Marta Concha
Un día cualquiera en Santiago. Camino apresurada. Estamos a 1° del mes y es el día fatídico en que mis cuentas se vencen. Voy con mi cheque de paga al banco a cambiarlo. Miro y remiro la cifra y es, por supuesto, mucho menos de lo que necesito.. Pero calma, Eugenia. Algo saldrá. El Peteco necesita zapatillas, ¿pero cuáles? Las que quiere son inalcanzables porque me quedo sin electricidad. Y bien, arriesgo a quedarme sin luz pero el Peteco tiene que tener las zapatillas que lo van a poner en igualdad de condiciones con sus pares. El Banco está repleto. Claro, es el día en que todos los empleados de la gran empresa en que trabajo cobran su paga. El local del Banco es pequeño, pues sólo se trata de una sucursal de barrio. Me pongo en una fila larguísima.. Yo había salido de la casa cual pajarillo que salta de ramita en ramita en un día primaveral. Mi vestido azul relucía impecable con mis zapatos haciendo juego. Bien, mi cheque de paga, en verdad, era insuficiente, pero la vida era hermosa. Esta ves la fila de gente que esperaba era heterogénea, personas que yo no había visto nunca. Hombres en tenida de trabajo mezclados entre niñas de aspecto secretarial, otros con cara, aire y olor a funcionarios, encorbatados y serios y de vez en cuando, como notas de color entre este espectro un tanto severo, algunas niñas, tipo "Top Model", todas tostaditas y regias. La persona que se encontraba delante de mi podría haberse catalogado como trabajador manual porque vestía mono azul y gruesos zapatos de trabajo. Tenía su cheque en la mano. Yo, curiosa por naturaleza, eché una ojeada sobre él haciéndome la distraída. No pude precisar la cantidad, pero lo que me quedó claro era que tenía seis cifras. Esta comprobación me despojó de algunas plumas. El mío era de cinco y de cifras entre el uno y el cuatro. Las niñas tipo tipo Top Model, entreveradas en la fila, conversaban sobre su último viaje al sur saltándose a los que venían ya sea atrás de ellas o adelante. Se hubiera dicho que los demás no existían. Yo tengo cuarenta años y no conozco el sur más allá de Rancagua. Cae una nueva pluma.
La espera que se suponía sería algunos momentos, se alarga y la inmensa cola ha quedado detenida. Un rumor se empieza a esparcir. Se acabó la plata y deberemos esperar que llegue la nueva remesa. Se me cae una media pluma. Saco el libro que por precaución siempre llevo en la cartera y me pongo a leer las aventuras de Alejandro el Grande. No llevaba mucho en esta entretención cuando noto que gran parte de las personas que estaban en la cola comienzan a desplazarse hacia otra que se había formado y que terminaba en una nueva ventanilla que acababa de abrirse y alcanzo a divisar la cara del nuevo cajero porque tenía unos feroces bigotes negros. Ni corta ni perezosa, de inmediato me desplazo hacia esta nueva cola. Me coloco en ella y la persona, otro tipo en tenida de trabajo y supongo que con cheque de seis cifras que estaba delante mío, se da vueltas y me enfrenta diciéndome; -- esta cola es para los que trabajan en la televisión.-- Vuelvo a mi cola original con la cola entre las piernas y con cinco plumas menos porque he perdido mi lugar y quedo al final. Un larguísimo rato de espera hasta que llega la nueva remesa, el que se me pasa volando, tan interesada en las idas y venidas de Alejandro Grande.
Al fin llega el momento esperado estoy casi en la ventanilla, donde un tipo con gruesos anteojos recibe y cambia los cheques. Inmediatamente adelante mío una señora, muy emperifollada que no tiene el aire de trabajar para ganarse la vida, pasa gran cheque majestuosamente decorado de muchas cifras. ¡Ohh! pienso que se me van a caer otras plumas, cuando el cheque es sorpresivamente devuelto a la dama por estar sin provisión de fondos. A la dama no se le caen plumas, se le cae la cara entera y el vocabulario. Las más suaves las transcribo: sinvergüenza, canalla. Creo entender que se refiere a su marido al que le cobra una pensión alimenticia. Bien, me digo, ¡Por ambiciosa! ¡A quien se le ocurre sacarle esa tarrada de plata a ese pobre hombre!
Y llega el momento esperado en que yo paso mi cheque y recibo el dinero, que al tomarlo en las manos me parece aún más insignificante que lo que estaba escrito en el papel. Plumas, plumas, plumas.
De vuelta a casa me apresuro a pagar mi arriendo. El propietario vive al lado y no es conveniente para la salud ni para el espíritu tener al acreedor tan cerca. El techo es todo, decía mi mamá, aunque te quedes sin comer. Máxima no muy convincente, pero la fuerza de la costumbre Porque sin comida no hay salud y sin salud no hay fuerzas para trabajar y pagar arriendos. Se presenta mi empleada, la enemiga pagada por mi, a quien le pago su salario de inmediato, sin chistar. Justo, se lo gana, a mí también me gusta que me paguen el mío. Después de recibir su dinero, con cara un tanto agria, me dice... Necesito la Libreta del Seguro, señora. La Libreta del Seguro. Está atrasada en varios meses y las zapatillas del Peteco se van al limbo. A estas alturas y después de recibir el rosario de señora, -- se acabó el azúcar, los huevos se los comió el Pedrito que vino con un amigo a tomar desayuno. -- -- Pero, ¿todos los huevos se los comió Pedrito? -- Sin que se le mueva un pelo, me contesta .Sí -- Incomprobable por supuesto, pues come huevos revueltos y no se puede saber. -- Se acabó también el café y el té y queda una pizca de aceite -- prosigue imperturbable.
Yo, a estas alturas, estoy transformada en un pollo pelado y colgado de un gancho, como se ven en los lugares donde se expenden pollos. Algo he de hacer para contrarrestar los signos de depresión que amenazan invadirme. Me voy a dar un baño. -- Queda una ristra de gas y capaz que no alcance para la comida -- me dice mi torturadora.
El sol deja de brillar, los pajaritos de cantar y las flores ya no exhalan su perfume, y yo que trabajo en el departamento de psicología ambiental, rodeada de eminentes psicólogos que se dedican a estudiar las causas de la depresión que sufren los habitantes de esta tierra, sin haber acudido a sesudos textos, me lo explico claramente.
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