Buscando a Dylan  

 2

   Veladas de queso y vino

 

 

 

Jorge Braña

 

Bueno, allí estábamos una vez más, en la mesa informal de tu cocina, esta vez cortando tajadas de un Emental Grand Cru, “directo de La ferme Saint-Aubin”, nos aseguraste, explicando que la etiqueta roja era “una especie de garantía de calidad”. Era una rueda enorme, demasiado grande para este tipo de queso, hecho de leche cruda de vaca y paté a presión.  Pero viniendo de ti, no era sorprendente.  Nuestras miradas se posaron sobre la tabla superior, sabiendo que tu próxima movida sería presentar el vino.  Las dos botellas de costumbre estaban allí, la primera ya descorchada y aireada, su temperatura apenas por debajo del ambiente. “Vin de Savoie”, dijiste, triunfalmente, tomando la botella y vertiendo cuidadosamente su contenido en nuestras copas.  Entonces me clavaste la vista un par de segundos, sorpresivamente.  Supe que algo pasaba, pero no hubo tiempo de preguntar, el ritual no podía interrumpirse, y los asuntos personales no iban a ser discutidos frente a Jaime y Kai.

“Bien, Carlos”, -pidió Jaime- “cuéntanos algo de este vino”, sabiendo perfectamente que daba lugar a tu perorata de siempre, inescapable en nuestro rito nocturno de los viernes, a veces aburrido, generalmente ameno.  “Apellation Chignin”, comenzaste, “lo mejor de la región…”; tu boca se movía como de costumbre, esbozando esa leve sonrisa que te caracteriza, pero no sé si era idea mía o qué, pero creo que cada medio minuto emitías un leve carraspeo.

La idea se me pasó por la cabeza por primera vez entonces, pero sólo por un segundo, y la descarté rápidamente.  “…una producción muy limitada de tintos…” escuché, justo antes de sentir la mano de Kai golpeándome suavemente el hombro, su cara dibujando un gesto de “¿pasa algo?”. “¿Yo?”, dije, apuntándome con el dedo, con cara de bobo, sin poder dejar de pensar que eras tú el que andabas extraño.  Kai asintió. “No, hombre, estoy bien”, contesté, y después en un susurro: “mejor que bien, en el cielo, ya te cuento”. 

 

 

Jorge Braña

Craso error, debí haberlo supuesto, la curiosidad no puede dejarse en el aire un viernes por la noche, menos entre compadres.  Cuando tú comenzaste con algo sobre las raíces en el siglo XI,  Kai, que ya me había echado al agua con Jaime, no pudo resistir más la tentación e interrumpió: “Oye, parece que Dylan tiene algo que contarnos”.  “¿Yo?  Pero no, que va, que siga la reseña, se estaba justo poniendo interesante. Vamos, Carlos, sigue, que no son tantas las viñas que datan del siglo XI.  Demasiado tarde, Jaime también se moría de curiosidad, y forzó la interrupción, riéndose. “Carlitos, ya podrás enseñarnos más en un rato, deja que Dylan nos cuente”.  Y dirigiéndose a mí: “¡Sonaste!  Si estás en el ci-e-lo, como asegura Kai, debe haber una razón”. “Entre amigos no hay secretos” - Kai, mirándome como si no hubiese intimidad que no pudiera divulgarse un viernes por la noche.  Hiciste un último esfuerzo por evitarlo: “Ya, dejen de embromarlo, quizá no quiere contarnos”.  Pero yo ya había caído, como un tonto, sin advertir el tono de consternación en tu voz.

“Bueno, este, digo – tengo una amiga”, comencé.  Jaime y Kai aplaudieron y gesticularon, pidiendo más.  “Querrás decir una amante”, largó Kai, riendo, “¿y?”.  “Bueno, sí, ya nos habíamos encontrado una o dos veces hace un par de semanas”, respondí, tratando de mantener un tono casual, “pero había sido de esas cosas sin compromiso, ¿saben?”. “¿Sabemos?  ¡Ya larga de una vez!”. “Es que ahora es distinto, ella y yo, como lo digo, es un milagro, es mágico”.

Las copas chocando, los palmetazos, bravo Dylan.  Ninguno de los tres nos dábamos cuenta que tu mirada se perdía en el horizonte.  “¿Y cómo se llama?”, preguntó Kai.  “Catherine”.  “Ah, Catarina…” Y fue ahí cuando Jaime lanzó: “Oye, Carlos, tu novia también se llama Catherine, ¿cierto? – pero qué coincidencia”.  

 

 

 Buscando a Dylan  

Y tú, mirando la pared, respondiste lentamente: “Sí, se llamaba, pero ya no”.  Los tres te miramos, y al caer la verdad como un balde de agua fría sobre mí, proseguiste: “Ayer me dijo que se había enamorado de otro tipo.  Un, hmm, cómo lo puso, ‘un alma dulce, gentil, que me contiene, que me hace sentir en armonía’. Explicó que había encontrado el liricismo que faltaba en su vida. Un tipo joven, dijo.  Un pintor”.  

Quise desaparecer en el aire, y en cambio seguía allí, sumido en el espeso silencio que siguió a tus palabras, donde la gotera desde la cocina repicaba como un bong japonés.  “Putas, yo- ” alcancé a decir, pero me frenaste en seco. “No te preocupes, no guardo rencores.  Pero te pido un pequeño favor, ah, ¿podrías darle esto? Yo ya no la he de ver o llamar más.” Y me entregaste la flor en cerámica que guardabas con orgullo en el estante derecho. Después alegaste un dolor de cabeza, si no podíamos continuar el próximo viernes, y claro, era comprensible.

Pero no hubo próximo viernes.  Lo sospeché ese día, saliendo de tu casa. Pero cómo iba yo a adivinarlo, lo tuyo con Catherine, si tú eras el único reservado de los cuatro, el único que no contribuía a los chismografía de nuestra tertulia.  Puta madre, pensé, por qué la felicidad siempre llega con un pincelazo de dolor, siempre un deje amargo sobre la miel.  Echaré de menos estas veladas, deliciosas veladas de queso y vino.  Pero la vida sigue, y al salir al frescor de la noche empecé a anticipar los brazos de Catherine cerrándose sobre mi cuerpo.  Y ahora, francamente, es lo único que importa.