Hoy vi salir tu figura de entre el vapor de mi taza de café. Eran las nueve de la mañana. Mi mejilla izquierda aún mostraba el arado de los sueños, cuando alcé mi cabeza de piedra y vi tu rostro frente al mío. Quién se lo iba a imaginar: Ahí estabas tú, sentada al otro lado de la mesa, risueña como siempre. Qué locuras le pasan a uno cuando todavía no se ha zafado por completo de las telarañas de la noche.
Pero el hechizo de tu presencia se terminó repentinamente; se fue como el último enrosque acelerado que hace el agua en la tina antes de desaparecer por las tuberías sarrosas.
Yo sé que tú te reirías, me dirías "tú siempre tan bobo", o quizá mecerías la cabeza como un columpio recién desocupado, con tus labios apoderándose de la sonrisa invisible que dibujan los péndulos, con tus ojos clavados a los míos por una ternura de hierro.
Si me hubieras visto en aquel instante en que abrí los ojos. ¡Hay si me hubieras visto!, mal erguido como un orangután besando aquellos labios del otro lado de la mesa. Ya casi se me dispara la carcajada viendo la dulce reprimenda en tu rostro al ver al mío descubrir que los labios recién besados eran los de mi esposa ¿Estela, te acuerdas de ella?
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