, cuando no hicieron nada, aún gozando de la capacidad para hacerlo.  Porque es éste, sin lugar a dudas, el crimen más horrendo contra la sociedad y contra uno mismo.  La conciencia de realizar algo, de poder hacerlo, es la responsabilidad más grande que alguien pueda tener.  La irresponsabilidad en estos casos no merece compasión.


Desgraciadamente las normas sobre qué es lo que se puede hacer o quién deba hacerlo no están definidas, y es cosa de cada cual descubrir su lugar y sus posibilidades.  Muchas dificultades por cierto se obviarían si las designaciones fueran más claras, pero no lo son, y no queda más remedio que atenerse a los hechos.


No ha de pensarse que tuve en momento alguno la certeza de que terminar mi reporte era mi designio.  Si así hubiese sido, fácil hubiera sido mi tarea, y de alguna forma lo hubiera concluido.  La incertidumbre sobre si el reporte era una etapa a cumplir o sólo un estorbo en mi camino era lo que acentuaba mi inoperancia. Quizá debiese haberlo terminado cuanto antes, para sacármelo de encima.  Pero no lo hice. Tampoco me decidí por un rumbo alternativo y esta ineficacia me llevó hacia un callejón sin salida.  Mi última oportunidad se presentó al devenir el malestar intolerable, lo que debería haberme llevado rápidamente a tomar una determinación.  Sin embargo, no hice nada.


Fue así como un buen día, caminando desprevenido, me encontré con la fosa.  Ya estaba resignado a no hacer absolutamente nada, feliz de no hacerlo, con la dulce esperanza de que, después de todo, yo no hubiese podido nunca realmente hacer algo y por lo tanto fuese inocente.  Mas bastó con mirar tan sólo una vez la fosa para comprender definitivamente que me estaba destinado el castigo.  Paralizado por el terror de una verdad que era ahora indiscutible, clavé la vista en aquella fosa, sabiéndola mi propia fosa, durante largos minutos.  Después reaccioné, quise huir, escapar a toda velocidad hasta que mis piernas se doblaran, esfumarme por los confines del espacio, dejar de existir en el tiempo.  Pero me sujetaron.  Dos pares de brazos firmes, que se presentían como los de un hombre y los de una mujer, seres a los que nunca pude ver, pues se confundían con la atmósfera misma, me transportaron a la fosa.  

 
“¿Qué podía haber hecho?” - pregunté, por decir algo, con voz horrorizada. 

“Algo” - respondieron, a coro.


El injerto fue simple y expedito.  El cuerpo se convirtió en tronco, los pies en raíces, y sólo quedaron la cabeza, los hombros, y las extremidades superiores al descubierto.  La fosa se llenó con tierra y abundante agua para que el troncarium se fuese habituando a su ambiente.  Las ramas en el torso y los brazos no aparecieron hasta un tiempo después, el que no soy capaz de precisar, pues he perdido la noción del tiempo en el sentido humano de éste.
 

Mi nueva vida, puedo asegurar, no depara mayores alegrías.  Al comienzo, cuando los brazos y las manos no habían aún vegetado, tenía la esperanza de pillar a algún insecto o pájaro desprevenido y tragármelo, siguiendo las costumbres carnívoras típicas de mi antigua especie.  En raras y deseadas tardes, también, tomarle la mano a algún niño que generosamente la ofrecía, permaneciendo unidos secretamente en un mundo donde se mezclaban mi realidad y su fantasía, hasta que el infante se retirara.  La mayoría de los padres, sin embargo, prohíben a sus hijos acercarse a los troncariums, pues circulan viejas historias de niños devorados.


Lo último en vegetar es la cabeza; aunque desgraciadamente, y muy a mi pesar, la conciencia no vegeta ni desaparece.

(N, York - Invierno, 1986)