Alyson Carter
El Espíritu Santo
Gloria pasó con el canasto de ropa por entre todos los invitados, chorreando agua por todas partes. Armando, su esposo, ni se inmutó, pero los primos y las primas reclamaron a viva voz, "pero hija, cómo se te ocurre" "oye, acabas de rociarnos a todos" "y dejaste todita la alfombra de la sala mojada". La alfombra mojada era el peor pecado, porque Estercita la había traído de México el día anterior, de un comerciante amigo que tenía un puesto en el pueblo fronterizo de San Luis de Río Colorado, que supuestamente las encargaba al interior, según él hechas a mano por los descendientes de una tribu pre-colombina que estaba a punto de extinguirse. Gloria no dijo nada, y continuó inmutable hacia el pequeño patio, a colgar las prendas en el alambre, pero Estela, mocosa adolescente, que ayudaba a su abuela a hacer los bocados de camarón, la defendió atacando a Estercita, con quien no se llevaba bien, "qué pasó, si este trapo viene de San Luis Río Colorado, que no es ni México, es un pueblucho para los turistas". Esta ofensa encendió a la portadora del regalo y a casi todas las otras mujeres, "mocosa insolente, habrase visto, ella sabe más de México que las propias mexicanas, lengua suelta, si te digo que las traen del interior" y patatín y patatán. Los hombres, por lo contrario, se rieron casi todos, Estela era guapa y los tíos le aguantaban sus arranques. "Bájele tío, si es sólo una quinceañera rebelde, no le hagais caso" exclamó el tío Ramón, tratando de calmar el barullo. Armando, el dueño de casa y por lo tanto de la mentada alfombra, apenas esbozó una sonrisa, sin saber si debía mostrar interés. Se levantó y cruzó las puertas correderas de vidrio para salir al patio a ayudar a su mujer.
La casa era un bungalow pequeño de dos cuartos, un baño, una sala, y una cocina-comedor, con un patio trasero donde con suerte cabían seis sillas chicas de patio, pero con un sistema de hilo en dos filas que daba vuelta todo el perímetro de la casa salvo el frente, inventado por el propio Armando, que bastaba para colgar toda la ropa. En el baño, pequeño pero no tanto, había un hueco en la pared usado de armario, y la parte baja había sido arreglada para contener la máquina lavadora de ropa, pero definitivamente no había espacio para una secadora. Importaba poco, porque el clima del sur de California era seco y más bien caluroso la mayor parte del año y a nadie le importaba dejar las prendas colgadas en el patio y las paredes de los costados. No había segundo piso ni subterráneo, ni garage. Afuera apenas un armario pequeño de patio, de metal en vías de oxidación, donde se tiraban de cuando en cuando los artefactos que necesitaban arreglo, que nunca salían de allí, y en el techo, una caja de herramientas, que al fin y al cabo era lo único útil que contenía el armario. No había división entre la sala y la cocina-comedor, la separación se hacía con un sofá. La cocina-comedor era lo más espacioso de toda la casa, con muchos estantes y recovecos, una mesa ovalada, unos asientos de tablón estilo franciscano, dos sillas, y espacio de mostrador y tablas de cocinar. Dos docenas de pequeños artefactos de madera y metal colgaban de sus paredes, coladores, cucharones, embudos, muele-ajos, pica cebollas, cuchillos de todos los tamaños, un descolador de camarones traído de regalo por un cuate que llegaba todas las primaveras ilegalmente desde Baja, cuando empezaban las cosechas, y se alojaba en el segundo cuarto, más unas tiras de distintas cosas útiles para cocinar, de ajo, de chile rojo, de chile verde, de tomillo seco, y variedades de hojas de plantas mexicanas traídas a escondidas desde la frontera. La cocina era sin duda lo mejor de la casa.
En este "rancho", como decían Gloria y Armando traduciendo literalmente del inglés, donde "ranch" es una casa de un piso, vivían normalmente sólo Gloria y Armando, pero ahora habían catorce personas y un feto, celebrando "el milagro". Justamente el milagro era el feto, que crecía tranquilamente en la barriga de Gloria, envuelto en las canciones de cuna (ella cantaba como un ángel) de su madre y el olor a ajo, chile, cebolla y especies que inundaba la casa.
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Gloria, ahora de veintidós, no era "oriunda" de los pueblos ni ciudades de donde provenía la familia, como se lo recordaban "casualmente" de tanto en tanto. Había llegado por primera vez a la zona de San Esteban, un suburbio al norte de la ciudad fronteriza de San Diego, California, hacía poco más de cinco años, con un grupo de ilegales que decidió pasarse en la mala estación, cuando la vigilancia era brava. Al comienzo de las cosechas la policía fronteriza misteriosamente desaparecía, salvo por unos pocos, y pasarse era relativamente fácil, pero a mediados del otoño la cosa ya se ponía difícil, mucho guardia, poco trabajo, y redadas casi a diario para deportar a los que se habían quedado. Gloria llegó a contra-estación, no habiendo cumplido todavía los diecisiete, mas fue la única de su grupo que logró escabullirse de la vigilancia policial, gracias a su vestimenta de bluyines y zapatillas, su cara pálida, su altura y sus grandes pechos, pasando fácilmente por gringa.
Instintivamente había marchado siempre hacia el norte, cruzando el centro de San Diego y llegando finalmente al barrio que los chicanos llamábamos San Esteban. Pero dos problemas la angustiaban. Primero, no tenía un centavo en el bolsillo. Segundo, no hablaba nada, lo que se dice nadita de inglés, no sabía ni decir "OK". Habiendo quedado sola, no conocía bien los barrios, y en lugar de irse directo donde los mexicanos, había cruzado por los barrios más ingleses, sin detenerse ni por un minuto. Imaginémonos la joven mexicana, cansada, en un mundo que bien podría ser otro planeta, tratando de encontrar un camino, o un objetivo que seguir.
Al oriente del sector universitario entendió una pareja hablando español, y decidió seguirlos, pero no les habló, temerosa aún. Cuando se separaron decidió seguir a la muchacha, que caminaba hacia San Esteban. Finalmente la joven entró en su casa, y Gloria quedó sola en la calle. Sin saber que hacer, se sentó al borde de la vereda. La sed la arrasaba.
Cuando despertó, estaba anocheciendo. Vale decir, había pasado todo el día desde su cruce a primera hora de la madrugada. Hubiese dormido probablemente diez horas más de no ser porque un niño le palmoteaba un brazo, tratando de despertarla. Antes de abrir los ojos escuchó al niño, de unos seis o siete años, exclamando "abuelo Armando, abuelo Armando, se despertó, abrió los ojos". Un anciano de buena parada se acercó. "Buenas tardes, señorita", le dijo, en perfecto mexicano. "Buenas tardes", contestó ella, débilmente. "Se ve usted muy cansada, y casi diríamos, confundida. Si nos pemite, Jesús y yo le invitamos a tomarse un refresco". Sin saber bien lo que hacía, la muchacha entró al bungalow colgada del brazo del anciano, con el niño siguiéndolos lleno de interés. Pero no más hubo cruzado la puerta, el olor a mole fresco y a frijoles recién freídos le hizo abrir bien los ojos y hacer evidente señales olfativas, contra su voluntad, en forma torpe y obvia. Armando señalando la cocina, dijo, "Jesús, sírvele un plato de refritos a la señorita, con plátano y mole, mientras yo le busco un jugo". Gloria se sentó sin decir una palabra. Tras haber engullido la mitad de lo servido y bebídose el vaso de jugo al seco, pidió permiso para ir al baño. Allí se escuchó el agua correr y la cadena tirar, pero a esto siguió un silencio de varios minutos, hasta que el anciano y el niño se inquietaron. "Señorita, señorita", llamó el viejo, sin tener respuesta. Tímidamente empujó la puerta, que estaba sin cerrojo. "Disculpe", fue su primera reacción, pero en dos segundos se dio cuenta de que la joven se había quedado dormida sentada en la taza de la letrina. Con cuidado la revistió y la paró, apoyándola sobre su pecho, y con esfuerzo se la echó a un hombro y la fue a depositar en la cama del segundo cuarto.
Cinco días más tarde el hombre y la adolescente no sólo se habían hecho amigos, sino que habían desarrollado un esquema de faenas que la joven hacía en casa. El niño Jesús dormía ahora en el sofá, lo que no le importaba por ser más fuerte su curiosidad hacia la recién llegada que su incomodo. Gloria aprendió que Armando no era realmente el abuelo del niño, y que de hecho el hombre no tenía ni hijos ni nietos. Viudo desde hacía diecinueve años, de una mujer que desgraciadamente no había podido engendrar hijos por problemas de salud, Armando se había conformado con hacer las veces de abuelo de sus sobrino-nietos, la mayoría teniendo sus verdaderos abuelos en México o ya muertos. Jesús estaba con él a la espera de que sus padres, ambos ilegales deportados, retornaran de México a buscarlo. Ellos habían encargado el niño al "abuelo Armando", conocido en San Esteban por su gran corazón y esmero hacia los niños.
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Poco a poco Gloria se fue aventurando a salir de compras en el barrio, guíada ya sea por Armando o por el niño Jesús, quienes le mostraban donde estaban los locales hispanos, y que sectores evitar, ya sea por temor a ser agredida o para rehuir la policía. Paulatinamente la joven fue adquiriendo confianza, haciéndose de algunos amigos y explorando nuevas calles.
Quiso la mala suerte, sin embargo, que una tarde en que los empleados de una fábrica salían de su trabajo, se dejó caer la policía de inmigración sobre los trabajadores. Un hombre gritó, "¡cuidado, la migra!" y la mitad de los obreros salieron disparados corriendo para cualquier lado. La migra no tardó en rodear a todos los que quedaban, y entre ellos a la muchacha, que no alcanzó ni a reaccionar. La dueña de un almacén de verduras y comida en tarros alcanzó a ver que se llevaban a Gloria, y mandó a su hija a avisarle al abuelo Armando.
Dos horas más tarde Armando hacía cola en la oficina de inmigración, frente a las salas donde, con esposa en mano, mantenían a los potenciales deportados. Se podía observar tres o cuatro que estaban sentados en una silla, con un agente al lado, otro hombre que daba la impresión de ser un traductor, y una carpeta con papeles, fotos, y huellas digitales. Como el niño Jesús no tenía papeles, Armando lo había dejado en casa de los vecinos, por si acaso. Con un dibujo en su mano, hecho por una niña vecina que tenía cualidades de artista, el viejo preguntaba por una joven llamada "Gloria", cuyo rostro correspondía al del dibujo. Mientras esperaba pacientemente en la sala, junto a docenas de chicanos y mexicanos, y algunos gringos, guatemaltecos, salvadoreños, y hondureños, le pidieron tres veces sus papeles, lo que aprovechaba para mostrar con orgullo su tarjeta de nacionalidad estadounidense y preguntar por la joven. Estuvo más de una hora mirando a los desafortunados contestar brevemente a las preguntas y ser conducidos a otra sala, fuera de la vista del público. Por fin la muchacha apareció. Armando escupió con furia al ver que a ella también la llevaban esposada, y comenzó a gritar que se estaba cometiendo un error, y que él podía probarlo. Desde la sala la joven lo reconoció, y se largó a llorar. Una oficial de inmigraciones se presentó ante el hombre, y lo instó a calmarse. "Ya, señor, le daremos la oportunidad de presentar su caso ante el juez correspondiente, pero tenemos que interrogar a esta mujer primero".
Al cabo de un rato lo llamaron a otra sala. Gloria, esposada aún, saltó del asiento y corrió a su encuentro. "¿Dónde está el juez?" bramó el abuelo Armando, abrazando a la muchacha. Le explicaron que no había juez todavía, pero que el oficial que los atendería era una persona que tenía la autoridad para escucharlo y tomar una determinación. Armando se le acercó, le estrechó la mano, y le presentó un papel escrito de su puño y letra, y firmado. El papel decía que él, Armando Salinas Fonseca, ciudadano legal de Estados Unidos desde hacía cuarenta y tres años, había contratado a la señorita Gloria (sin apellido, pues no lo recordaba), nacida en tal fecha (lo que sí recordaba, por desgracia), para que le preparara la comida dietética especial recetada por su doctor, que era en base a plantas mexicanas, materia en las cuales Gloria era versada, que no había encontrado a nadie más para prepararle esta dieta, y que de ella dependía su salud y tal vez su vida. El oficial de inmigraciones se la pasó al intérprete (la nota estaba en español), quien la leyó con un deje de burla en la voz. Los dos funcionarios se echaron a reir. "De qué se ríen, impertinentes, si es un asunto muy serio", exclamó el abuelo. "You dont think that immigration officials will swallow this story" respondió el oficial, y el abuelo cortó en seco al intérprete antes de que empezara a traducir. "Shut up, I comprehend him. I demand a judge". El oficial archivó la mentada nota, le aseguró que el caso pasaría ante un juez, los dejó abrazarse una vez más, y se llevó a la muchacha.
Al día siguiente Armando se presentó tempranito en la oficina de inmigración. Allí pasó el día entero esperando que lo llamaran, y haciendo preguntas. Como a las cinco de la tarde empezaron a apagar las luces y a echar a las visitas. Armando, siempre reclamando, hablando en voz alta de sus derechos de ciudadano y de la Constitución de Estados Unidos y del Fifth Amendment, del que había escuchado en televisión, sin saber de que se trataba, logró quedarse hasta las siete, armado de su retrato en carboncillo. A las siete se presentó una señora con facha de chicana, y le preguntó que quería. Le mostró el dibujo y le explicó la historia. La mujer entró por diez minutos a una oficina y volvió. " Lo lamento, abuelo, la joven fue deportada esta mañana".
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De Gloria no se supo más por casi un año. Tampoco de los padres de Jesús. Armando siguió su vida de rutina, junto al niño, interrumpida sólo en las alegres ocasiones en que bajaban de Santa Bárbara y San Luis Obispo sus parientes a visitarlo. En esos meses el niño ya había aprendido a leer y escribir, sumar, restar, contar el vuelto en las tiendas, y las tablas de multiplicación. También a preparar refritos, bananas saltadas, y arroz con camarón. Lo demás lo preparaba el viejo o las vecinas que venían a menudo con ollas de comida.
Pero una noche como a las tres de la mañana, Armando se despertó alarmado. Juraba haber escuchado a alguien entrar por la puerta. Armado de un bate de béisbol que guardaba como protección junto a su cama, se levantó. Al encender la luz de la sala casi se va de espaldas. Allí estaba Gloria, vestida con un pantalón de franela negro y una blusa celeste, con una mochila al hombro, y un saco de lana motuda, lleno de ropa, colgando de una mano.
"Ay, Gloria, ya se acababa el verano sin noticias ni tuyas ni de los padres de Jesús. Bienvenida, hija".
Los grandes tesoros de la joven, escondidos en su mochila, eran una botella de tequila envejecido, y otra de mezcal, para el abuelo, y una flauta redonda de cerámica y dos colgadores móviles de marmol pulido para Jesús.
Gloria se acomodó sin dificultad a la vida de su nuevo hogar. En los meses afuera, había aprendido una enormidad en materia culinaria, y ella se encargaba ahora de preparar la comida casi todos los días. En poco tiempo encontró trabajo en un boliche de productos mexicanos, con lo que aportaba a la mantención de la casa, soportada hasta entonces enteramente por la pensión de Armando. De relativa buena figura, no tardó tampoco en encontrar pretendientes, que ocasionalmente llegaban a la casa. Armando los soportaba sin chistar, porque aunque la joven de a poco había ido despertando apetitos que creía ya partidos para siempre, no se figuraba tener muchas esperanzas a sus setenta y siete años.
La noche precedente al día de los muertos llegaron visitas del norte, con sacos de dormir, dos hombres, tres mujeres y un muchacho de diecinueve años llamado Pedro, sobrino-nieto de Armando. Celebraron en el corazón de San Diego, uniéndose a los desfiles y festividades de otros mexicanos. Hubo una repartición del espacio en la casa, y Gloria observó asombrada como la pequeña morada era capaz de albergar a los nueve durante cuatro noches. Su pieza fue compartida entre las ahora cuatro mujeres. Entre celebración y celebración, cerveza y tequila, caminata y caminata, cupido lanzó sus flechas y Pedrito y Gloria acabaron intercambiando microbios. Al quinto día los visitantes debieron partir, dejando a Gloria con el corazón en la mano. El abuelo Armando, al que le quedaba poco pelo pero mucha materia, se dio cuenta de todo lo que pasaba, y sintió compasión por la muchacha. Una semana después le habló, ofreciéndole enviarla al norte, cerca de Pedro, a vivir con unos parientes.
"Ay, abuelo, ¿y qué va a ser de usted?", fue su repuesta, negándose a partir.
Pero una semana más tarde le llegó una carta de Pedro, invitándola a su casa. Se la mostró al viejo. Armando aprovechó para presionarla y convencerla de que tenía que partir.
Dos días más tarde Gloria se embarcaba en un autobús camino a Santa Bárbara, despedida por el abuelo Armando, el niño Jesús, media docena de vecinos, sus compañeras de trabajo y dos pretendientes casi en lágrimas.
Pero la mala fortuna, que hasta entonces había estado ausente, hizo su desagradable aparición por segunda vez. El bus fue detenido en un control rutero unas veinte o treinta millas al norte de San Diego, y Gloria fue incapaz de producir papeles, ni siquiera una licencia de conducir. Cayó una vez más en manos de la policía de inmigración. Como ya hablaba inglés, no era evidente que estaba ilegal, y por consejo del abuelo Armando contestaba todas las preguntas con "I want my lawyer and I like the Fifth Amendment", la policía, por si acaso, le dejó hacer la llamada de rigor.
Armando, desesperado, llamó a su doctor, a un amigo chicano en la policía, a la dueña del boliche donde Gloria había trabajado, a la partera del barrio y al sobrino del alcalde, también chicano. Entre los cinco discutieron acaloradamente cuales eran las opciones, ante las lágrimas del niño Jesús, que lloraba por la Gloria y recordaba a sus padres. Lograron urdir un plan, gracias a una idea de la partera. Llamaron a un juez de paz, amigo de la mujer, y prepararon a toda carrera un acta matrimonial. Todos, hasta Jesús, firmaron de testigos, a pesar de que sólo se necesitaban dos. El juez acordó poner la fecha del mes anterior, por quedar bien con el sobrino del alcalde. Como no había tiempo que perder, Armando, el doctor, y la partera, se subieron al carro de policía del amigo, y partieron a toda velocidad con la sirena encendida por el San Diego Freeway, camino al norte.
En el puesto policial de la migra se armó el alboroto más grande. Los oficiales explicaban que para pedir un esposo, hay que hacer los papeles antes de que este entre ilegal al país, y no después, los testigos que el amor no tiene miramientos, y Armando, furioso, que hasta cuándo le pedían papeles a los mexicanos por entrar a su propio estado. Finalmente los oficiales accedieron a dejar libre a la muchacha bajo una fianza de quinientos dólares, que entre todos pagaron, incluyendo el policía, pero condicional, y sin derecho a salir de los límites de la ciudad de San Diego, a la espera de un juicio formal.
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Un mes más tarde se presentaron Gloria y Armando con una docena de testigos ante la corte. Después de escuchar doce casos de resolución más sencilla y aguantarse dos horas de formalidades, les tocó el turno a ellos. "Estados Unidos contra Gloria Salinas", anunció el secretario. Para su sorpresa, el fiscal de la acusación presentó la nota que Armando había escrito hacía un año, ofreciendo empleo a la mujer, dando todo tipo de argumentos acerca de las malas intenciones de Armando. El abogado de Gloria trató de escudarse en la supuesta veracidad de la misma nota, que según él dejaba en claro la dependencia entre los esposos. El juez pidió interrogar a la pareja. "¿Y usted, señor Salinas, un hombre de setenta y siete años de edad, ha esposado a esta niña?" "Sí, su honorabilidad, con todo respeto". "¿y tú, niña, quieres a este anciano como marido?" "Yo lo amo", dijo Gloria, lanzándose a sus brazos. Pero al concluir la sesión el honorable explicó que daría su determinación por escrito, dentro de los próximos treinta días.
Armando y su comitiva tomaron las palabras del juez como una victoria, y prepararon las celebraciones de la "boda". La noticia corrió como reguero de pólvora por el barrio, se casaba el abuelo Armando. Pronto alguien telefoneó al norte, donde los parientes casi se desmayan de la impresión. Armando, en privado, explicó a Gloria que estuviera tranquila, que no le iba a exigir ningún deber de mujer casada, ni mucho menos bajo las sábanas, y que podía juntarse con cualquier pretendiente que le diera la gana, siempre que lo hiciera discretamente. Gloria aceptó, pero para su sorpresa le advirtió que quería por lo menos que el matrimonio se consumase, así es que se fuera preparando. "No tiene por qué ser la misma noche de bodas, abuelo, pos tú me dices cuando, y ya".
Para la celebración, llegaron catorce parientes de Santa Barbara, de todas las edades, seis de San Luis Obispo, ocho de Los Angeles y hasta dos de México. Las gentes del barrio cerraron la cuadra, con permiso de la policía local, y llenaron de serpentina y guirnaldas los postes de luz y cables del teléfono. En el árbol más grande se levantó una piñata. Los dueños de los boliches trajeron pescado y camarón fresco, jurando que era de México, y las mujeres prepararon un centenar de tortillas de maíz azul. La novia se vistió con un vestido blanco traído de Aguas Calientes por uno de los sobrinos mexicanos del abuelo, y una gran azalea rosada en sus cabellos. El alcalde de la zona regaló un lechón y una caja con doce botellas del mejor tequila.
Pero el novio quedó esperando en el altar. La mismísima mañana de la boda, mientras Gloria era regaloneada en la peluquería local, se presentaron tres oficiales de inmigración, quienes no tuvieron dificultad en encontrarla (todo el pueblo sabía donde estaba), le pusieron las esposas, y se la llevaron detenida. En lugar de la novia, Armando recibió un sobre amarillo, llevado por un chicano elegido a propósito por la migra, porque un blanco no hubiese salido vivo del lugar, donde el honorable declaraba que, de acuerdo a la fecha de nacimiento inscrita en la nota de oferta de trabajo firmada por el propio Armando, y ante la ausencia de otros papeles, la muchacha era menor de edad, y por lo tanto necesitaba el consentimiento de sus padres para esposarse, más aún con un hombre se setentisiete años; y que además, las circunstancias del matrimonio hacían dudar de las intenciones de los esposos, levantando sospechas de querer burlar las leyes de inmigración del país; por consecuencia, el matrimonio quedaba nulo, y la menor, habiendo entrado ilegalmente al país, estaba sujeta a los procesos de deportación.
Esa noche la policía debió desparramar la gente con tanquetas tira-agua, porque volaban las botellas y los piedrazos por todas partes. Se quebraron vitrinas, se quemaron banderas, y hasta sonaron algunos disparos. La cuadra entera alrededor de la casa de los novios sacó a relucir banderas mexicanas, las ventanas de los más viejos se llenaron de retratos de Villa, Flores y Zapata, y en las otras se mostraron afiches de César Chavez. Algunos exaltados gritaban "¡a recuperar California!" y "¡Viva México carajo!" Armando fue arrestado en su propia casa. Se lo llevaron borracho y llorando. Dicen que desde que había fallecido su primera esposa nunca se le había visto llorar.
A los tres días largaron al abuelo, retirando las acusaciones de incitar al desorden público por falta de pruebas en su contra. A Gloria la tuvieron todavía otra semana, pero la deportaron sorpresivamente un viernes por la mañana, a pesar de que su abogado había presentado una petición a la corte de apelaciones.
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