Marta Concha

"Por Qué Llora Vicente"

 

Vicente llora silencioso. Las lágrimas corren con toda libertad sobre su rostro ajado. El quisiera contenerlas, pero no puede; manan como si una corriente subterránea hubiera encontrado de repente una pequeña fisura para dejar escapar su torrente incontenible. Él no comprende por qué llora, pero ese llanto es incontenible. Vicente es un hombre anciano, ha vivido mucho. Y es un hombre colmado. No es Jacob, es cierto, pero los vientres de sus mujeres, dos, fructificaron dándole numerosos hijos y los de sus bestias también, acrecentando con esto su fortuna que empezó chiquita, un pequeño campo y una que otra bestia. Dos matrimonios que le dieron como descendencia ocho hijos, entre varones y hembras. En realidad tantos que a veces se le confunden. En este día en que sus pasos lo han llevado a este lugar, no sabe bien cómo ni por qué, un sentimiento empezó a aflorar de las capas profundas de lo vivido, de lo que está profundamente sumergido, cubierto por experiencias que se depositaron minuto a minuto, día a día, unas sobre las otras. Y es un sentimiento de pena muy profundo, que no puede precisar qué lo ocasiona, un dolor muy sumergido, muy olvidado el que hoy trata de salir. Y de súbito, una cara de niño, unos ojos negros relucientes de alegría que lo miran con toda la intensidad que puede tener la mirada de un niño sensible. Sí, es la cara de Ramoncito, su hijo mayor, hoy fallecido. ¿Por qué murió tan joven? Y como una ola arrolladora ese paseo al río donde se celebró su cumpleaños. ¿cinco, seis? No puede precisarlo. Le parece escuchar la algarabía de risas de niños y la suave conversación de mujeres que hablan de todo y de nada. Sí, hace muchos, pero muchos años él estuvo en este lugar donde el río forma un remanso. Lo reconoce ahora, ligeramente cambiado, es cierto, pero en su esencia el mismo. Él es joven y está junto a su primera mujer, Eliana, que le ha dado dos hijos. Es una hermosa mujer, muy vital que gobierna su casa y sus hijos con energía y criterio. No hubo más hijos de ella porque murió joven. Hay varios niños más, primos y amigos que juegan alegremente en el agua, los adultos sentados o tendidos en la orilla. Le parece sentir el olor del gran asado que se llevó y la hermosa torta de aniversario con las velitas que serían apagadas en el momento en que los niños hubieran terminado de bañarse, ya vestidos con sus ropas de recambio. Todo programado al minuto, como organizaba Eliana. La llegada intespestiva de su madre, Josefina, mujer imprevista y cuya llegada al lugar causó conmoción ya que no se sabía que asistiría. Y ella trae un regalo para su nieto, el primero; una caña de pescar, pequeñita, justo a la medida para Ramoncito. La llegada de la abuela que trae ese objeto portentoso sume a Ramoncito en éxtasis y junto con él al resto de los niños. Eliana no mira con buenos ojos esta llegada imprevista ni este regalo que viene a desreglamentar el ordenado ritual que ha planificado para esta celebración. Pero no puede hacer nada. Ramoncito, loco de alegría, toma la caña que Vicente debe armar y ponerle el sebo. Y todos los niños se dirigen a la orilla del río siguiendo a Ramoncito que va tan orgulloso con su caña. Se desaparecen tras unos arbustos. Eliana, muy decepcionada, se sienta a esperar los minutos que ha dado de plazo para el hecho de la pesca. Vicente no recuerda bien cuanto tiempo pasó, sólo sabe del regreso triunfal de Ramoncito con su caña de pescar, de la cual pende un pescado negro chiquitito, pero... él también viene negro, lleno de barro, empapado. Ramoncito no se percata de nada, viene tan orgulloso. Su carita y sus ojos brillan de alegría y es seguido por todos los niños que lo miran con una admiración sin límites. Viene hacia su padre, es a él a quien quiere mostrarle su pesca milagrosa. El grito que da Eliana los paraliza a todos. No recuerda bien las palabras, pero si su actuación. Se abalanza hacia el niño, le quita la caña de las manos y la arroja lejos con su pescadito. Lo desnuda, lo cubre con una toalla y prosigue con el ritual de apagar las velitas de la torta. Pero la mirada de Ramoncito se ha apagado, ya no hay alegría en ella. Vicente sintió pena pero no dijo nada y permitió que la luz que llenaba los ojos de su hijo se extinguiera. Y desechó esa pena, la ocultó porque instintivamente comprendió que comportaba un algo de cobardía que no quiso reconocer en ese momento y que hoy, que el hecho es irremediable, sale conformando una angustia que se traduce en las preguntas que él mismo se dirige. ¿Por qué permití? ¿Por qué no actué? Y las lágrimas continúan manando de sus ojos.

 


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