Selección de prosa de
  
Jorge Braña
   ¿Quién soy?
 


 

LA ÚLTIMA CEPA

 

 

Ana María colgó su celular y lo dejó automáticamente arriba del mesón entre el comedor y la cocina. Como zombie caminó hacia el sofá y se dejó caer pesadamente en él.  No, no podía ser.  Camila estaba entre los condenados.  Por qué ella, por qué Camila, su Camila, si apenas había cumplido los treinta. Cómo era posible que ella misma, que ya tenía sesenticinco, estuviera sana, y su Camilita había caído.  Se cubrió el rostro con ambas manos y quiso llorar, pero las lágrimas no cayeron, estaban atragantadas, queriendo explotar pero sin salir, como un estornudo estancado.  Tenía que hacer algo, ella siempre hacía algo cuando alguno de sus hijos estaba en dificultades, los ayudaba, y su ayuda contaba.  Se había hecho cargo de su nieto cuando Lucas, su hijo mayor, y Claudette, su esposa, habían sido detenidos por tres meses en Bélgica, quedando el niño temporalmente bajo custodia de las autoridades, hasta que ella consiguió viajar y hacerse cargo.  Había pagado la renta adeudada para que no desalojaran a su hija Antonia. Ahora tenía que hacer algo por Camila, no podía quedarse de brazos cruzados. Buscó su celular y llamó a José Luis, su primo abogado.

 

“Sí, ¿aló?”

“José Luis, es Ana María. Tengo terribles noticias, se llevaron a Camila”.

“¿La seguridad sanitaria?”

“Sí, ellos.  José Luis, hay que hacer algo”.

 

Se produjo un silencio. Su primo lo cortó con la pregunta que no quería hacer, pero era clave.

 

“¿Taf o Lamda?”

“Es Lamda, José Luis, Lamda, te das cuenta” - un sollozo estalló en Ana María, que hizo un esfuerzo por retener los que todavía tenía atragantados.

 

Lamda era la última cepa del virus, la fatal.   Ninguna de las vacunas ayudaba contra esta cepa. Tenía una letalidad superior a la de la hidrofobia, hasta el momento sólo una de cada mil personas contagiadas la habían sobrevivido, la muerte era prácticamente segura. Y era la más contagiosa de las cepas, peor que el Omicrón de dos años atrás.  Las autoridades, desesperadas por detener los contagios, habían decidido crear los lugares que bautizaron como “salas de reposo”, pero que todo el mundo apodaba “los cadalsos”, y a los pacientes, “los condenados”.  Allí se alojaban a los  contagiados con esta cepa, y no tenían derecho a visitas ni por amigos ni familiares, ni siquiera los descendientes, progenitores o esposos. Sólo podía entrar el personal de salud, con sus trajes de astronauta, que traían comida y agua y monitoreaban el deterioro de los pacientes.  Los con más suerte llegaban a los cuarenta días.  Tenían derecho a usar el internet provisto por las autoridades durante una hora al día, las horas se repartían entre ellos por un sistema de lotería. Para evitar el constante drama que había cundido los primeros días, los celulares se sustraían de los pacientes y sólo se entregaban en la hora que les había tocado.  Un especialista los visitaba una o dos veces a la semana, aunque no servía de nada, su presencia era más bien sicológica que práctica.  Si algún país no seguía estas reglas estrictamente se aplicaban severas sanciones económicas en su contra, y ninguno de sus habitantes era aceptado en la frontera de otro país, fuesen cuales fueran sus circunstancias.  En Chile ya había quinientas cuarenta y dos de estas “salas”, albergando  alrededor de un millón y medio de pacientes. Pero como los contagios seguían aumentando, estaban comenzando a aplicar severas medidas de restricción a quienes vivían en la casa de los pacientes.  Apenas se sabía de un contagio, una ambulancia blindada se apresuraba a buscar al afectado, junto con un colchón y un juego de sábanas de su casa, para trasladarlo al “cadalso” y la seguridad sanitaria ponía un cordón alrededor de la casa, impidiendo la salida de sus cohabitantes.

 

“Me temo que no hay nada que se pueda hacer, las reglas son estrictas. Hacer lo mejor con su hora de comunicación.  Y rezar, Ana María, rezar”.

“No, no, no.  Yo quiero verla, aunque sea por última vez, no es humano que una madre no pueda ver a su hija enferma”.

“Así es, prima querida, no es humano. Pero es la ley.  No hay excepciones”.

 

Ana María soltó el llanto, sus lágrimas  brotaron a borbotones. Cuando por fin recuperó el habla, le dijo a su primo el abogado que no tenía fuerzas para llamar a Lucas en Bruselas o a Antonia que estaba en el Valle del Elqui. Su primo le dijo que lo esperara, que pasaría a verla en un par de horas.  

 

Efectivamente el hombre llegó en poco más de dos horas a su casa. Cuando llegó, se encontró con que Ana María había preparado una maleta y un bolso de mano.

 

“¿Vas de viaje?” - le preguntó después de un largo abrazo.  Una extraña pregunta, porque los viajes estaban suspendidos. Pero Ana María no respondió, en lugar de hacerlo le urgió a que llamara a sus otros hijos.  José Luis así lo hizo, haciéndose cargo de la ingrata tarea de comunicarles la mala noticia, y contarles que su madre estaba deshecha y apenas podía hablar.  Después se sentaron a tomar té, y José Luis se sorprendió de lo serena que estaba su prima.  Era como si le hubiesen inyectado un calmante.  Bebieron un rato en silencio, después ella habló.

 

“Voy a ir, José Luis”.

“¿A dónde, mujer, si no se puede viajar a ningún lugar, todo el transporte está suspendido?”

“A estar con ella”.

“¿Qué dices?  Es una locura, y por ley no te dejarán entrar, las visitas no están permitidas, lo hacen para frenar los contagios”.

“Es que no habrá posibilidad de contagio”.

“Ni con traje de astronauta te dejarán entrar, sólo el personal de salud puede hacerlo”.

“No has entendido, primo.  Voy a entrar, pero no voy a salir. Así, no contagiaré a nadie”.

 

José Luis se quedó sin habla un minuto, pero después trató de convencer a su prima de que eso era una locura y un sacrificio innecesario.  

 

“Tú tienes que ayudarme para que no me lo impidan, firmaré cualquier documento que sea necesario.  Le llevo unas bolsitas de té ocho hierbas, que es su preferido, y de sus revistas favoritas.  Debes hacerlo, te lo ruego”.

 

Se produjo una ardua discusión. El hombre trató por todos los medios de disuadirla, pero la determinación de Ana María era insuperable, no había argumento posible.  Por fin el hombre se rindió.

 

“Hablaré con el senador Segura, él tiene peso en el ministerio, a ver si es posible”.

 

Y fue así como unos días después, Ana María, tras despedirse de sus hijos y su nieto a través de emotivas video llamadas, entró a la sala de reposo 169, con su maleta, su maletín y sus bolsitas de té de ocho hierbas, a acompañar a su hija Camila en su viaje final.  Quiso el destino, en su constante ruleta, apiadarse de ella, siendo la primera en emprender el viaje, un día antes que su hija, ya inconsciente y en estado de coma.

 

 

 


(A casa de Jorge)