EN VELA DESDE EL CERRO DE JOHN KAI

Lo que nos une
de por vida
es el cerro
de John Kai.

No hay caso.  

¿Lo recuerdan?

Una noche tan
fuera del mundo
y del tiempo
y de nosotros mismos
sin entender
de otros idiomas
o de religiones.
Para entrar
en la casa de John Kai
había que quitarse
los zapatos
como en cualquier
casa china
y permanecimos
descalzos
así
toda la noche

toda la noche….

                    toda la noche…
toda la noche…  

Hasta que la tierra
en nuestros pies
entre los cactus
y la tibieza del
cerro de John Kai
cantó nuestros
nombres
en voz alta:

¡John!

¡Ana!

¡Mikel!

¡Aaron!

¡Claudia!

¡Sole!

¡Ayumi!

¡Rodyon!

¡Sang!

¡Nicole!

y de pronto
enmudecimos
porque las luces
de la ciudad
comenzaron a
palidecer
y los
pájaros
apagaron nuestras
voces.

¡Pájaros!

¡pájaros!

¡y más cantos de pájaros!

y la tierra levantando
la frescura
en el cerro de John Kai.

Con los primeros
resplandores
del amanecer
y el colorido
irrepetible

-tantas veces repetido-

los pies sobre
la tierra rojiza
helándose
sin saberlo
entre
espinas floridas.

No hay caso
amigos míos.

Ese amanecer en vela
nos hace parte
de la tierra
de nadie.