Buscando a Dylan
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Tango de la Mancha Azul
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Jorge Braña
Querido hermano,
Soy una tonta, ché, por no haberme dado cuentas antes, las pistas siempre estuvieron allí. Sé que fue en Buenos Aires, detrás de aquel café bohemio del barrio La Boca, donde lo mataste. Ah, sí, porque estoy convencida que lo mataste. Sabemos todos que no podía haber desaparecido sin dejar rastro, o una palabra para mamá.
“La muerte es como una salpicante mancha azul” – me dijiste una vez, con tu acostumbrado lenguaje de enigmas. No puse atención, otra de esas visiones extrañas que los pintores suelen tener, pensé. Cómo podía imaginarme que fuera algo más, desde tu sonrisa sincera y desprovista de ironía, de esa calma embriagadora que proyectas, del habitual aire de resignación: imposible vislumbrar tus fuegos internos. Pero los signos son reveladores en tu cuadro. La luz en la lona, intrusa entre los fondos oscuros, con su paraguas colgante. Recuerdo que te detenías antes de entrar al café y atisbabas por la ventana: los paraguas de los bailarines colgando de la percha, la luz brillando sobre la pista de baile, un parquet ovalado de marrones desteñidos, las sillas de los clientes apenas visibles en la penumbra. La ventana contrastaba con las callejuelas del barrio, los ensombrados callejones que llenaban de presagios el alma de cualquier persona foránea a la barriada.
Fabián era un bailarín fabuloso. Agarraba a mamá de las caderas y la hacía girar como le diera la gana, rozando su cintura, sus pechos, sus nalgas, clavándole los ojos, agazapados bajo el sombrero y la bufanda negra, sobre toda curva reveladora. Un placer verlos así, tan bacanos, en su ir y venir sobre la pista. Nosotros intercambiábamos una mirada: tu aprensión era evidente, tú también adivinabas la mía. Era descorazonador darse cuenta de que nuestra madre caería una y otra vez en sus brazos, aunque él jugara como el gato maula con el mísero ratón, abandonándola cuando se le daba la gana, sin siquiera molestarse en inventar excusas, como si la vida no fuese más que un tango donde los hombres zarandean a las mujeres a voluntad.
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Jorge Braña
Ahora puedo imaginarme lo que sucedió esa fatídica noche de reyes, cuando Fabián nos anunció sin escrúpulos que se iba a Santa Fé esa misma noche. Fue una sorpresa para los cuatro y un golpe para mamá, se suponía que partirían los dos a Mar del Plata al día siguiente, por una semana. Nuestra madre lloraba mientras él se echaba el saco al hombro dispuesto a partir, sin explicación alguna, como siempre. La langosta quedó intacta sobre la mesa, esa langosta escondida de tu cuadro. Furiosa, lo insulté a gritos, pero, iría a preocuparse de una pobre percanta, apenas adolescente. Tuvo el descaro de clavarme la vista y decirme “tienes fuego, pebeta, serás buena presa cuando crezcas, como tu madre”. Oh, cuánto le desee la muerte entonces. No sabía, claro, que mi deseo estaba por cumplirse. Debiste haberlo esperado en el callejón, sabiendo que acortaría camino por él, como siempre, con el cuchillo escultor que habías comprado esa misma tarde. Sus pasos acercándose deben haber resonado como tambor en tu cerebro, con el corazón en la boca, al verlo doblar hacia el callejón. Entonces, tras vacilar un momento, le saltaste encima, tu brazo arqueando en el aire, y el metal se hundió en la carne: tras su grito desesperado - “¡quién mierdas!” – la mancha de sangre en el muro. Allí, donde la apunta tu flecha. |
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Buscando a Dylan
No sé si lo habrás acuchillado de frente, o por la espalda, si arrojaste su cuerpo inerte al basural, o en el zaguán cercano, o simplemente lo dejaste allí para que lo terminaran las ratas. Poco importa ya, detalles para ser olvidados.
El propósito de esta carta es hacerte saber que yo también lo sé, que compartimos la culpa, quedáte tranquilo. Quizá en alguna noche de insomnio las escenas vuelvan a tu conciencia, las calles de madera y ladrillo de La Boca, con sus azules y rojos y marrones y negro carbón; las edificios en penumbra, el aroma de café mezclándose con la yerba mate, los cigarros baratos y el perfume de una hembra cuyo cuello se ancla en la mirada de su pretendiente, girando al compás del bandoneón; el dolor sudado del tango, brotando a borbotones de su desesperada lírica, la sangre en el muro, la mancha azul. Por ahora, dejálo, Dylan, digamos que fue merecido. Sólo la lona esconderá, revelando, nuestro secreto.
Queriéndote siempre, Enid
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